Escapada a Marrakech
EXÓTICO
LABERINTO
A las puertas del Sahara, en el corazón de Marruecos, se esconde una ciudad legendaria que se las ha ingeniado para mantener su personalísimo sabor hasta nuestros días.
Por: Álvaro Casal.
Algo cuelga del techo, a escasa distancia de las cabezas. No son los cueros de leopardo, ni los cráneos de fieras embalsamadas. En la penumbra, aquello parece un atado de ratas disecadas.
¿Son ratas? “No”, dice el marroquí, que esboza una sonrisa. No son ratas, pero no aclara qué son. Simplemente explica que “se usan para los niños que no pueden dormir”. Tampoco aclara si inducen el sueño a través del susto o por poderes mágicos. Salir rápido de ese recinto sofocante enseña una lección: uno nunca se debe moverse con prisa en los estrechos y sinuosos pasillos del zoco de la Medina. Una moto atropella al cronista. Sin consecuencias. El motociclista de ese laberinto umbroso intercambia disculpas con el uruguayo atropellado, y eso es todo. Entretanto, frotando sus cuerpos unos contra otros, pasan ciclistas, peatones, vendedores ambulantes, carros tirados por burros…
Dar algunos pasos implica un cambio de escenario. Nuevos olores se perciben: es que hay montañas de especias multicolores y de ellas emanan perfumes. Exactamente 22 variedades, desde curry hasta canela, pasando por comino, azafrán y otras tantas. A ellas se adicionan decenas de aceites esenciales, cosméticos tradicionales, perfumes y plantas medicinales. A lo lejos se escucha la música oriental, machacona y ubicua, que acompañará al visitante en forma casi constante, por donde vaya en este lugar sin igual.
El Arte de Regatear
Un hombre recostado sobre el suelo sorbe café y desganadamente ofrece baratijas.
Algo más lejos, pintan a mano lámparas hechas con cuero de cabra o sueldan rejas elaboradas. Regla de oro: no hay que pararse a mirar nada, salvo que uno piense comprar, ya que al instante el observador es asediado por vendedores anhelantes que brindan café, alternativas, rebajas. Lo de las rebajas es difícil de evaluar. Los descuentos son asombrosos, pero uno nunca sabe cuál es el límite. El precio justo es una cosa gelatinosa y esquiva. Indeterminable.
Un barbudo, enfundado en su tradicional kaftán y calzando babuchas, ofrece un curvo puñal bereber. De entrada lo rebaja a la mitad del precio inicial. Después, hace otra quita. Finalmente parece que llegó al nivel mínimo, pero dice que si le compran más de uno, bajará el precio otro poco. Es así. Es Marrakech.
Azzedine es un guía local que, en primera instancia, parece que va a abrir caminos y puertas en ese dédalo. Es muy cordial al comenzar el paseo, pero su humor va cambiando a medida que nota que sus víctimas de ese día se rebelan. Por ejemplo, se niega comprar alfombras sobrevaluadas o a pagarle a cada marroquí que él señala como fotografiable. ¿Se está enojando? Es difícil saberlo. En realidad, tanto él como otros que se acercan afectuosamente y abrazan confianzudos al extranjero, en primera instancia no se sabe si vienen a saludar o a agredir. Por suerte, vienen a saludar, nada más.
Pasadas las tres horas del tour, Azzedine cobra lo suyo y se despide con gesto lúgubre. Es mejor seguir sin él, sin esa presencia pesada, insistente, moralizadora.
Pero pasada la primera impresión, uno va comprendiendo que los temores iniciales eran infundados. Los marroquíes pueden asumir actitudes sorprendentes porque son diferentes, pero no hay agresividad.
Entrada Prohibida
Con guía o sin guía, con insistencia o sin ella, no se puede entrar a las mezquitas. Ahí está, infranqueable, imponente, la más importante: la Kutubiyya.
Desde la puerta apenas se puede vislumbrar el interior, pero a diferencia de Estambul y otras ciudades del mundo musulmán, en Marruecos no les está permitido a los occidentales ingresar a ellas. Todo lo que se puede hacer es quedar al sol, que taladra cabezas sin piedad, escuchando el llamado del muecín que, por enésima vez, convoca a la plegaria.
Hay varios zocos. Uno de ellos es el de los tintoreros, donde la artesanía a la antigua colorea sedas y lanas, produciendo colores vibrantes en verdes, amarillos, azules y rojos que resplandecen en contraste con el cielo claro.
La mezquita y el zoco están a corta distancia de la vasta plaza de Jemaa al Fna. En realidad la enmarcan. Y esa plaza es el corazón de la vida local. Todo se centra en ese lugar. Es un imán para los turistas extranjeros, pero también para los marroquíes, felices con los faquires, malabaristas, vendedores de jugos de frutas y encantadores de serpientes. En su entorno, caballos con pañales, que tiran perezosamente de carruajes en los cuales pasean turistas, exhiben sus cabezas rodeadas de miles de moscas.
Vendedores ambulantes ofrecen con insistencia a los paseantes bizcochos diversos o bebidas indefinidas.
Dentro de Jemaa al Fna, se tiene la sensación de que todo es posible. Desde ser atendido por un dentista a la intemperie como hacerse adivinar la suerte bajo una sombrillita. Hay miles de puestos de comida. Algunos atienden a los extranjeros, pero la mayoría, con un niño moviendo una palmeta constantemente, está a la espera de la multitud hambrienta que llega al atardecer.
Encuentro Animal
Un encantador de serpientes hace sonar su flauta y enfrenta a una cobra con aire indeciso. Nota que el viajero se detiene un instante a mirar. Momento fatal.
Rápidamente, coloca una víbora babosa, gruesa como una manguera de bombero, alrededor del cuello del desprevenido extranjero. No hay más remedio: es necesario sonreír y pagar por la foto con el reptil. Éste, por suerte, conoce su oficio dentro del mundo de los humanos, y no tiene otras aspiraciones que oficiar de pasiva y destemplada bufanda carnosa.
Más problemático es el asunto monos. Bajo una sombrilla, está el equipo de sus cuidadores. Los simios se entretienen haciendo monadas. Otro error: mirarlos.
Se repite la historia. El viajero es asediado por tutores de simios, que de cerca lucen enormes. Sonríen mostrando dientes afilados. Un mono se sube sobre un hombro y otro se encarama al otro lado. Pesan mucho, pero así como el lugareño hace lo suyo, el extranjero debe mantenerse en su rol, cumpliendo la secuencia siguiente: sonrisa resignada, foto, pago (con amplio regateo) y camisa contaminada.
Es hora de ir al hotel a tomar una ducha y cambiarse de ropa. El taxista es tramposo, según la usanza local. Borra el contador, propone que le paguen lo que quieran y luego exige más. Un policía interviene para mediar y falla salomónicamente. Pero no hay irritaciones ni gritos.
Con camisa limpia, lo más práctico es ir hasta el McDonald´s que está sobre la avenida Mohammed V, a mitad de camino entre el hotel y la plaza. En lugar de la usual Big Mac, en homenaje al estilo local es oportuno optar por un McArab.
Ocaso en Jemaa
Marrakech es llamada La Ciudad Roja, pero más bien es la ciudad rosada. Esa es la tonalidad de casi todos sus edificios, muros, casas, mezquitas, palacios. En especial al atardecer, cuando los turistas llenan las terrazas de los cafés de la plaza Jemaa al Fna.
No queda libre ni una silla en lugares como la Pâtisserie des Princes, el Café Argana o el Café de France.
Desde esas atalayas, bebiendo té verde, avizoran cómo el sol se hunde en el horizonte de la ciudad más exótica de todo Marruecos. Situada en una llanura bajo las montañas del Atlas, esta es la capital del sur marroquí. Tan africana y bereber como árabe, sitio obligado de parada de las caravanas que cubrían las rutas comerciales del Sahara.
Y a medida que el rojo atardecer va tornándose azul y luego cielo negro poblado de estrellas, se van encendiendo las luces de Jemaa al Fna, que está siendo invadida por una multitud hambrienta y bulliciosa, luego de otra jornada de meditación y de ayuno religiosos del noveno mes del año: el Ramadán.
Esa masa humana sin distinciones sociales. Integrada por todos. Hasta por los choferes que en las cercanías han dejado abandonados carros, ómnibus y hasta taxis, con lo que por algunas horas no habrá transporte público. Por lo menos, hasta que transcurra el ritual del f´tour, la cena que luego de la plegaria del atardecer reúne a familiares y amigos en una atmósfera de relajamiento y alegría, y en la que se empieza por probar algunos dátiles, para pasar a, por ejemplo, delicadas Chabbakias, pasteles de granos de sésamo, la harira (sopa nacional rica en calorías y especies) y finalmente múltiples delicias que preparan a los comensales para la cena formal que sobrevendrá más tarde en la noche.
Palacios y Mezquitas
Para apreciar otros esplendores de Marrakech conviene empezar temprano, a fin de evitar las horas de máximo calor. La mayor parte de esos esplendores llegan desde otros tiempos. Como ocurre con la muralla de 16 kilómetros, o bien con la mezquita Kasbah, del siglo XII. Esta constituye el segundo monumento almorávide de Marrakech (después de la Kutubiyaa) y cuenta con un minarete que merece la atención. A su lado se pueden visitar las tumbas sadíes, construidas por el sultán Ahmad al-Mansur luego de la toma de la ciudad por los sadíes en 1524 y reservadas para los descendientes del Profeta.
El palacio al-Badi se encuentra en ruinas, pero mantiene sus líneas elegantes, cerca de la Place des Ferblantiers. Es otra obra de Ahmad al-Mansur y se nota que fue otrora de una belleza extraordinaria, cubierta de mármoles. Hoy queda poco de todo aquello que se tardaron 25 años en construir y sobre los altos muros anidan, indiferentes, enormes cigüeñas.
Muy cerca de allí está el palacio el-Bahía, construido en el siglo XIX por los visires de los sultanes alawíes. El- Bahía, que se traduce como “el brillante”, es una llamativa muestra de la decoración posterior a la Alhambra o, según algunos, una influencia del arte andalusí. De todas maneras, vale la pena la recorrida por jardines, patios y salones de recepción. Durante el protectorado francés fue residencia del jefe de gobierno. Hoy, este palacio forma parte del Palacio Real y algunas áreas se utilizan para alojar a invitados (Jackie Kennedy y Onassis se hospedaron allí en una oportunidad). El verdadero Palacio Real, donde vive el actual monarca Mohammed VI, no está abierto al público.
No se deben olvidar los ocultos riads, esas antiguas mansiones cuyo exterior no delata los jardines y lujos que se ocultan tras sus murallas. Para llegar a ellos hay que internarse en la ciudad antigua, la Medina, y saber detectarlos. Muchos son residencias particulares. Hace algunos años se ha puesto de moda comprar una casa árabe antigua de este tipo y convertirla en un lugar para vacaciones. Otros han sido convertidos en elegantes hoteles y generalmente se encuentran ya en manos de europeos emprendedores.
Jardines de Ensueño
Sitio único, por cierto, es el Jardín Majorelle, obra de Jacques Majorelle, hijo del diseñador del Art Nouveau Louis Majorelle. Un francés que llegó a Marrakech en 1919 para continuar su carrera de artista pintor y, a partir de 1924, inició las obras del jardín que en 1947 abriría al público.
Se dice que el Jardín Majorelle es uno de los jardines más misteriosos del siglo XX, por ser lugar de fuerza mística y expresión personal rara. Comprende formas y esencias vegetales que Majorelle trajo de los cinco continentes.
Jacques Majorelle falleció en 1962 y el jardín fue adquirido y restaurado por Yves Saint Laurent y Pierre Bergé. Hoy, además de jardín visitable, es museo de arte islámico, con su futuro asegurado para la eternidad, por expresas disposiciones tomadas por sus custodios. No es ociosa tal voluntad, ya que no puede menos que coincidirse con Yves Saint Laurent, cuando dijo: “hace muchos años que encuentro en el Jardín Majorelle una fuente inagotable de inspiración y a menudo he soñado con sus colores que son únicos”. Azul, verde y rosa son las constantes del paraíso creado por el artista.
El volumen azul Francia de la casa y museo estilo Le Corbusier, se impone a la vista entre reflejos de estanques en que flotan nenúfares. Macizos de flores y helechos caen en cascada sobre las paredes rosa marroquí y el pavimento de azulejos combinados con azules y blancos de tradición local.
Decenas de tunas traídas de diversas regiones del mundo recuerdan el clima seco de esta zona de África del norte que tan bien adopta especies de un atractivo increíble.
Cuando llega la hora de partir y el taxi enfila por la avenida Mohammed VI (el actual rey ya tiene su avenida) hacia el adormilado aeropuerto, no puede evitarse la sensación de tristeza de salir de un sitio único que no se sabe cuánto tiempo más habrá de resistir el avance del mundo moderno. Por ahora, el zoco sigue siendo muy parecido al que hace sesenta años sirvió como escenario para la primera secuencia del filme El tercer hombre, de Carol Reed. Pero, ¿por cuánto tiempo más? Buena razón para regresar lo más pronto posible al ámbito de contrastes y misterios, ensueño y fascinación que ofrece Marrakech.
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