De entrada, le propongo conversar con el comunicador y dejar esperando al cocinero. ¿Cómo empezó todo? ¿Quién es el culpable de que usted haya hecho carrera en los medios?
–El culpable tiene nombre y apellido: Jorge Nelson Mullins. Yo entré a los medios de casualidad. Estaba trabajando en mi restaurant, en el Panorámico, y tenía una relación comercial con radio Sarandí. Un día llevé al programa de Jorge Traverso a unos cocineros bahianos que habíamos traído para un festival gastronómico. Como no hablaban español, Traverso me dijo que no podían salir al aire. Se prendió la luz del micrófono, empezó a hacerme preguntas y yo me puse a hablar de la antropología de la cocina. Cuando termina la entrevista se abre la puerta del estudio, entra Mullins y me pregunta si yo no quiero hacer radio. Le dije que no, que yo no tenía nada que ver con los medios, que lo único que sabía hacer era cocinar, que no me complicara la vida. Pasó un buen tiempo, pero él siguió insistiendo. Un sábado al mediodía Traverso me invita a su programa Hablemos, en Canal 10, con el doctor Alberto Cormillot y con Imilce Viñas. La gorda se confesaba obesa, Cormillot hablaba de las dietas y yo del placer de la comida. Fue un programa maravilloso. Me pasó lo mismo que en la radio. Cuando terminamos, se me acerca alguien de la producción y me dice que tengo condiciones naturales para los medios. Un par de días después apareció Mullins por el restaurant y terminé aceptando su oferta para hacer radio. Debuté en Buenas Tardes, hace ya veintidós años.
–¿De quiénes aprendió? ¿Quiénes lo ayudaron? ¿A quiénes considera sus maestros en esto de la comunicación?
–Yo aprendí muchísimo de Jorge Traverso, de Ligia Almitrán y de Néber Araújo. Más tarde, cuando me transformé en conductor de televisión, me relacioné con gente que me enseñó mucho de ese medio, como Cristina Morán y Carlos Giacosa. Pero en la cocina de la radio, observando a Jorge, a Ligia y a Néber, aprendí la ética en el manejo de la información. Veía la rigurosidad y el conocimiento con que encaraban desde lo más mínimo hasta lo más importante. Además, yo tenía la formación de los estudiantes de los años cincuenta y sesenta, a los que no se nos ocurría hablar de algo que no hubiéramos investigado o que no conociéramos. Para armar aquellos micros de cocina, que duraban apenas unos minutos, me llevaba todos los machetes hechos desde casa y fundamentaba cada cosa que decía con lo que había leído en los libros.
–Y a lo largo de estos años, ¿quiénes le pusieron piedras en el camino?
–Tengo que ser totalmente sincero y decirle que nadie. La mayor resistencia que sentí fue cuando debuté en televisión, porque el público no entendía qué papel venía a jugar yo en ese medio. Uruguay tenía una larga tradición de mujeres excepcionales que habían cocinado en televisión y se habían metido en la piel de la gente. Por ejemplo, Gori Salaverri de Reilly, para quien guardo la mayor de las gratitudes y los recuerdos. Pero yo fui el primer hombre que se paró frente a una cámara a cocinar todos los días. Hace veinte años, la gastronomía no era considerada una fuente de trabajo honorable, ni una profesión de categoría. La gente que formaba sus filas eran señoras paquetas que habían tenido que salir a ganarse la vida, o personas que habían ido a parar a un restaurant porque no habían conseguido puestos de trabajo en la construcción. Y yo aparecí en medio de una cosa muy asociada a lo femenino. Creo que la mayor resistencia vino de parte de la gente, no de las autoridades, los empresarios o los colegas. Pero después del primer shock, la gente se hizo adicta a mi forma de mostrar la gastronomía, y desde un Canal 5 vapuleado y menospreciado, yo pude transformarme en alguien reconocido dentro de los medios de comunicación.
–Cuando ese hombre que cocina empezó a meter las narices en otros asuntos y se transformó en el famoso cocinero preguntón, despertó una segunda resistencia...
–Sí, ahí sí sentí la resistencia de los colegas y el menosprecio de mucha gente que se molestó porque yo empezaba a ocupar un lugar como conductor, como periodista. Hoy creo que vine a llenar un vacío. Yo empecé a preguntar desde otro lugar, desde el que los demás no preguntaban, desde la avidez por el conocimiento, desde la simpleza. Por eso inventé lo del cocinero preguntón. Porque cuando vi las columnas de algunos diarios y escuché lo que se verbalizaba desde ciertos medios de comunicación, que sentían que yo estaba invadiendo un terreno que no me correspondía, dije muy claramente que no me quería pelear con nadie y me ubiqué en lo que era originalmente: un cocinero. Pero un cocinero informado, inquieto, que no tiene por qué aprenderse Shakespeare o Cervantes de memoria, pero sí ser intrínsecamente culto. Mucha gente entendió el metamensaje que había detrás de esa autodefinición como cocinero preguntón, y otra tanta la aprovechó para agredirme. Pero a mí me importó tres pepinos y seguí haciendo mi camino. Hoy recibo lo mejor, que es la aprobación del público. Mucha gente me dice que pregunto mejor que muchos periodistas.
–Y cuando afirma que vino a llenar un vacío, ¿quién piensa que lo dejó? ¿Qué pasó en este país para que la gente valore tanto su estilo?
–El Uruguay tiene muchos usos y convencionalismos que todavía pesan demasiado. A mí me sigue asombrando que se piense que el periodista tiene que ser un hombre serio, adusto, de corbata. Un hombre que no opina, que no se compromete. En el mundo todos esos clichés ya están perimidos. Los buenos periodistas son columnistas, son opinadores. ¡Por algo son el cuarto poder! De lo contrario, no podrían modificar nada. Nosotros siempre tuvimos el pecado de soberbia de creernos objetivos. ¡Cómo podemos ser objetivos si somos sujetos! En este país a la gente siempre le gustó que se barriera debajo de la alfombra y que las cosas no se llamaran por su nombre. Yo vine, sin descaro pero con naturalidad, a meterme en distintos temas y a abordarlos de otra manera. Yo senté por primera vez a una mujer golpeada a que contara en televisión cómo el marido la mataba a palos. Yo senté por primera vez a una prostituta a hablar del meretricio. Sólo con eso, ya estaba rompiendo barreras.
–Hay otro cambio muy notorio en la televisión de hoy, en la que los contenidos están siendo cada vez más invadidos por la publicidad. ¿No le parece que eso atenta contra la independencia y la credibilidad de los profesionales?
–¡No! Para nada. Yo soy un pionero en la materia. Si uno se mantiene dentro de las reglas de juego, y la gente sabe que uno está haciendo publicidad, no está comprometiendo absolutamente nada. Pero hay que ser responsable. Yo no acepto una publicidad no tradicional si no tengo la certeza de que el producto es de primera categoría, o si yo mismo no lo consumo. Si yo le hablo de Avícola del Oeste es porque en mi casa se consume Avícola del Oeste. Y si durante años le hablé de Moro era porque en mi casa se comía Moro. La gente no es tonta. Esa idea de no comercializarse viene del puritanismo estúpido que tuvo este país toda la vida, un país que separaba al teatro comercial del teatro, a la televisión comercial de la televisión. ¿Qué guarangada es esa? ¿Sabe lo que pasa? Los que me cuestionan son aquellos que me envidian porque estoy facturando. Nada más.
–Usted ha cultivado, también, un perfil muy alto. Sus espectadores saben dónde viaja cuando toma vacaciones, qué día cumple años, cómo pasa cada fin de semana y hasta conocen sus gustos más personales. En pocas palabras, usted es lo más parecido a un divo que tenemos en Uruguay. ¿Le parece bueno o malo que aquí no haya un verdadero star system?
–Me gustaría que dejáramos de ser hipócritas, porque aquí siempre existió un star system. Lo que pasa que jugaba al perfil bajo. De ciertas estrellas sólo se sabía lo que cobraban por mes. Un star system le hace bien a cualquier medio de comunicación. Existe en Argentina, en España, en Italia, en Estados Unidos, en Rusia–... ¡hasta en Cuba!, donde la bailarina Alicia Alonso era tratada como una estrella, una diva, un monstruo sagrado. Acá tenemos la maldita manía de emparejar hacia abajo. Además, la medianía en la que queremos seguir viviendo es una gran mentira, porque nadie puede dejar de reconocer la capacidad de convocatoria de una China Zorrilla, una Estela Medina, una Dahd Sfeir, un Antonio Larreta, un Néber Araujo, un Jorge Traverso, una Blanca Rodríguez, una Rosario Castillo, una Julia Möller. ¡Dejémonos de pavadas! Lo que pasa es que todos quieren tirar de la cuerdita para abajo. En el juego de barajas de este país, la carta más importante es la de la envidia.
–¿Y a qué receta atribuiría el secreto de su éxito, de su capacidad de convocatoria?
–Al hecho de que soy un bicho raro. Tengo una gran dualidad, porque aunque soy un tipo de excesos, siempre tengo un pie en la tierra, sé mirar alrededor, sé dónde vivo. Pero no me limito. Soy un amante de la libertad y la ejerzo profundamente en toda la extensión de la palabra. En una sociedad muy acorralada, muy empobrecida material e intelectualmente, muy pacata, yo soy un hombre libre. Yo viví muchos años fuera de este país. Me gané la vida trabajando, pero también gracias a la formación que había adquirido aquí. Cuando volví, mi madre me dijo que tenía que devolverle al país todo lo que me había dado. Yo se lo agradezco hasta hoy, porque eso me impuso el desafío de conquistar a esta patria. Y yo la conquisté desde mi libertad. No le cedí un ápice ni a los contratiempos ni a las críticas.
Puglia Ciudadano
–Cuénteme cómo ve al país hoy.
–Veo que la situación actual es muy difícil, muy complicada. Por momentos siento que el país no tiene rumbo. Hay graves problemas políticos y sociales. Hay grandes diferencias, demasiada desigualdad y una gran injusticia. El país me preocupa, y por momentos me duele. Sólo saldrá adelante con el esfuerzo de todos, pero primero hay que vencer mitos, barreras, chacras, intolerancias, hipocresías y muchas cosas más. Pero para ser sincero, lo veo complicado. Muy complicado.
–Desde sus programas, usted siguió muy de cerca la última campaña electoral. Ahora que ya pasó casi un año y medio, ¿qué cosas cree que han cambiado, para bien y para mal, tras la llegada de la izquierda al poder?
–La llegada de la izquierda al poder era algo inevitable, y el Uruguay todo necesitaba vivir la experiencia de ese sueño dorado. Se suponía que, al gobernar, la izquierda, iba a modificar las estructuras y los cimientos, iba a establecer un régimen mucho más justo y una distribución de la riqueza mucho más correcta. Es cierto que durante la campaña electoral el actual presidente de la República dijo que si esperaban que de la noche a la mañana él solucionara los problemas con una varita mágica, no lo votaran. Pero la gente igual lo votó, porque ya se sabe que lo último que se pierde es la esperanza. Y la gente sigue esperanzada, no nos engañemos. La izquierda tendrá que resolver sus problemas internos, porque muchos de ellos repercuten en la acción del gobierno. Hay que observar atentamente. Y dar más tiempo. Hay mucha gente, que sabemos es de filiación izquierdista, que hoy está reclamando el cumplimiento de las promesas que se hicieron en la campaña y durante cuarenta años o cincuenta años de oposición. Pero el gobierno está encorsetado y no puede, por lo menos a corto plazo, hacer efectivas esas promesas. Estamos metidos en una telaraña. Yo quiero que al gobierno le vaya maravillosamente bien, porque si al gobierno le va bien, nos va bien a todos. La palabrita mágica que llevó al Frente Amplio al poder fue “el cambio”. Pues bien, estamos es un proceso de cambio, sólo que el cambio va mucho más allá de un cambio de partido en el gobierno. Por ejemplo, tenemos que pasar de una cultura de la evasión a la cultura del pago, lo cual no quiere decir que esté a favor de la reforma tributaria, que me parece que es un palazo brutal a la clase media y un impuesto a los sueldos encubierto. Quiero decir otra cosa. Quiero decir que el cambio de las estructuras y de las mentalidades es muy difícil.
–¿Cómo se lleva con la sensación de inseguridad creciente que preocupa a miles de ciudadanos? Considerando que pasa todos sus fines de semana en Punta del Este, donde últimamente han ocurrido tantas cosas, ¿le sigue pareciendo un paraíso o va allí con más temor que antes?
–Me sigue pareciendo un paraíso, pero hice de mi casa un bunker. El perímetro de mi casa está cerrado, tengo alarmas por todos lados y me encierro literalmente. Lo que está pasando en Punta del Este es terrible, pero es igualmente terrible lo que está pasando en todos lados. Lo que ocurre es que con tanta concentración de dinero y de trabajo, Punta del Este ha sido un llamador enorme. Llega gente de todos lados, es absorbida como una esponja y luego es expulsada. Sólo que esa gente no vuelve a su lugar de origen. Queda tugurizada, radiada y expulsada del sistema. Hay que pensar en grandes campañas sociales para generar fuentes de trabajo genuinas y para que esa gente no se sienta desplazada. No estoy justificando que haya ladrones ni asesinos, pero ese es el verdadero problema, y todo el mundo ha escondido la cabeza o mirado para el costado. Punta del Este era un balneario de jardines abiertos, pero también el mundo era antes un lugar abierto y se tuvo que cerrar. Es terrible, pero es así.
Puglia Sibarita
–Alguien ha dicho que la gastronomía televisada es la nueva pornografía. Cada vez se cocina menos y cada vez se ve más cocina por televisión. ¿A qué atribuye usted este fenómeno?
–Lo que pasa es que la gastronomía es adictiva. A la gente le gusta ver ese espectáculo casi erótico, que provoca placer, que despierta todos los sentidos. Es muy excitante. Además, el mundo entero está hoy pendiente de la dieta, de la alimentación sana y del cuidado del cuerpo.
–¿Y usted, cómo se lleva con el espejo?
–No me importa nada. Soy un gordo feliz. A veces ni me miro en el espejo. Cada tanto, cuando veo que en la televisión parezco un ropero de doble puerta, me pongo a dieta. Ahora mismo vengo de bajar quince kilos.
–¿Volvería a poner un restaurant, o la tercera fue la vencida?
–Es el sueño de mi vida. Pero ahora haría una cosa totalmente diferente. Haría algo así como una casa de amigos en la que no habría carta. Jugaría con el menú que cada día tuviera ganas de cocinar, o prepararía lo que se pudiera según lo que encontrara ese día en el mercado. Hoy hay tal cosa, y al que no le guste, que se vaya. Una propuesta más lúdica, más divertida. Ese será el retiro de mi vida. Cuando me vaya de los medios, que será de aquí a unos diez años, no más, me voy a dar el gusto de poner ese restaurant.
–Cuénteme ahora dónde le ha tocado en suerte probar la comida más perfecta de la que tenga memoria.
–En New York, en lo de Daniel Boulud, un cocinero excepcional que trabajó en Le Cirque, luego abrió su propio restaurant y hoy tiene dos en Manhattan. Independientemente de que me he emocionado hasta las lágrimas con Arzak, de que me ha fascinado Santamaría, y de que no puedo dejar de reconocer que la vanguardia de la cocina está hoy en España. En el País Vasco se come como los dioses.
–¿Y qué comió en lo de Boulud?
–Unos hojaldres de salsifí perfectos, un rack de cordero con el punto exacto, que venía con una salsa de reducción de vino tinto y una camperita de pan rallado con hierbas aromáticas, acompañado de un soufflé de brócoli con coliflor que tenía adentro un queso camambert que se fundía apenas uno lo cortaba. Y de postre, un helado de lavanda con violetas confitadas sobre una tarteleta de pâte brisée de excepción. Yo no podía creer lo que estaba comiendo.
–¿Y dónde se llevó el mayor fiasco gastronómico de su vida?
–No le voy a decir el lugar, porque fue acá, en Montevideo, y porque yo me apresuré a juzgarlo. Le di un hachazo casi destructivo desde mi columna en Sarandí. Hoy, ese mismo lugar ha pegado un salto tan excepcional que se ha transformado en uno de los mejores restaurantes del país. Y yo soy muy amigo del dueño.
–¿Qué le prepararía de comer a un extranjero que llegue por primera vez al país?
–Yo apostaría a revalorizar nuestro producto natural por excelencia, la carne. Haría un tournedo de lomo acompañado por una salsa de vino Tannat, con unos boniatos y unas papas preparadas a la campesina. De entrada, jugaría con la enorme variedad de verdes que tenemos hoy. Haría unos corazones y unos hígados de pollo con crema y vino blanco, o unas mollejas con miel, pero siempre con un mezclún de muchos verdes. Y de postre, me jugaría a unos membrillos en almíbar con un batido de mascarpone y cáscara de limón o naranjas confitadas. Haría todo con los excelentes productos nacionales de que disponemos hoy.
–¿Cree que hay una comida afrodisíaca?
–No, lo que es afrodisíaco es comer. Habrá algunas especies que le pueden dar a uno cierto cosquilleo, pero lo que es verdaderamente afrodisíaco es comer.
–¿Y qué le prepararía a un amante para la primer noche?
–Algo muy suave, mi querido, porque si no después no funcionan.
Puglia Amante
YO NO SABRIA QUE HACER SIN EL SEXO. YO SOY UN TIPO EROTICO POR EXCELENCIA. ME FASCINA LA AVENTURA. ME FASCINA LA CONQUISTA.
–En una entrevista concedida recientemente a Placer usted se definió como un amante de los excesos. A propósito, ¿por cuál de los siete pecados capitales cree que deberá rendir más cuentas el día del Juicio Final? ¿Por la gula? ¿Por la lujuria?
–El asunto es que yo soy un hedonista, yo quiero comerme el mundo. Además, soy un coleccionista y un consumista...
–Ya que lo menciona, ¿cómo se lleva usted con el dinero? Se conoce su debilidad por placeres nada baratos, como los buenos relojes y los buenos zapatos...
–Es cierto. El dinero me quema en el bolsillo. Para mí, el dinero siempre ha sido un medio y no un fin. Nunca tuve la obsesión de guardar, de tener. Yo trabajo para ganar dinero y coleccionar los discos que me gustan, comprar las bebidas que me gustan, tener una casa cómoda con los perfumes que me hacen sentir cómodo mientras camino de una habitación a otra, para tener la ropa y los zapatos que me gustan. Yo gano y gasto. Creo que eso me viene por herencia materna. Mi madre era igual que yo. Por el contrario, mi padre era un hombre muy agarrado, muy conservador. Yo tengo muchos buenos motivos para gastar dinero. Soy muy generoso con mis amigos. Todo lo que tengo lo comparto. Por ejemplo, gasto mucha plata invitándolos a viajar conmigo. Y el dinero me da el placer de comprarme aquello que quiero. Mire esa tetera divina. La compré en Londres. No me preocupó si costaba cinco, diez o quince libras. El dinero sirve para darse esos gustos. Esa pieza me la traje de Israel. Esos botellones de cristal los he cargado desde la República Checa cada vez que fui y vine. Esa mesa de palo de rosa me la mandé a hacer porque tenía ganas. Creo que voy a tener que rendir cuentas por eso, porque es probable que hubiera tenido que invertir el dinero en otras cosas.
–Recién mencionaba a su madre, que junto a su abuela y su hermana son referencias casi permanentes en su discurso. ¿Fue usted un hombre criado entre mujeres? ¿La presencia femenina es una marca muy importante en su vida?
–Sí. Mi abuela paterna fue el centro de mi vida. Antes de decir mamá, yo dije mamomomo y le estiré los brazos a mi abuela, una mujer que tenía un gran sentido del humor, una mujer de excesos. Cuando tenía cincuenta y pico de años le vino un ataque de hemiplejía y quedó paralizada del lado izquierdo. Yo tenía catorce o quince años, y me pasé un mes a su lado haciéndole masajes y atendiéndola hasta que pudo pararse de nuevo. Era una abuela rezongona, que si me tenía que dar un trompazo me lo daba. Mi madre era una mujer con una enorme sensibilidad a flor de piel, trabajadora como ella sola. De una generosidad y una apertura hacia la vida enormes. No tenía ningún preconcepto respecto a la gente. Para ella, todo el mundo era genial y era bueno. Mi casa era una casa de puertas abiertas, a la que entraban desde negros hasta comunistas. No le importaba nada. Y mire que en aquella época ser comunista era como hablar en japonés. Esa mujer maravillosa me enseñó a respetar a los otros y a respetar la diferencia. Tuve con ella una relación maravillosa, pero no éramos amigos. Era mi madre. Siempre me puso límites. Mire: mi abuelo paterno usaba rapé, y yo odiaba ese olor. Un día, en la mesa, él estornudó y ensució el mantel con el rapé. Yo le dije que me daba asco, que no se me acercara. Mi madre me bajó un diente de un trompazo. Literalmente. Me dio vuelta la cara del trompazo y perdí un diente de leche. Nunca más le falté el respeto a mi abuelo. Le cuento otra. Un verano, estando en la casa que teníamos en Marindia, le pegué un grito a una amiga suya. Mi madre me atravesó el lomo con la correa de la perra boxer, y me dijo que nunca más le contestara mal a una persona mayor. Así era mi vieja. Y en cuanto a mi hermana, con quien tengo una relación muy afectuosa, ella es hoy mi referente familiar. Mi hermana se parece mucho a mi madrina, otra mujer maravillosa. En otras cosas de la vida, como la música o el cine, yo me inicié de la mano de una tía, una hermana de mi madre que hoy vive en Buenos Aires. Ella me sentaba en la falda y me explicaba cómo cantaban Ella Fitzgerald, Louis Armstrong o quien fuera. Esas presencias femeninas han sido muy importantes en mi vida, y todas ellas compartían una gran virtud: ninguna fue castradora.
–¿Y su padre? ¿Cómo fue su relación con él?
–Yo tuve una relación muy distante con mi padre, y el gran dolor de mi vida es no haberme despedido de él. No pude decirle cuánto lo quería. Él adoraba a mi hermana, tenía con ella un vínculo en el que yo nunca pude entrar. Se enfermó de un día para el otro. Cuando lo internamos y descubrimos que tenía cáncer y que se moría, yo estaba con un trabajo de locos. Mi hermana se entregó por completo a estar con él, y yo tuve la obligación de seguir parado frente a las cámaras de televisión. No le dije a tiempo lo que él significaba para mí. Lo más increíble de todo, es que la gente que me conoce desde que nací dice que cada día estoy más parecido físicamente a él y que soy un calco de su carácter. Yo sé que, de alguna manera, él ya me escuchó.
–¿Y qué le hubiera querido decir?
–Que había entendido que sus críticas respecto a que yo era demasiado confiado y a que mis relaciones de pareja no eran las más correctas porque lo único que hacían era sacarme la plata, no tenían por objeto combatir mi personalidad sino protegerme. En su momento, yo tomé todos sus consejos como agresiones, pero luego muchas cosas se dieron tal cual él las planteó. Debí haberle dicho gracias por querer abrirme los ojos. Lo que pasa es que su filosofía de vida era tan diametralmente opuesta a la mía que me resultó imposible. Yo me enojé con él inútilmente. El que tenía que dar el brazo a torcer era yo. Y cuando llegó el momento de la partida yo no estuve a su lado. Durante mucho tiempo eso me jodió mucho, pero después me di cuenta que, en definitiva, yo no le fallé. Él quería que yo fuera un hombre honesto, íntegro, con ética. Y yo cumplí con eso como el abecé de mi vida. Pero le negué la caricia y el placer de haberle dicho “viejo, te quiero mucho”.
–Volvamos a las mujeres ¿Cómo se llevó con ellas una vez que se hizo hombre?
–Me fue bien. El problema es que yo era tan libre, estaba tan acostumbrado a la soledad elegida y no impuesta, que empecé mi vida afectiva muy tarde. Y la convivencia se me hizo muy difícil. Mis relaciones de pareja nunca fueron estables, porque siempre sentí que me invadían. Además, yo soy un maniático del orden. Yo tomo el té y lavo la taza. Entonces, el primer día que vi una bombacha colgada en la ducha me puse frenético.
–¿Y cómo le fue después en el amor?
–Bien, nunca he tenido que sublimarlo. Pero no me interesa la vida en pareja. Yo no tengo un proyecto de vida afectiva. Me interesan mis amigos, mi sobrina que vive en Venezuela. Tengo otro tipo de amores. La amistad es el vértice de mi vida. No podría vivir sin amigos, pero puedo vivir sin el amor de pareja, que siempre puede suplantarse por una relación de cama afuera.
–Usted juega mucho con el doble sentido y frecuentemente hace gala de su costado erótico. Uno diría que el sexo es algo muy importante en su vida...
–¡Muy importante! Yo no sabría qué hacer sin el sexo. Soy un tipo erótico por excelencia.
–O sea que aunque no lo obsesione la vida en pareja usted no ha colgado los guantes...
–¡Para nada! Me fascina la aventura, me fascina la conquista. Mientras pueda. Y cuando no pueda, tomaré Viagra. Lo que me jode un poco es cuando se te regalan. A mí eso no me gusta. Me gusta conquistar, me gusta ser Alejandro Magno...
–Hubiera jurado que iba a decir Adriano. Me parece que el emperador romano le sienta mejor...
–Sí, puede ser.
–¿Cómo imagina su vejez?
–No me la imagino. Nunca me puse a pensar en la vejez. Es más, creo que yo no voy a llegar a viejo. Tengo cincuenta y seis años, por lo que estoy más cerca de la vejez que de otras instancias de la vida, pero no me la imagino.
–Entonces, ¿cómo imagina su final?
–Me imagino un final acompañado de mis amigos. Nada más. Punto. La muerte es algo natural, que me va a llegar como a todo el mundo. Y se terminó la historia. No tengo la menor idea de cómo voy a terminar mis días.
–¿Y cuál es el último gusto que quisiera llevarse en la boca?
–El de la crema pastelera que hacía mi abuela.
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