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  Mayo 2007 | Nº174  
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La Maternidad al Día
El instinto se mantiene, pero el cariz cambia al hilo de los tiempos. Hoy conviven mil y una formas de entender el origen de nuestras vidas. Aquí, un homenaje a todas las madres.
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La Maternidad
AL DIA


El instinto se mantiene, pero el cariz cambia al hilo de los tiempos. Hoy conviven mil y una formas de entender el origen de nuestras vidas. Aquí, un homenaje a todas las madres.

Por: Vicente Verdú. Fotos: latinstock.







Si el matrimonio, la pareja o la familia han cambiado, sería incoherente que la maternidad se mantuviera incólume. Ha resistido la raíz del instinto maternal, pero su cariz ha variado notoriamente.
Hubo una maternidad anterior a la familia nuclear; otra, en los 30 o 40 años después de la Segunda Guerra Mundial, y otra más ahora, cuando la familia ha girado de la fijeza a la flexibilidad y del patrón general a las versiones particulares.
La familia nuclear de mitad del siglo XX fue la que logró la máxima reverencia y santificación. Fue una familia que, a diferencia de la más vasta anterior, no se dirigía a la producción de bienes materiales, sino de bienes y hábitos morales. Lugar propicio para una cálida acogida en el momento del individualismo y de la urbanización veloz, refugio amoroso y curativo, económico y religioso, cuando la sociedad trastornaba su estructura rural y la familia extensa se desvanecía en la formidable migración a las ciudades.
La madre fue el eje sentimental de este núcleo sagrado donde se redondeó el dorado concepto del hogar.
La madre dejó de ser la matrona, auxiliada por parientes y sirvientas, para actuar como una superagente doméstica, superobrera de la domótica y supermercado de la prestación sentimental. Entretanto, el padre seguía alzado como figura de fondo y su sombra bastaba para concederle porque, a fin de cuentas, continuaban dependiendo materialmente de él.
A la madre le debían la vida natural, pero la continuidad de la supervivencia dependía de los aportes económicos. La maternidad imponía la gestión interior mientas el espacio exterior por entero se hallaba dominado por el mundo de la masculinidad. Si las mujeres tenían prohibida la entrada en bares y casinos, igualmente quedaron invalidadas en todo lo referente a la conversación con varones. Su maternidad se vivía diferencialmente y solitariamente, puesto que las ocupaciones marcaban con firmeza la separación entre lo privado y lo público.

Varones a la Vista

El mayor cambio en la maternidad se produce, sin embargo, el día en que de una manera tan retórica como simbólica, en los años ‘70, los hombres son requeridos para asistir a los partos y, sobre todo, a acompañar a las mujeres en los rarísimos ejercicios de respiración. El hombre no daba a luz, pero no podía consentirse que permaneciera a oscuras.
Esta incorporación al nacimiento de los bebés llevó ineludiblemente a cuidar del bebé. Poco a poco, sigilosamente, la mujer cedió –en coherencia con su vindicación igualitaria– tiempos de ternura y alimentación láctea, momentos de una felicidad que iba disolviendo la acartonada figura del padre.
Así, mientras la mujer iba ganando empleo en las oficinas, el hombre fue degustando, aun a pequeños sorbos, lo mejor del hogar. No fregaba los platos, pero encontró un placer alegre en fregar al niño; no hacía las comidas, pero se deshacía ofreciendo la mamadera. La madre gobernaba el conjunto de la organización, pero, dentro de ella, la delegación de funciones fue rebajando la interdependencia con el hijo hasta que padre y madre asumen la crianza como una misión conjunta y hasta asisten en pareja a las insufribles consideraciones que en todos los colegios, públicos o privados, corren a cargo de las sicólogas diplomadas.

Nuevos Principios


El hijo es de los dos, se planea por los dos, y los dos se conjuran teóricamente para repartirse las tareas. Éstos son los nuevos principios. La madre sigue recibiendo una dosis importante de su identidad a través de la maternidad, pero incomparablemente menos decisiva que hace medio siglo. Hace apenas cincuenta años, las mujeres estériles eran “yermas” al modo lorquiano, tierras duras o maldecidas que soportaban una penitencia social e individual. Ahora, estas penas se han aliviado a grados impredecibles y la adopción no sólo ha crecido como solución subsidiaria, sino como una digna y delicada moda. No como una pragmática racional, sino como un verdadero arte existencial en la línea de animarse a “redecorar la vida”.
Jóvenes que hoy desean un hijo gozan también la ilusión por adoptar a un bebé chino. El mismo Brad Pitt se ha visto a punto de romper con Angelina Jolie al comprobar que ama más a sus hijos adoptados, uno camboyano, otro vietnamita y otra etiope, que a su hija biológica. Los adoptados han ganado enorme consideración porque si no traen, como fue tradición, el pan bajo el brazo, aportan un aura de solidaridad y estilo globalizador como no se habría imaginado. De hecho, el glamour de la adopción se hunde deplorablemente si el adoptado es de la propia nación o comunidad y brilla, en cambio, cuando procede de lugares remotos y mediáticos.

Hijos a la Carta


ADIÓS A LOS DOLORES BÍBLICOS Y AL SACRIFICIO BURGUÉS DEL SIGLO XIX. SER MADRE, HOY, ES UNA TAREA MUY DISTINTA. Y LOS PADRES TIENEN MUCHO QUE VER CON ESO.

Ser madre va perdiendo, además, el carácter sacrificial del mejor periodo burgués. Ni se concibe ya entre los valiosos dolores bíblicos ni la concepción calca la voluntad de Dios. Los hijos se eligen para una fecha concreta, puede determinarse el sexo y el número, puede intervenirse genéticamente, y el próximo horizonte de la biotecnología promete que las mujeres procreen sin la intervención de un hombre, presente o ausente, vivo o muerto. De este modo, el hijo será un bien absolutamente materno, no gestado en el vértice de ningún amor o en la cópula de dos sexos, sino en la voluntad amorosa de un genital único.
El niño de este modo será recibido como bien exclusivamente mío o para mí que acaso evoque –cerrando el bucle– la solitaria intimidad de la madre en los tiempos más duros de la jerarquía machista. Aunque seguramente ni eso.
Por el momento, el niño concebido o por concebir ha adquirido una insólita significación entre los treintañeros que afecta a la naturaleza de la maternidad (o la paternidad) en el siglo XXI. Fatigados y aburridos en trabajos sin interés, desengañados de su propia cotidianidad, el niño que nace se convierte en un centro jubiloso que devuelve sentido a los días. La madre es la madre siempre, pero el padre se maternaliza rebuscando en ese entrañable y divertido ser la gratificación que le niega la rutina. Es duro decirlo, pero el niño ha logrado la condición de objeto supremo. Un bien de lujo al que no le faltan los altos presupuestos económicos, los meticulosos controles de calidad, el seguimiento y potenciación de sus prestaciones más el servicio de enfermeras especializadas para velarlos a domicilio y hasta disponerlos después para ir al colegio.
El niño, cuesta aceptarlo, se erige, dentro de la omnímoda cultura de consumo, en el máximo bien. Un bien al alcance prácticamente de todos y que, más allá de sus ricos aportes de amor, brinda, garantizadamente y cada vez más, un surtido de desciframientos, riesgos y aventuras extremas que superan con diferencia los episodios, pasajes e intrincados argumentos de cualquier famoso videojuego.

(El País de Madrid. Derechos Exclusivos)


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