Unos la buscan con urgencia, otros se pasan la vida tratando de ocultarla. Algunos la quieren pura, otros la prefieren diluida on the rocks. No todos están dispuestos a beber del claro manantial de la verdad, que muchas veces puede suponer un trago amargo.
El dilema no sólo se presenta ante verdades existenciales de denso valor filosófico. También hay verdades nuestras de cada día que no son fáciles de digerir. Por ejemplo, nunca falta el ultra sincero que avise que una está gorda, mal vestida o demacrada.
Puede que sea cierto, claro, pero ¿una tiene que estar dispuesta a escucharlo? ¿Qué clase de persona anda por el mundo desparramando esa clase de verdades? ¿Es mejor una verdad hiriente o una mentirilla piadosa?
Marianella Duré (30), vendedora en una boutique de pleno Centro, se ve diariamente obligada a echar mano de alguna mentirilla para dejar contentas a las clientas. “Cuando la ropa les queda bien, se les dice la verdad directamente. En general, la ropa es linda y no hay que convencer a nadie de nada. Pero de pronto vienen mujeres más rellenitas, que no tienen cuerpo para esta ropa, pero vos notás que tienen tantas ganas de llevársela que igual le decís que le queda bien. Más que mentir, se trata de seguirle un poco la cabeza a la gente”, justifica la vendedora.
También en los salones de belleza se las ven negras para no faltar a la verdad, especialmente las coloristas y los cortadores. La peluquera Claudia Suárez, que trabaja en un salón sobre 18 de Julio, jura que trata de no mentir mucho. “Yo soy profesional, no comerciante”, se ataja de antemano. Sin embargo, tiene sus salidas bien planeadas para cuando un recorte se le va de las manos. Si alguien pidió un corte de puntas y se va con veinte centímetros menos de pelo, seguramente escuche: “estaba más florecido de lo que pensé”. “No es fácil ser transparente todo el tiempo. Además, las clientas quieren escuchar que el producto que llevan les va a dar tantos resultados como el mejor”, dice la peluquera.
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