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  Enero 2007 | Nº170  
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Magníficas a los 50
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Un Mundo de Emociones
¿Quién dijo que todo estaba globalizado? En pleno siglo XXI, sobreviven mÚltiples aspectos de la vida humana en que las diferencias son muy marcadas. Las costumbres amorosas y sexuales son un buen ejemplo. ¿Por qué?
 
 

GEOGRAFÍA, HISTORIA...Y AMOR


Un Mundo de Emociones

¿Quién dijo que todo estaba globalizado? En pleno siglo XXI, sobreviven múltiples aspectos de la vida humana en que las diferencias son muy marcadas. Las costumbres amorosas y sexuales son un buen ejemplo. ¿Por qué?



El antropólogo italiano Franco La Cecla defiende esta teoría citando la conocida costumbre de los esquimales: frotarse la nariz en señal de amor conyugal. “Tolerar que otras culturas tengan formas ligeramente diversas de afectividad, es señal de corrección política y de buena educación. Sin embargo, caemos en el error de pensar que luego actuarán como nosotros y que una simpática carac-terística, como el asunto de la nariz, es a cuanto se reduce su diversidad”, advierte La Cecla.
El sobreentendido es un equívoco extendido, pero los colegas de La Cecla siempre creyeron que los sentimientos están muy ligados al contexto de quien los experimenta. Y por lo tanto no son tan universales como cabría sospechar.
Un nuevo testimonio para abonar ese argumento viene de ser proporcionado por Giuliana Bruno, una italiana de Nápoles que enseña en Harvard, Estados Unidos, y de cuya inquietud nació El atlas de las emociones. La obra traza un mapa de áreas tan dispares como los bares marginales de Berlín, los paisajes rurales de India o la brumosa periferia de Milán, y constituye un estimulante paseo de la geografía al arte, de la arquitectura al diseño, de la moda al cine, con el objetivo absolutamente original de demostrar que las emociones se encuentran irrevocablemente conectadas al lugar donde se desatan.
No es novedad, dirán muchos, que siempre se han relacionado factores como el clima con determinados tipos de idiosincrasia. Por ejemplo, la alegría y el desparpajo asociados al calor tropical, o el carácter introvertido que corresponde al frío nórdico, son postulados recurrentes en el inconsciente colectivo. Pero de allí a vincular emoción con geografía, y elaborar un mapa de la furia, la nostalgia o el deseo, hay un buen trecho. Sin embargo, ya ha sido recorrido.



Beso a Beso

Los patrones de comportamiento sexual y nuestras ideas sobre el sexo son fruto de la herencia cultural, y para verificarlo no es necesario irse hasta el medio del océano Pacífico e internarse entre los aborígenes de la isla de Yap. Basta apostarse en un lugar altamente civilizado e hipermoderno como Hong Kong y sorprenderse con algunos datos. Por ejemplo, con el hecho de que finalizada la presencia inglesa, el tema más común sobre el cual se construían chistes e historietas era el beso. Resulta que por más fuerte que fuera la atracción entre orientales e ingleses, no había caso. Al momento del beso, las chicas alejaban disgustadas los labios y lo rechazaban. Al parecer, para una cultura que cuestiona a los europeos por sus dudosos niveles de aseo, la idea de semejante intercambio era intolerable.
El beso, algo que hoy resulta tan básico, ha tenido múltiples connotaciones a lo largo del tiempo. El isaludo de la paz en la Iglesia de los primeros siglos se llamaba osculum y era un beso en la boca. El beso conyugal, por su parte, era mucho más casto que el beso francés, que se impuso bastante después.
Hasta hoy, para algunas poblaciones el beso puede resultar una instancia muy curiosa. Para que el acto sea acompañado por la excitación, es necesario compartir no sólo la intimidad, sino un horizonte de símbolos comunes. Cuando se trata de la afectividad y entra en juego la pasión y el furor del deseo, las generalizaciones no son buenas.
En las culturas “primitivas” el amor es, por sobre todo, un vínculo social, el cemento que mantiene unido al grupo. En el estudio Antropología del amor y la cólera, Joanna Overing y Alan Passes reseñan los variados modos en que se expresa el afecto entre diversas poblaciones. Hermanos que comparten la misma mujer, como sucede con los indios Paresi del Mato Grosso (entre quienes toda forma de celos está prohibida, salvo como presencia obsesiva en los mitos); la carcajada que preludia la intimidad en toda la cuenca amazónica, el arte de la palabra que fascina y liga físicamente entre los Miskitu de Nicaragua, o la cólera como raíz del amor entre los Yanomami. Sea cual sea la situación, el sexo es siempre parte de un legado general que mantiene unida a la comunidad.
En una región como Nueva Guinea, el mundo indígena descubierto más recientemente y donde aún pululan tribus con lenguas y costumbres no contaminadas, las prácticas sexuales son muy variadas, y comprenden desde la orgía ritual a la abstinencia, pasando por prácticas homosexuales entre hombres adultos y adolescentes. Despojadas de todo vínculo afectivo, éstas son una suerte de iniciación en que el adolescente se prepara a no desperdiciar el esperma para poder hacer frente a la mujer, quien es considerada peligrosa puesto que vacía al hombre de su fuerza vital. En estos grupos, los encuentros sexuales entre hombres y mujeres se reducen al mínimo para evitar que los varones pierdan del todo su energía.
Entre estas poblaciones existen variadas formas de homosexualidad y heterosexualidad, con complejas combinaciones de edad, generación y parentela, y las prácticas sexuales están reguladas por el extremo respeto a estas normas durante las fiestas tradicionales, de manera que el sexo no amenace la estabilidad del grupo.
Freud encontraría allí la misma intranquilidad que halló en la sociedad europea. Ocurre que el sexo no es una actividad individual; por el contrario, se encuentra sujeta a la continuidad de la colectividad, a los lazos de alianzas familiares y al clan. Y de la misma manera que sucede entre nosotros, también se encuentra subordinado al bienestar de la sociedad. En definitiva, represión y sublimación forman parte de todas las entidades colectivas.
En estas culturas la atracción no parte de la desnudez tal y como la concebimos de este lado del mundo, sino que está estimulada por el ornamento, las plumas, la danza y los movimientos. Aun en el juego de los cuerpos desnudos en la selva, existen matices y expresiones que son más importantes que las partes expuestas. Al decir de Levi Strauss, los indígenas consideran al cuerpo como un rostro. Sin ir más lejos, fue eso mismo lo que asombró a los marinos del capitán James Cook cuando desembarcaron en Tahití: las mujeres locales parecían ofrecerse con una energía y una alegría tal, que hicieron refugiarse al mismísimo Cook en su cabina del barco. También entre las hawaianas el sexo resultaba una forma de alianza muy útil para contrarrestar el poder de sus hombres, pero era asimismo un lazo que mantenía unida la sociedad.

Aquí y Allá

Volviendo la mirada a Occidente, hay muchos aspectos que damos por descontados en nuestra cultura sexual sin saber exactamente de dónde provienen. Muchas de las prácticas hoy consideradas como normales, derivan de las modas de otrora en los burdeles parisinos. Lo mismo que la importancia del sentido visual, que proviene de la costumbre de las prostitutas francesas de exponerse en vitrinas en el noveno arrondissement de la Ciudad Luz.

La sexualidad es una de las esferas más ligadas a la imaginación, a los sueños, a las proyecciones, a las frustraciones y al sentido más amplio de la comunidad.

Actualmente, en Japón se encontrará una situación análoga, sobre todo en las ciudades como Osaka, dominadas por la Yakusa, la mafia japonesa. Allí los barrios de las prostitutas son largos corredores de casas que dan hacia la calle, formando una suerte de escenario sobre el cual se presentan, inmóviles, viejos señores en kimono. A su lado, las prostitutas ofrecen sus cuerpos vestidas según la moda occidental vigente. El espectáculo prevé también una escenografía con música a alto volumen, y el cliente compra no sólo sexo, sino todo el espectáculo que allí ha sido montado.
Por otro lado, y en oposición al concepto de la desnudez, la seducción de las geishas corría por un camino muy distinto. Las mujeres estatua, las más cultas y preparadas, aquellas que sabían leer, literalmente hechizaban a los japoneses ricos y poderosos.
Entre las parejas casadas tradicionales, en cambio, la propia intimidad se encuentra en los moteles. Japón es el país donde el amor conyugal se practica mayormente en hoteles por hora, pues marido y mujer logran allí más espacio e intimidad que el disponible en sus propias casas.
Recorrer y observar el mundo permite caer en la cuenta del escaso conocimiento que se posee del deseo sexual de quienes habitan en otras latitudes. Muchas prácticas poseen carácter ritual, vienen precedidas y seguidas de gestos, fórmulas y magia, y son parte de una estrategia más completa del grupo, donde las conexiones no son elegidas muchas veces por la pareja, sino por el clan y la familia. Esto no excluye el amor, la pasión o los celos que en muchas ocasiones se viven fuera de las relaciones oficiales, como sucede con las mujeres Tuareg, que durante la noche abandonan silenciosamente su lecho para ir en busca de un amante.

¿Hoy como Ayer?

Shere Hite escandalizó al mundo con sus reportes sobre las vivencias sexuales femeninas y el orgasmo del clítoris, los estudios de Masters & Johnson explicaron cómo es un encuentro sexual completo y los informes sobre la masturbación intentaron establecer cuál era el pico del placer e indagar acerca del mito del orgasmo simultáneo. Pero basta leer cualquier monografía acerca de culturas no occidentales para tranquilizar y desorientar al mismo tiempo. Los indígenas de la selva amazónica, los indios de Nueva Guinea o los pescadores de Birmania cuentan con formas diferentes de excitación y sexualidad. ¿Entonces por qué es tan difícil sospechar que una sociedad complicada como la nuestra, donde las perversiones -en el sentido freudiano del término- acompañan la actividad normal, conciba la sexualidad de una sola manera? El fetichismo, el sadismo, el masoquismo o aun el amor romántico deberían reconsiderar la unicidad de las prácticas sexuales.
Pero si existe una constante universal en el sexo, ésa es la del exceso de deseo. En su libro Side Effects, el sicoanalista inglés Adam Phillips distingue la necesidad del deseo. La primera pulsión se remite a un objeto concreto. En cambio, el deseo es vago, huidizo, no está ligado a ninguna cosa en particular más que a un conjunto de aspectos que tienen poco que ver con el amado o la amada y que son parte de un sistema de proyecciones, de expectativas y de sueños que tal vez no logren satisfacer del todo al individuo.
Pero parecería que la sexualidad es un espacio exclusivo, sustraído de la sociedad y que define incluso a la mismísima individualidad. Obviamente no es así, puesto que nuestra esfera íntima está poblada de deseos que provienen del mundo exterior. Aprendemos a besar en el cine o mirando la televisión, conocemos el deseo mediante avisos publicitarios, somos inducidos a dar más espacio a la vista que al tacto y a medir nuestra actividad sexual en base a un criterio médico-deportivo con una performance ideal como modelo.
La excitación comienza en la cabeza y a través de los ojos, sólo entonces le sigue el resto del cuerpo. Esta verdad tan banal, conocida desde los tiempos de Ovidio y corroborada por Shakespeare, ha sido olvidada por mucho tiempo. La sexualidad es una de las esferas más ligadas a la imaginación, a los sueños, a las frustraciones, a las proyecciones y al sentido más amplio de la comunidad; esto es, la convivencia o el rechazo que en ella se expresa.
Tanto es así, que basta tomar cualquier forma de arte para verificarlo. La literatura es un fiel reflejo del ritmo mediante el cual han transcurrido el amor y el deseo. En la Italia de finales del Medioevo se amaba de manera diferente a la que se estilaba en la Inglaterra decimonónica o en la Europa posmoderna.
Hasta el Renacimiento, el amor se regía por el concepto del ideal. Se amaba a la mujer como plena encarnación de la virtud y de la belleza. Tanto Dante como Petrarca escribieron sublimes versos a jóvenes idealizaciones de mujeres que, si bien existieron, fueron inaccesibles. De ahí su perfección. En la época, el amor se consideraba una enfermedad de la que se podía recuperar o a la que se podía sucumbir. Esto ponía de manifiesto que se trataba de un estado extraordinario, que requería un tratamiento singular.
Transcurrieron varios siglos hasta que se produjo la democratización del sentimiento. Las grandes parejas clásicas de la cultura europea pertenecían a la alta nobleza y eso demostraba que el amor era un asunto complicado de aprender y que sólo podían manejar aquellos que contaran con una educación muy cultivada. Recién con la Ilustración se impuso el criterio que excluía la cuestión de clases y se comenzó a tratar al amor como una cualidad interior para la que están capacitados todos los seres humanos.
Hasta hace unos 200 años, a nadie se le hubiese ocurrido relacionar al amor con el matrimonio, ya que se lo consideraba una emoción veleidosa, pasional y breve, un fuego que irremediablemente habría de extinguirse. Por tanto, el matrimonio era una decisión racional, subordinada a intereses políticos y económicos.
La atribución de cierta durabilidad al sentimiento amoroso es una noción bastante nueva. Comenzar una relación de pareja con la esperanza de que sea duradera porque hay amor es un pensamiento moderno. Procede de Inglaterra, y se trata de una maravillosa creación de la clase media burguesa. En parte, gracias a las novelas de autores como Jane Austen, lo decisivo pasa a ser el amor romántico basado en el sentimiento: uno es amado no solamente por ser bello, rico o noble, sino precisamente por cómo es. Se ama al otro como ser completo, incluyendo sus defectos.
En este siglo XXI, tan problemático y febril como Discépolo bautizó al XX, el amor romántico goza de gran aceptación, pero el sistema democrático es permisivo. Quien así lo desee puede practicar la abstinencia por años, idolatrar de lejos a inalcanzables estrellas de la música o bien coleccionar conquista tras conquista, a la usanza de los aristócratas de la corte de Luis XIV.
Sea como sea, dar por sentado lo que siente o piensa el otro, es una costumbre que conviene examinar con más cuidado. No todos somos iguales.

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