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Vestir los Sueños
Piero Tosi, uno de los diseñadores teatrales y cinematográficos más
importantes del Siglo XX, el hombre que creó la imagen de Maria Callas, Sofia Loren y Silvana Mangano, entre otras figuras, cuenta aquí cómo
trabajaban Visconti, Fellini y Pasolini, y revela la intimidad de un mundo regido por el afán de perfección y la búsqueda de la belleza.
Por Hugo Beccacece. fotografías: gentileza costumitirelli. |
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En el saloncito de su pequeño
apartamento del centro histórico
de Roma,Tosi recuerda su
vida con la gracia de un hombre
que sabe contar y que
puede ser implacable o sublime
con un adjetivo. De las
paredes cuelgan retratos de
actores y de amigos, muchos
de ellos famosos, otros desconocidos.
Tosi fue el hombre que vistió a Callas en
las operas Traviata y Tosca, y en la Medea
cinematográfica de Pasolini; el que creó
la figura icónica de Tadzio, el efebo de
Muerte en Venecia, y el vestuario, hoy
de valor histórico, de El Gatopardo. Entre
quienes lo conocen, es célebre por su timidez
y humildad, también por su ironía. Sin
embargo, jamás se recluyó en una torre de
marfil. Retomó la tradición de arte y artesanía
de Florencia, la ciudad donde nació
hace 81 años, y transmitió todo lo que
aprendió en contacto con los creadores
más importantes del cine y el teatro europeos
a discípulos como Gabriella Pescucci,
Milena Canonero (las dos ganaron sendos
premios Oscar) y Maurizio Millenotti. Con
un suspiro reflexivo, Tosi dice: “En la vida,
todo es cuestión de encuentros y de
azar. Mi niñez fue triste. Cuando estalló
la guerra, apenas había cumplido los doce
años. Mi familia era pobre. Pero fuimos
aun más pobres porque los alemanes nos
hicieron abandonar nuestra casa, que estaba
en el camino que llevaba de Florencia
a Bolonia, para minar toda la carretera.
Siempre teníamos hambre. Era muy difícil
conseguir comida. Cuando fui un poco
mayor, llegó la felicidad, es decir, la comida.
Me mandaron a trabajar en una sala
de hospital, donde veía escenas horribles,
pero al fin podía comer”.
Desde muy chico, Tosi observaba y
dibujaba. Salía a la calle y no podía dejar
de asimilar la belleza de las obras de arte
de Florencia y de sentir fascinación por
ciertas caras. “Uno se iba formando casi
sin darse cuenta. Miraba las tapas de las
revistas en los quioscos. Durante la época
de Mussolini, no hacía sino eso. No tenía
dinero para comprar nada. Me conformaba
con admirar las caras de las divas del
fascismo en los afiches. Me acuerdo de
una de ellas, Greta Gonda, una actriz hoy
olvidada. Yo no tenía mucho sentido crítico
en esos años no sólo porque era muy chico sino porque no había tenido |
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oportunidad
de ver sino esas revistas.
La Gonda
me parecía una deidad. Pero el rostro, en
realidad, era una especie de mascarón
de proa, cubierto quién sabe por cuántas
capas de un maquillaje espeso. Hasta que
un día, derrotado el fascismo, encontré en
el diario comunista L´Unità una fotografía
de La terra trema, de Visconti.
Fue como
si me hubiera fulminado un rayo. Era algo
totalmente distinto de lo que había admirado
hasta entonces. Sentí que entraba en
un mundo nuevo, que contradecía todo lo
que yo pensaba que era el arte”.
Arte en las venas
La familia no siempre es una condena
ni merece odio, como afirmaba Gide.
Tosi
tenía una tía fanática del cine. El muchacho
se había enterado de que en el Festival de
Venecia se iba a proyectar la película de
Visconti, la de la foto. Le pidió entonces a
su tía que lo llevara al Festival.
Los encuentros,
como él dice, lo ayudaron. Tosi había
cursado secundaria en un colegio donde
había sido compañero de Franco Zeffirelli,
que, ya en 1948, estaba junto a Visconti
como uno de sus discípulos.
Tosi cuenta:
“El estreno de La terra trema se convirtió
en un escándalo.
La mitad del público
aplaudía, la otra prorrumpió en insultos.
Zeffirelli, desde los años de juventud,
fue muy generoso conmigo. Trató de que
conociera a Luchino. Al año siguiente, en
1949, cuando Visconti puso en escena
Troilo y Cresida, de Shakespeare, en los
jardines de Bobboli, Franco le insistió tanto
que él accedió a ver algunos de mis bocetos.
Me dijo: ‘¿Qué edad tiene? ¡Veinte
años! Es muy joven. Debe hacer mucho
camino todavía...’
Así me despidió, pero
Franco, que era el escenógrafo, volvió
a hablarle en mi favor y, por último, me
nombraron algo así como quinto o sexto
asistente”.
En realidad, Tosi no tuvo que esperar
demasiado.
En 1951, Visconti lo llamó un
jueves: le dijo que el lunes siguiente iban
a empezar a filmar Bellísima, con Anna
Magnani y Walter Chiari, y le encargó el
vestuario. Tosi se animó a decirle que no
había tiempo para hacer ningún boceto. |
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La
respuesta que le dio Visconti le sirvió para
explicarse por qué el director lo había llamado
a él, un novato, y no a un vestuarista
experimentado.
El director no quería que se hiciera ningún boceto ni que se recurriera
a ninguna sastrería. Neorrealismo puro.
Tosi debía leer el libreto, después, caminar
por la calle y observar cómo iba vestida la
gente.
En cuanto pensara que las prendas
de un peatón podían corresponder a las
de uno de los personajes en tal o cual
escena, debía dirigirse a ese hombre o a
esa mujer y pedirle que le vendiera la ropa
para el film. Visconti enfatizó: “y me trae
todo caliente”. Además, Luchino le dijo que
no debía lavar la ropa, así parecería usada.
Desde ese primer trabajo,Tosi comprendió
que la tela, el material, es lo primero que
debe decidirse.
El resto viene después.
“En una ocasión, vi a una mujer en el centro de la ciudad que llevaba un vestido
de lino blanco. Me pareció ideal para
caracterizar a la maestra de declamación
de Bellísima. Lo compré.
Fue como si
hubiera leído la mente de Visconti.
Al día
siguiente, me dijo que había pensado en
un tailleur de lino blanco para ese personaje.
Con satisfacción, le dije que ya lo tenía.
‘¡Bravo!’, me contestó. Pero nada es perfecto.
Había tenido la mala suerte de dar
con una mujer muy prolija que tenía el vestido
impecable, lavado y planchado, como
recién salido de manos de la modista.
Cuando fuimos a filmar, Luchino señaló:
“tiene que parecer amarillento, ajado”.
Me
fui a una cocina, calenté varias calderas de agua, hice té.
Volqué todo en una pileta y
puse el traje adentro. Lo saqué y lo colgué
para secarlo.
Tenía justo el tono que quería
Visconti.
Piense usted que estábamos
filmando en blanco y negro.
La diferencia
de matices era algo que sólo él, yo y algún
espectador malévolo podíamos notar” |
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Actrices de fuste
“Magnani está maravillosa como
madre de la chiquita en esa película. Era
una mujer que sólo podía hacer cierto tipo
de papeles y debía ser dirigida con mano
de hierro.
Con Visconti, era dócil como un
perrito faldero.
Estaba enamorada de él
como lo estaban todas las mujeres que
trabajaban a sus órdenes. Luchino tenía
una enorme confianza en Anna. De pronto,
a ella se le ocurrían cosas imprevistas y
muy inspiradas. En Bellísima, por ejemplo,
hay una escena en la que está preparando
a su hija para que recite y, mientras se
filmaba, sin haberlo ensayado nunca, sin
que Visconti le hubiera dado instrucciones,
se miró al espejo y se quedó contemplándose
con una mirada amarga, analítica,
llena de dudas, como si se confesara. Son
apenas unos segundos, pero le dieron a la
interpretación una densidad que ninguna
actriz hubiera aportado. Cuando terminamos
la filmación, yo estaba agotado. Me
gustaba el estilo de trabajo que imponía
Visconti, porque él no dudaba y era muy
preciso para explicar lo que quería.
Si se
equivocaba y se daba cuenta, rara vez se
corregía, seguía adelante.
Yo agradecía
esa seguridad porque soy muy indeciso.
Entonces trataba de satisfacerlo y adelantarme
a sus deseos.
Con el tiempo, después
de muchos años de trabajar juntos,
llegué a saber cómo funcionaba la cabeza
de Luchino y ni siquiera necesitábamos
hablarnos”. |
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Después de Bellísima, el escritor y
director Mario Soldati le encargó a Tosi el
vestuario de La provinciana, adaptación de
un texto de Moravia, con Gina Lollobrigida.
Soldati, a diferencia de Visconti, no era una
presencia que intimidaba. Lograba que en
el set reinara la alegría y que todo fluyera
naturalmente. Tenía una relación cordial y
desinhibida con Tosi. Pero mientras filmaban
en Lucca, Tosi recibió un ofrecimiento
de Visconti para hacer el vestuario y la
escenografía de La posadera, (La locandiera)
de Goldoni, que se iba a ofrecer en la
Bienal de Venecia. La puesta representaría
a Italia. “Yo no podía aceptar porque estaba
comprometido con Soldati”, recuerda con una sonrisa Tosi. “Era un alivio, tenía
la excusa ideal para negarme. Necesitaba
cierto descanso. Visconti había contratado
a Rina Morelli, una de sus actrices
preferidas para el papel de la locandiera,
a Paolo Stoppa para hacer del marqués
de Forlipopoli, y a Marcello Mastroianni,
que era jovencísimo, como caballero de
Ripafratta. Visconti se hubiera resignado
a que yo no participara del proyecto, pero
el que no se resignó fue Stoppa. Éste le
mandó una carta a Giulio Andreotti, que
habría de convertirse en el político más
influyente de Italia durante décadas. En
ese entonces, 1952, Andreotti, ya tenía
un cargo importantísimo en el gobierno.
Era una especie de ministro de la cultura.
Stoppa le explicaba en ese mensaje que el
honor de los artistas italianos se jugaba en
esa puesta de Goldoni, que todo el mundo
iba a tener los ojos clavados en la Bienal.
Andreotti, a su vez, les escribió a los productores
de La provinciana para que me
cedieran. Y debí abandonar a Soldati para
trabajar con Visconti”.
Tosi es muy modesto para decirlo,
pero la versión de La locandiera de Goldoni
que montaron con Visconti se convirtió
en un hito en la historia de la escena
mundial. La puesta cambió la manera en
que se concebía el teatro del siglo XVIII y
las obras de Goldoni. Hasta entonces los
actores en esas piezas se movían más
bien como si interpretaran un ballet que
una obra de prosa. Visconti, |
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en cambio,
creó su puesta de un modo más realista.
La escenografía y el vestuario debían ser
una combinación del universo clásico y
del moderno.
Tosi explica: “Luchino había
pensado que el escenario y los trajes
tenían que verse como una fusión de
Longhi, el pintor veneciano del siglo XVIII,
y de Giorgio Morandi, uno de los artistas poritalianos
más importantes del siglo XX.
Los colores debían ser sobre todo los
de Morandi, más bien suaves. Visconti le
había ofrecido a Morandi que él realizara
todos los aspectos visuales de la versión,
pero éste le había contestado que jamás
iba al teatro y no se sentía capacitado para
una tarea semejante. Ante la insistencia
de Visconti, aceptó ver los bocetos una
vez realizados y dar su opinión. Una vez
que Luchino y yo tuvimos hechos los
dibujos, viajé a Bolonia para mostrarle
todo a Morandi. En realidad, yo no estaba
del todo de acuerdo con las decisiones
de Visconti. Le había dado a conocer mi
parecer, pero él no me había hecho caso.
Cuando me encontré con Morandi y éste
vio la carpeta, me dio la razón. Entonces le
pedí que escribiera en cada hoja de papel
donde estaban dibujados los escenarios y
las ropas, lo que, según él, debía ser cambiado
y pusiera su firma en cada página. Lo hizo.
Cuando regresé y Visconti abrió
la carpeta, miró aquellas observaciones y
aceptó, sin comentarios, todo lo que antes
había rechazado”.
La locandiera tuvo un éxito extraordinario
y el espectáculo salió en gira por
Europa. La noche de la première en París,
según cuenta Tosi, estaba toda la alta
sociedad: desde los duques de Windsor,
los vizcondes de Noailles y los Rothschild,
hasta la Begum, la esposa del Aga Khan
y Jean Cocteau.
También se encontraban
las estrellas de la época: Laurence Olivier
yVivien Leigh, Gloria Swanson, Jean-Louis
Barrault, Edwige Feuillère, Jean Marais.
De pronto, llegó Gina Lollobrigida. Rina
Morelli, “la locandiera”, era una gran actriz,
pero sabía que no era hermosa. |
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Tosi, que
estaba en el camarín de Rina, asistió
al momento en que alguien cometió la
indiscreción de comentarle la presencia de Gina: “Cuando la Morelli se enteró de
que en la sala estaba Lollo, exclamó con
desaliento: ‘¡Ah!’Y mientras se miraba al
espejo, se lamentó: ‘Ella debería haber
hecho este papel’. La actuación de Rina en
esa función fue memorable, pero hizo algo
que jamás volvería a hacer.
Al final de la
obra, tenía una escena estupenda. Debía
decir un monólogo mientras planchaba y,
en cierto momento, sus palabras se mezclaban
con las campanadas de la iglesia,
que creaban una sensación espacial y
auditiva muy intensa. Rina jamás desobedecía
a Visconti. Pero esa noche era como
si hubieran crecido su voz y hasta su estatura.
Se la veía casi hinchada. Cuando estaba
por terminar el monólogo, abandonó el
puesto que le había marcado Luchino, se
adelantó hasta el proscenio y allí terminó
su parrafada, mientras el repique y la luz
la envolvían.
La música de su voz flotaba
por encima de las campanas y fue como
si ella misma se hubiera echado a volar.
La
sala entera se puso de pie y la ovacionó.
‘¡Brava, brava!’, le gritaban. Rina se inclinó
para saludar. A pocos metros, también de
pie, aplaudiéndola, vio a Lollobrigida”.
Anécdotas de película
Otro de los hechos artísticos que marcaron
una época en el cine italiano y en
la producción de Visconti fue Senso. Era
una película de época en la que se narraban
acontecimientos del Risorgimento, la
unificación de Italia. El libreto, basado en
un relato de Camillo Boito, un escritor del
siglo XIX, narra la pasión entre la condesa
Serpieri (Alida Valli), una partidaria de la
unificación, y un oficial austríaco (Farley
Granger). Ella traiciona sus ideas por ese
hombre al que le entrega el dinero de los
patriotas, del que era custodia. Después
denuncia a su amante, desengañada por que ha comprendido que el austríaco sólo
la usó para desertar, ocultarse y pagar
sus deudas de juego. |
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Hacía poco que
Visconti había dirigido en teatro Un tranvía
llamado deseo , la obra de Tennessee
Williams.
Quizá por eso contrató al autor
norteamericano para que escribiera, junto
a Paul Bowles, los diálogos de la película.
Al principio, Visconti había pensado en
Ingrid Bergman y Marlon Brando para los
papeles principales.
La realización de Senso le reveló aTosi
la diferencia de criterio entre los europeos
y los norteamericanos.
Cuando habla de
ese episodio, uno puede advertir hasta
qué punto ama la belleza romántica, exaltada
y hasta qué punto encarna un mundo
y una estética en la que el refinamiento,
el gusto, estaban signados por las huellas
del trabajo y de la sangre de los hombres.
Tosi no puede prescindir de la apreciación
de las texturas en las obras de arte, necesita
que la muerte y la finitud dejen su
sello de trágica nobleza en cualquier producción
cultural, realizada por otra parte
con fanatismo por la perfección. “Luchino
insistió tanto para que se contratara a
Brando que los productores aceptaron
que se le hiciera una prueba.
Imagínese
usted: una prueba a Brando. Fue inútil.
En esos años, Marlon parecía un chico,
tenía la sonrisa y la mirada de un chico.
Su cuerpo era de proporciones perfectas,
algo que después perdió. Una noche,
Visconti organizó en su villa de la via
Salaria una comida en homenaje a Brando.
Marlon se mantuvo más bien silencioso.
El salón en el que estábamos había unos
pocos peldaños que servían de ingreso al
comedor, eso permitía que las mujeres se
lucieran al bajarlos. Cuando casi habíamos
terminado de cenar, apareció Lucia Bosé,
la madre de Miguel, el cantante. Todavía
no se había casado con Dominguín.
Era
en 1954. Nunca hubo una estrella italiana
tan hermosa como Lucia en esos años.
Tenía una ventaja sobre las otras estrellas:
era tísica. Su piel tenía una palidez
que sólo la enfermedad produce, pero
la fiebre por momentos le arrebolaba las
mejillas. |
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Uno veía que un color rosado le
brotaba lentamente, como si se inflamara
o estuviera iluminada por dentro. Los ojos
le brillaban con la luz intensa de las tuberculosas.
Ese tipo de hermosura tan frágil
y tan apasionada se terminó. Mi querido
señor, los antibióticos mataron la belleza”.
Y después de esa frase inmortal, Tosi continuó
satisfecho: “Lucia se sentó al lado
de Brando, se sirvió una pera, la peló, la tomó en la mano y se puso a lamerla y a
mordisquearla, mientras le clavaba los ojos
a Marlon. ¡Usted no se imagina todas las
cosas que se le pueden hacer a una pera!
¿Y sabe cuál fue la reacción de Brando?
Miró a Luchino y preguntó ‘¿Es virgen?’,
señalando con un movimiento de cabeza
a Lucia”.
Tosi conserva un recuerdo emocionado
de otra estrella del cine italiano,
Silvana Mangano, que se había hecho
famosa por el papel protagónico de Arroz
amargo. También Silvana, como Brando,
tenía según el diseñador un cuerpo de
proporciones perfectas. “No le gustaba
que la convirtieran en un ícono sexual. Fue
modelando su cara. Terminó por ser una
belleza abstracta, distante, lunar, que se
prestaba para convertirla en una especie
de sacerdotisa fría, hierática. Así apareció
en el episodio de Las brujas, dirigido por
Visconti. Pasolini en Teorema utilizó la
cara de Silvana del mismo modo. Tuve
una experiencia muy curiosa con ella.
Fue durante la realización de Muerte en
Venecia. Ella se alojaba en el Hôtel des
Bains, el mismo en el que se hacía la película.
Una noche, Silvana y yo estábamos
en la habitación de ella. La preparaba para
una toma. Abajo, en la terraza, se estaba
filmando una escena en la que unos
músicos vagabundos, payasescos, tocan y
bailan delante de los huéspedes que descansan
en la galería. Silvana estaba frente
al espejo, en unos minutos debía bajar
para interpretar su papel de noble polaca.
Elegía las joyas que debía ponerse. De
pronto, tuve una sensación de irrealidad.
En esa habitación del Hôtel des Bains, una
mujer espléndida se vestía para bajar a la
recepción. |
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Por la ventana abierta, era verano,
llegaban la música y los diálogos de la
planta baja y de los jardines, es decir, de los actores que interpretaban a los personajes
de Thomas Mann.
Por un momento,
fue como si, de verdad, yo estuviera contemplando
a la madre de Tadzio y hubiera
ingresado en el mundo de la novela.
La
ficción se había hecho realidad. Porque la
madre de Tadzio debió de haberse arreglado
como Mangano antes de bajar a los
salones, pero Mann no lo cuenta.
Y yo,
durante media hora, asistí a esa ceremonia
jamás narrada por el autor, pero que uno,
como lector o como espectador del film,
se imagina”.
Con Sofia Loren, las cosas eran muy
distintas.
Siempre había entre ella y Tosi
una discusión sobre el peinado. Loren
pensaba que su cabeza era chica y que
no se correspondía con las proporciones
del resto de su cuerpo, entonces se
empecinaba en aparecer con arreglos que
le dieran más volumen a su pelo.
Tosi no
estaba de acuerdo con ella y trataba por el
contrario de aplastar esa cabellera batida o
aumentada por el brushing.
Aún hoy, se ríe
cuando recuerda las artimañas de Loren:
“Fingía que aceptaba mi voluntad.
Cuando
estábamos a punto de filmar una escena,
yo me retiraba detrás de cámara después
de darle la última repasada a la ropa, al
maquillaje y al pelo de Sofia.
Ponían la
pizarra delante de la cara de ella para hacer
el ‘chiak’ que indicaba el comienzo de
la acción y Loren, nunca se sabía cómo,
pero usted puede imaginarse que semejante
mujer tenía dónde esconder cosas,
sacaba un peinecito y con una velocidad y
una destreza asombrosas, sin mirarse en
ningún espejo, de memoria, se daba tres
o cuatro toques en el pelo, se lo inflaba
y, al mismo tiempo, me sacaba la lengua
para burlarse, en el preciso momento en
que las cámaras empezaban a registrarla,
según su gusto, con un peinado el doble de grande del que yo había previsto”. |
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Relaciones peligrosas
La relación profesional con Fellini fue
para Tosi una tortura, más allá de la satisfacción
artística: “Los dos éramos indecisos.
Los dos, cuando se estaba por
empezar a filmar, queríamos cambiar algo.
Pero Federico era peor que yo. Ya estaba
todo planeado, decidido y, de repente,
me decía: ‘Tengo una idea’. Y Fellini tenía
miles de ideas por hora.
Con Visconti, una
vez que uno terminaba el trabajo del día,
no se volvía a hablar del asunto hasta la
jornada siguiente. Además, Luchino nunca
dudaba. Tratar con él, era como tratar con
un condottiero del Renacimiento. En cambio,
Fellini te consultaba todo el tiempo
y no daba tregua. Había que estar con él
desde la mañana hasta la noche hablando
siempre de la película. Me llevaba a
casa en un coche, se bajaba, entraba,
me seguía hasta mi dormitorio.
Yo me
desvestía, él no paraba de hablar; yo me
metía en la cama, él me arropaba como
si fuera su hijo, me daba un beso en la
frente y se despedía.
"Ciao, Pierino".
Me
dormía agotado y, a las cinco y media de la
mañana, me despertaba la vocecita aguda
de Federico desde el jardín, cuando todo
estaba todavía oscuro, que preguntaba:
‘¿Te despierto, Pierino?’ La nuestra era
como una historia de amor profesional.
El me quería, pero no era correspondido. |
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A pesar de toda la admiración y el
cariño que le sentía por él, lo evitaba.
Vivíamos cerca y cuando Federico estaba
por preparar un film, me buscaba por el
centro de Roma y yo me le escapaba. Él me corría detrás y me decía: ‘Pierino,
¿me haces un par de zapatitos?’. Hasta
llegué a circular disfrazado con peluca,
anteojos y solapas levantadas, para que
no me reconociera. En una ocasión, le
dije que sólo iba a trabajar con él, si no lo
veía, si nos comunicábamos únicamente
por intermediarios. Le pedí un escritorio
aislado. Me consiguió una oficina con una
hermosa vista, pero detrás del sillón de
mi escritorio, el primer día, noté que había
una puerta. La puerta se abrió y apareció
Federico. Esa vez, aguanté setenta y dos
horas, y yo, que me había ido de la casa
de mi madre cuando era un chico, volví
a ella desesperado, gritando: ‘¡Mamá,
mamá, ayuda!’ Puede imaginarse...”.
En una hora y media, lo que duró
esta charla, Tosi mencionó los nombres
más importantes de la cultura y del cine
europeos. Habló del recelo con el que
Pasolini lo llamó para que diseñara la ropa
de Medea. Temía que Tosi importara en el
mundo pasoliniano el espíritu de Visconti.
El diseñador le respondió con un alarde
de creación y de imágenes asombrosas:
basta ver las corazas de cuero revestidas
de piedras y de ramas de los soldados de
Medea para |
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comprender la originalidad y
el sentido plástico ilimitado de Tosi. No
hay el menor signo de decadentismo ni
de puesta lírica al modo viscontiano en la
ropa de ese film.
La serpiente que se muerde la cola
podría ser la perfecta ilustración de la
charla con Tosi. Hacia el final del encuentro,
sonó el timbre. Era uno de los discípulos
del diseñador, que lo asiste en
su cátedra del Centro Sperimentale de
Cinematografia de Roma. El discípulo
extrajo de una mochila las pruebas de
galera de un libro, Ejercicios sobre la
belleza.
El volumen debía de tener algo
más de 200 páginas en las que podían
verse fotografías de hombres y mujeres
vestidos, maquillados y peinados por
alumnos del Centro para representar un
personaje. Habían recibido la consigna de
crear imágenes que, por su sola sugestión,
contaran una historia. Al hojear esas
páginas, uno iba cambiando de países,
de épocas, de sentimientos, de géneros,
se pasaba del drama a la comedia, al
grotesco, a la tragedia. La tradición que
Tosi respiró en Florencia, la misma que él
transmite desde su cátedra y que hemos
admirado en sus películas, estaba en
esos cientos de fotografías concebidas y
realizadas por jóvenes para que la vida de
los hombres pueda ser contada y soñada
con toda gloria y verdad. |
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