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  Setiembre 2006 | Nº166  
 
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El Fabuloso Redentor
Un periodista español se encuentra en Lisboa con el escritor estadounidense, flamante premio Príncipe de Asturias, y conversan sobre literatura, cine, política y otros placeres.
Caponi hace Memoria
En un libro que firma Miguel Angel Campodónico y se presenta el miércoles 13 en la Universidad Católica, el reconocido publicista uruguayo Luis Caponi cuenta que le cambió el look a Wilson Ferreira y le redactó un guión a Juan Pablo II. Para ir haciendo boca, ese hombre que nunca anduvo con chiquitas se despacha aquí sobre asuntos públicos y privados con la soltura que dan 77 años bien vividos.
Las Verdades de Dios
Cuatro altos dignatarios religiosos responden en Uruguay preguntas polémicas que desvelan al mundo. ¿En qué se parecen y en qué se diferencian sus puntos de vista? Las conclusiones corren por cuenta del lector.
Dónde va la Medicina
La ciencia avanza a ritmo de vértigo, pero en el camino también gana terreno el desconcierto.
Los médicos saben que en cinco años buena parte de sus conocimientos habrá cambiado por completo.
Dame Fuego
Llamado a sacudir los cimientos existenciales y morales de la sociedad, un nuevo afrodisÍaco sintético llamado PT-141, capaz de encender el deseo en cuestión de minutos, promete un futuro con sexo a la carta. Es el spray del placer. ¿Cómo dijo?.
 
 



El Fabuloso
Redentor


Un periodista español se encuentra en Lisboa con el escritor estadounidense, flamante premio Príncipe de Asturias, y conversan sobre literatura, cine, política y otros placeres.



Por Jesús Ruiz Mantilla.







La literatura es un oficio de fe. Pero la fe, pese a lo que digan los metafísicos y los creyentes más fervorosos, es algo cuantitativo: se puede llegar a poner en la báscula de un sistema métrico decimal muy particular e igual de fiable. El mundo de Paul Auster nos lo demuestra de sobra, porque en él algunos rasgos del comportamiento humano rebasarían varias toneladas de optimismo y vitalismo, en igual medida que otras variables menos recomendables para afrontar los agujeros negros de la vida.
Los personajes que pueblan el ADN de este escritor adoptado en la orilla neoyorquina, pero que nació en Newark [Nueva Jersey, el Estado del otro lado del río] en 1947, saltan del poderoso cocktail de su imaginación, que produce fluidos de seres que huelen y tienen sabor, que padecen y respiran, que intentan ser felices a la altura de sus circunstancias, cuando en algunos casos éstas no dan más que para la desolación.
Es entonces cuando Auster, como un superhéroe, como un fabuloso redentor, los rescata, en un alarde de confianza ciega en su oficio. Como quien está absolutamente convencido de que posee las claves secretas de la salvación mediante la creación de historias, que es el medio para que, según él predica, toda la humanidad vea un poco de luz en el camino. Así, Auster, más que en un escritor, se convierte en un evangelista de nuestro tiempo. Un urdidor de parábolas fantásticas protagonizadas por gente de lo más corriente para que podamos seguir confiando en la especie de los de aquí abajo. El ha demostrado también que ese tipo de historias es el método más eficaz contra los fanáticos del más allá y los fabuladores baratos de discursos apocalípticos que tratan de atemorizarnos con demonios y terroristas.
Uno cae en esto cuando comprueba que casi todas sus narraciones comienzan con alguien desesperado o que va a morir, como el desvalido Nathan Glass, el héroe de su última y maravillosa novela, Brooklyn follies, que elige regresar al barrio de su infancia para quitarse la armadura. Glass es un todo, un referente de ese enternecedor circo de pobres diablos en crisis, nómadas triturados por la vida que parecen toros en busca del burladero para doblar la pata bien resguardados. Son las criaturas que inventa Auster al principio de sus libros para poderlos redimir, el auténtico y más cabal sentido de su literatura, a lo largo de toda la narración. Inventa para salvarlos. Escribe para darles esperanza. Urde palabras para que se confiesen y confíen.
Dice que no es consciente de ello, que le sale así sin querer. “No me doy cuenta”, asegura Auster, en un hotel de Lisboa, un día de descanso del rodaje de su película La vida interior de Martin Frost, que ha filmado allí casi en familia, con su hija Sophie, de 18 años, cantante y actriz, en el reparto. Está relajado, contento y con ganas de hablar del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, que recogerá en Oviedo en octubre y que le hizo imponerse en las votaciones a otro de los enormes escritores estadounidenses del presente, Philip Roth, al que conoció este año por casualidad. Muchos le han querido contraponer al estilo de Auster, en una especie de lucha literaria bipolar en busca quizá de conflictos que en esta época del imperio ecléctico no llevan a ninguna parte. Ya no es pecado que te puedan gustar los dos. Elegir a uno frente a otro resulta una niñería fuera de lugar cuando se les puede sacar su jugo a partes iguales y cuando ambos retratan una América tan real como desolada, tan aterrada como digna de elogio, tan perdida como desesperada en su búsqueda de una felicidad que se hace cada vez más cara.
Auster, con sus ojos esféricos de gurú indio y su voz grave y quebrada, no muestra más que buenas palabras por Roth, a quien le emocionó realmente conocer en un restaurant de Nueva York. El maestro le felicitó por haber ingresado en “el club”, es decir, en la academia norteamericana de las letras. El autor de Mr. Vértigo, La noche del oráculo, La música del azar, El libro de las ilusiones o Trilogía de Nueva York, entre otras obras, lo cuenta con el mismo entusiasmo que habla de los poetas a los que más admira y que le guiaron sus primeros pasos como autor lírico antes que novelista; la misma ilusión que le hace releer constantemente el Quijote, a Shakespeare o a García Márquez, un autor con el que se siente especialmente identificado este novelista que ha sido marinero y profesor de universidad.
Le estimula hablar de ellos lo mismo que de Brooklyn, el barrio en el que vive hace 26 años, y que, según él, “no es el paraíso, pero es muy interesante”. O lo mismo que escrutar los secretos de la creación en palabras o imágenes porque no deja escapar en la conversación su delirio por el cine, un espacio creativo al que se enganchó lo mismo que a la nicotina de los puritos que fuma sin cesar cuando escribió Smoke, de Wayne Wang, con quien codirigió después Blue in the face antes de lanzarse solo a rodar Lulu on the bridge y ahora La vida secreta de Martin Frost.

Me llama la atención el misterioso trabajo que lleva a cabo el tiempo. Eso me interesa cada vez más.

–Buen premio le ha caído.
–No sabía que este año era candidato. Otras ediciones también fui finalista en las votaciones;
el año que ganó Claudio Magris, que leí en The New York Times: “Magris gana el Príncipe de Asturias imponiéndose a Paul Auster y Milan Kundera”. ¡Ja, ja! Pero este año, ni me había enterado.
–Y eso que ha ganado a Philip Roth en la votación. Dos visiones diferentes de la literatura en su país luchando hasta en Oviedo.
–Lo gracioso es que, aunque los dos hemos nacido en Newark, Nueva Jersey, nos conocimos por primera vez en un restaurant en Nueva York una semana antes de que me viniera a Portugal a rodar. Hablamos y me dijo: “tenemos que volver a Newark juntos”. Me pareció muy simpático, encantador. Es un escritor completamente opuesto a mí, otra sensibilidad radicalmente distinta. Aunque compartimos gustos: él adora a Conrad, como yo.
–Pero no creo que le guste García Márquez tanto como a usted.
–Yo también lo creo. Muy probablemente, aunque tengo que hablarlo con él.
–A mucha gente le parece que es usted un explorador del realismo mágico del norte; al menos, que comparte esa mirada sobre la realidad.
–Mi obra tiene una escala muy ancha. Hay novelas muy atadas al suelo. A mí también me resulta extraño ser al tiempo el creador de Mr. Vértigo, la historia de un chico que levita, como también les ocurre a algunos en Macondo, y de Brooklyn follies. O haber filmado una comedia loca como Blue in the face y una película como Lulu on the bridge. Pero la medida de eso ya lo da Shakespeare; para él, un día era una tragedia, y otro, comedia. De lo que se trata es de hacerlo bien.
–La película que rueda en Portugal dice usted que es un haiku. ¿Cómo se mide eso?
–Porque es una película muy pequeña. Un haiku es como un respiro; una película así, con cuatro actores y unas localizaciones como las que hemos utilizado
–una casa, su jardín y un camino, no hay más–, también.
–Una casa y un camino son como una metáfora de su obra.
–¡Quién sabe! ¡Quién sabe!
–Lo digo porque usted enfrenta a sus personajes a algunas paradojas curiosas. Algunos disfrutan de una libertad absoluta encerrados en algún sitio y otros se sienten oprimidos siendo nómadas. ¿La buena literatura surge de la contradicción?
–Cierto, muchas cosas desagradables les ocurren a algunos cuando están en el camino. Estoy totalmente de acuerdo en ese punto de partida para la literatura, el de la paradoja. O el de las preguntas sin respuesta. Las preguntas que todos nos hacemos, pero que carecen de respuestas. Algunos las consiguen a veces, pero suelen ser locuras las conclusiones que sacan.
–Para obtener esas respuestas se puede escribir un libro, ¿pero vale eso como garantía de que se obtengan o sólo para ahondar en las dudas?
–Eso es lo que puede pasar. Creo que todo mi trabajo reta a las dudas, busca un equilibrio en un mundo inestable. El escritor es un ser dudoso; no sólo del mundo, sino de sí mismo. Si no dudaras, si no te plantearas lo que realmente merece la pena de lo que haces, no valdría para nada, no sería bueno. Nunca he conocido a un buen escritor completamente seguro de lo que escribe. Lo que la gente no entiende es que te sientes a escribir una novela de un tirón. Escribes muchísimas cosas que no valen nada, lo tiras, luego lo vuelves a intentar; así que lo que aprendes cada día es lo inútil que puedes llegar a ser, y eso es una cura de humildad.
–¿El secreto, entonces, es no fiarse de lo que uno escribe?
–No, tampoco. Tienes que creerlo para hacerlo, y estar convencido de que la historia que tienes entre manos es tan real como la vida misma. Cuando escribo una novela trabajo todos los días, siete a la semana, y pongo mi cabeza y mi alma a su servicio. Si me tengo que ir una semana o dos y luego vuelvo a la historia, me entran las dudas, me cuesta meterme dentro otros dos días, en ese mundo creado. Por eso busco estabilidad, para mí es la mejor manera de hacerlo.
–Así que mientras rueda, no escribe.
–No, estoy tan ocupado que la idea de escribir algo me resulta imposible. Pero es bueno tomarse un descanso, sin quejas. Yo elegí meterme en esto, nadie me ha obligado y lo estoy disfrutando. Me viene bien salir de mi cuarto y trabajar con gente.
–No mucha, por lo que cuenta.
–Muy poca, poco reparto, poco equipo, pero resultados alucinantes. Las interpretaciones son tan buenas; la fotografía, tan increíble, que estoy muy satisfecho, me da muy buen pálpito. Mi hija Sophie está en la película, tiene un papel muy pequeño, y me dice que es impresionante que durante el rodaje no haya habido ninguna metedura de pata de nadie, y es porque están tan concentrados que no corren el riesgo de equivocarse, ni de olvidarse de sus partes, ni nada. También ha venido muy bien que ensayáramos dos semanas antes del rodaje.
–Y ha resucitado usted a Martin Frost, un personaje de El libro de las ilusiones.
–Martin Frost surgió como un guión para un cortometraje que me encargó un productor alemán y que finalmente no se hizo. Pensé que la historia daría para mucho más. Luego lo incluí en El libro de las ilusiones, y después se me ocurrió que lo interesante es lo que le pasa después de que acaba la historia tal y como está en el libro. Así que lo único que quiero contar de él es lo que está publicado, no más; sólo que es una historia tan salvaje como impredecible.
–Da la impresión de que sabe usted separar su trabajo como escritor del de cineasta.
–Lo gracioso es que soy esencialmente un escritor, aunque amo el cine. Pero me considero un escritor muy poco cinematográfico. Mis libros no parecen películas; no están poblados de escenas pequeñas, seguidas una de otra. No hay mucho diálogo, son muy descriptivos. Precisamente por eso creo que trabajar en el cine es bueno para mí. Porque es una manera completamente distinta de contar una historia.
–O sea, que no es usted de esos autores que mientras escriben ya están pensando en la adaptación al cine. Lo bueno, uno de los grandes retos de un escritor en estos tiempos, ¿no es escribir una novela que nadie sea capaz de adaptar al cine?
–Estoy de acuerdo, sí señor. Una de mis novelas fue adaptada al cine, La música del azar, y me di cuenta de que al adaptarla perdería mucho, se convertiría en algo distinto. Lo que ocurre en mis libros tiene tanto que ver con el interior de los personajes que no acaba de plasmarse bien en pantalla. Aunque he hecho una excepción. Con mi primer libro, In the country of last things. Hay un joven director argentino, Alejandro Chomsky, que quiere hacerlo; un chico con mucho talento. Le he ayudado con el guión y ahora está intentando juntar el dinero para rodarlo en Buenos Aires en inglés y en español. Vamos a ver. Los proyectos de cine tienen propensión a evaporarse, pero es algo que me gustaría que saliera adelante.
–Así que ha elegido el camino de la pureza. Y ésta, en literatura, ¿con qué tiene que ver?, ¿con el lenguaje?
–Cierto. Mi lucha, mi ambición es la claridad, la limpieza; mi sueño es escribir un libro tan transparente que el lector sienta que el médium entre él y la historia no son ni siquiera las palabras, que se sienta dentro de ellas, metido en algo invisible. Al tiempo, el proceso de la escritura tiene que ver con la música, el sonido, el ritmo; relacionar un párrafo con otros, para que la gente no lea sólo con la mente, sino también con el cuerpo. Los lectores muy sensibles captan esa música. Yo no sé en qué parte del proceso surge eso, pero sé cuando lo hago bien y cuando lo hago mal.
–A eso le llamo ambición.
–Tampoco. El trabajo debe ser así y ya está. Sin compromisos. La obligación de contar la verdad a cada paso, y, como sabemos, la verdad puede ser muy incómoda, y ahí está la dificultad. El dolor, lo que dejas de ti en cada libro.
–¿Compromiso?
–Sí, es compromiso. Pero, ¿por qué?, ¿por qué nos comprometemos?
–Eso, ¿quién les llama a comprometerse?
–Creo que el arte es una enfermedad, te infectas y no te recuperas. Todos los artistas, aunque tampoco quiero exagerar, son gente que sufre, gente que no encaja en este mundo y busca otro. Hay gente encantada de conocerse a sí misma; que se siente cómoda con su mente, con su cuerpo, con su manera de ser. Yo les admiro, pero no soy de esos.
–¿Les admira o les envidia?
–Lo mismo da. Tampoco quiero ser como ellos. Hay una frase de Tarkovsky, el director ruso, que decía que necesitamos el arte porque el mundo es imperfecto.
–De hecho, usted siempre comienza sus libros con alguien desesperado, al borde de la muerte. ¿Pretende ser usted un resucitador?
–¿Un resucitador?
–Sí, porque necesita todo el libro para salvar a sus personajes.
–Para salvarles o para condenarles.
–¿Es consciente de ello?
–No, llegan de lugares a los que no tengo acceso, de sitios muy inconscientes. No les busco, me encuentran.
–Y bien salvándoles o condenándoles, ¿qué siente por ellos?
–Un enorme cariño. No me abandonan, siguen a mi lado años después. Lo verán en mi nueva novela, que saldrá pronto, Troubles in the scriptorium, que trata de la relación de un autor con sus personajes. Empieza con un hombre sentado al borde de la cama, en pijama, aguantándose la cabeza con las manos. Así, con esa imagen comienza, explorando esa visión. –Una imagen un tanto nihilista.
–Neutral. ¿Por qué ese hombre viejo mira al suelo?
–Así que le preocupa envejecer.
–No mucho, es un hecho. ¿Qué puedo hacer para impedirlo? Es fascinante, no me asusta. Simplemente me impresiona tener la edad que tengo, 59 años ya. En mi mente me parece que tengo 32, y no es así.
–A lo mejor lo que le inquieta es envejecer de determinada forma.
–Tampoco. Me llama la atención el misterioso trabajo que lleva a cabo el tiempo, eso me interesa cada vez más. También llegas a un punto, ahora, en que te das cuenta de que muchas de las personas que has querido han muerto. Empleas mucho tiempo hablándoles a sus fantasmas. Cuando eres joven no haces estas cosas. Es como si tuvieras un pie en ese mundo de los muertos y otro en el presente. Ahora me acuerdo de cuando tenía veintitantos años y veía a escritores mayores que me impresionaban porque parecían vencidos, derrotados; se les notaba vagos, no se interesaban por nada. No era así, ahora que he envejecido me he dado cuenta de lo que les pasaba: que sentían que nadie iba a ser capaz de cambiarlos, que no vendría ningún jovencito a descubrirles nada. Cuando tienes 20 años cambias cada día: un día escribes como Hemingway, otro como Faulkner; pero cuando superas eso encuentras tu manera de ver el mundo y no vuelves atrás.
–Y cuando usted era joven, ¿cómo disfrutaba más? ¿Imitando a Ernest Hemingway o a William Faulkner?
–Siempre estaba insatisfecho, porque buscaba mi camino y no lo encontraba. Por eso escribía tantos poemas, cientos de poemas, y no me gustaban, no se los enseñaba a nadie. Fue cuando comenzó todo. Dejé de preocuparme por encontrar una voz propia cuando de repente comenzó a surgir, y lo que escribía cobraba importancia en su propio sonido. Lo que es el contenido y la forma. Si tienes que expresar algo, la historia en sí encontrará la manera de hacerlo.
–Entonces, las estructuras de las novelas no surgen sólo de la creatividad del escritor, sino que es la propia historia la que va moldeando su estructura, la que de alguna forma necesita su propio encaje.
–Absolutamente. Todo tiene que ver con la imaginación, nos pongamos como nos pongamos. –Y en esa relación de forma y fondo hay una novela ejemplar, como es el Quijote. ¿Qué es lo que le apasiona de esa obra?
–Novela de novelas. Historias que entroncan con historias hasta que de repente te encuentras en un agujero con espejos. Soy un gran amante del Quijote, pero sobre todo de la segunda parte. Ésa es la novela moderna. Me fascina esa manera de dejar rastros para el lector, reales, fiables o no, que nos conducen hasta el camino que seguimos explorando hoy día.
–¿Se considera muy influenciado por Cervantes?
–El Quijote es un libro que leo y sobre el que reflexiono a menudo. Pero no pienso en mis influencias. No quiero ser consciente de ellas. Ni tampoco de lo que desprecio. Pero creo que han influido más en mí los poetas que los novelistas.
–De ahí su obsesión por el lenguaje y la transparencia. ¿Ese fanatismo por las palabras es lo que lleva a muchos a escribir?
–Hay algo de eso. Hay que ser un obseso. Casi no existe otra cosa más fiable que el lenguaje, por eso me refugio en los grandes a menudo; leo mucho a Shakespeare, a John Donne; pero también a quienes me han aportado mucho personalmente, como George Oppen, un poeta desconocido que fue amigo mío, por ejemplo.
–El compromiso en los escritores es algo que usted se toma muy en serio. Es miembro muy activo del Pen Club, por ejemplo.
–Ahora soy vicepresidente, sí. Me lo pidió Salman Rushdie, que es el presidente, y no podía negarme. Es de las pocas organizaciones de escritores que promueven los derechos humanos en el mundo. Me siento obligado a ayudar a escritores en peligro, cuyos derechos no se respetan, y tenemos influencia, hemos sacado a muchos de la cárcel. Créanme, es muy aburrido sentarse en las reuniones, discutir los presupuestos, muy tedioso; pero lo hacemos porque es por una buena causa.
–Más ahora, porque se están poniendo las cosas feas en el mundo, gracias al Gobierno de su país, en parte.
–Está más enfermo que nunca en la historia. En el Pen hemos creado un grupo de emergencia, 10 o 15 escritores lo forman en Cooper Union; allí hay un lugar muy emblemático, llamado The Great Hall, que fue donde Abraham Lincoln anunció que se presentaría a las elecciones. Allí hacemos reuniones y congresos, el último fue sobre la tortura. Se llena de gente. Son cosas que hay que hacer; no sé si valen para algo, pero al menos hablamos. Si nos quedáramos callados seríamos cómplices de lo que ocurre. Creo que somos responsables y debemos hacer algo, por pequeño que sea.
–No es poco.

Una de las tragedias de nuestro país es la completa falta de interés por lo que ocurre en el resto del mundo.

–También hacemos un festival internacional. Tratamos muchos temas, pero hay uno que a los estadounidenses nos preocupa muchísimo. Una de las tragedias de nuestro país es la completa falta de interés por lo que ocurre en el resto del mundo, cada vez menos; se traducen poquísimos libros, se pierde el contacto con otras culturas, el país se desgaja del resto y va a la deriva. ¡No éramos así! Solíamos tener curiosidad por las cosas, pero ahora estamos aislados y demasiado satisfechos de nosotros mismos. Así que reunimos a 60 o 70 escritores de todo el mundo para que hablen y participen. Lo malo es que la prensa americana lo cubre poco, aunque todos los actos están a rebosar. Aparece más en la prensa extranjera.
–Ha entonado usted en Brooklyn follies, su última novela publicada, un canto a la vida sencilla. ¿Lo necesitaba después del 11 de setiembre de 2001?
–Es un himno a la vida normal. Comenzamos un nuevo periodo en la historia. Hay que ser conscientes de que es una suerte y una gozada vivir. Es una comedia, literalmente; lo necesitaba para tomar distancia. Me inspiró esa frase de Billy Wilder: “Si te encuentras bien, satisfecho, escribe una tragedia; si por el contrario te sientes desesperado, derrotado, haz una comedia”. El 11 de setiembre me hundió; estaba tan afectado, tan desolado, que no podía trabajar. Di más entrevistas entonces que en toda mi vida, la gente buscaba respuestas y a mí me venía bien hablar. Me dejé la cabeza conversando.
–Pero las consecuencias han sido hasta peores de lo que esperábamos.
–Escribí un artículo el año después, en 2002. Todavía se hablaba de invadir Irak, algo que desde la perspectiva que me daba la zona cero suponía un desastre completo para mí. Ya han pasado cuatro años, y desgraciadamente he comprobado que entonces tenía razón. A día de hoy no veo la salida, hemos creado un monstruo. Ni siquiera estoy seguro de que retirar las tropas hoy mismo fuera una solución. Supongo que habrá que hacerlo, pero con un plan. No puedes ocupar un país tanto tiempo. Ni siquiera el petróleo lo vale.
–En estos tiempos, su literatura también cobra un extraño sentido. Esa lucha de sus personajes entre el nihilismo y la necesidad de respuestas adquiere una fuerza enorme. –Muchos de mis personajes son excesivos y están en el extremo, a punto de tirarlo todo por la borda, aunque buscan lo mismo que todo el mundo: amor, un sentido del equilibrio en sus vidas, escapar de la soledad. Muchos de ellos se rinden, y es cuando encuentran espacio en mis libros.
–Y usted, para empezar, no permite que tomen decisiones drásticas, que se suiciden. ¿Le parece pecado como escritor?
–Es un tema interesante. Todo el mundo se lo ha planteado. Es humano, pero tanto como pecado... Simplemente es algo sobre lo que no me gusta escribir.
–También hay que animarse. Sacarle jugo a la vida leyendo. Jugar con el lector.
–Claro, tenemos que proporcionar placer, gusto a los lectores; si no lo hacemos, no va a merecer la pena que la gente nos lea. ¿Para qué? Si nos sintiéramos constantemente desesperados no tendría sentido agarrar la pluma.
–Y eso es algo que usted se toma muy en serio, porque no trabaja con computadora, sigue escribiendo a mano.
–No me siento cómodo con un teclado. La pluma es distinta, o el lápiz. Aunque luego, cada día, lo paso todo a máquina. Hay tantos tachones que si espero al día siguiente no hay forma de que me aclare.
–De ese paso ya quedan pocos escritores que se den cuenta, porque, en una computadora, lo borras y ya está.
–Ni siquiera lo borras, lo haces desaparecer.
–Y no eres consciente del trabajo que has hecho.
–En cambio, yo sí; cada falta, cada imprecisión la tengo en el papel, tachada.

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