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Entrevista a Francis Mallmann
El célebre cocinero argentino habla...

FUEGO INTERIOR
A punto de iniciar otro verano en sus feudos de Garzón, el célebre cocinero arGentino Francis MallMann cuenta qué cosas encienden hoy su pasión, comparte las manías que heredó de sanGre uruGuaya y ofrece un particular punto de vista sobre las mujeres de este país. a la mesa, por favor.

POR MARCELLO FIGUEREDO FOTOGRAFÍAS: RICARDO FIGUEREDO

Quisiera comenzar preguntándole por qué Uruguay. Por qué el romance de larga data con José Ignacio y por qué este amor más reciente por Garzón, donde ya lleva instalado un par de años.
–Primero porque soy medio argentino y medio uruguayo. Mi madre es uruguaya, y de chicos veníamos mucho a Montevideo. Mi abuela materna, Mercedes Ponce de León, a quien le decíamos Tatá y a quien yo quise muchísimo, vivía en la Ciudad Vieja, en un edificio de 25 de Mayo y Juncal. Abajo había un bar que hacía un fainá riquísimo. Veníamos en el Vapor de la Carrera a pasar la Navidad y parte del verano. Ésa es una primera etapa uruguaya que tiene que ver con mi infancia. En una segunda etapa, más adelante en el tiempo, me contactaron Olga Santayana y Horacio Artagaveytia, a quienes yo no conocía. Me llamaron por teléfono a Bariloche, donde tenía un restaurant, y me dijeron que querían abrir una posada en un pueblo junto al mar que se llamaba José Ignacio. Eso fue en el invierno de 1977. Vine a ver José Ignacio y me encantó. Pasé mis primeras noches en la casa de Eduardo Strauch, en una calle en la que sólo había dos casas. José Ignacio era un campo. Llegado el verano abrimos la Posada del Mar, que tuvo gran éxito. Olga y Horacio apostaron realmente a la calidad. Le encargaron el proyecto y los muebles a Jaime Escala, un arquitecto catalán genial; mandaron a hacer la vajilla a Bariloche, y compraron los cubiertos y las bandejas en el remate de un hotel uruguayo lindísimo. Primero fui contratado, después asociado y en algún momento de los años 80 empecé a alquilar el lugar, que luego se convirtió en Guess, un sitio más

informal, más joven, menos caro y menos lujoso, en el que el fuerte eran los almuerzos y los atardeceres. Simultáneamente abrí Los Negros, que primero fue un restorancito muy chico y luego fue creciendo. Freddy Green se quedó con Guess y yo me dediqué a Los Negros, que se vendió este año.

–¿Añora algo del pueblo que todavía no había sido descubierto por la movida?
–¡Qué se yo! La nostalgia es acordarse del aguatero, o de las llamadas telefónicas a manivela y a través de operadoras que nos escuchaban todas las conversaciones. Me acuerdo que se decía que los negocios inmobiliarios eran soplados por esa gente. Bien cosa de pueblo. No había agua, no había luz, no había puente. Trabajamos durante años con grupos electrógenos. Los clientes llegaban dando toda una vuelta por la ruta 9 o, cuando el tiempo lo permitía, los cruzábamos en un botecito por la laguna. Como usted dice, fue un romance.Y yo tuve la suerte de haber sido invitado a participar de ese proyecto por Olga y Horacio, que son los verdaderos precursores de José Ignacio. Ellos; un alemán que se llamaba Brandt, que tenía muchas tierras cerca del faro y le regaló un pedazo a Mirtha Legrand, donde ella se hizo su casa; y otra persona muy olvidada que merece ser recordada: el señor Penadés, que financió el puente con su bolsillo, quedó muy endeudado y no disfrutó su obra.

–¿Y Garzón, que es un descubrimiento más reciente
en su vida?

–En realidad yo conocí Garzón en la misma época, aunque por otras razones. Yo le había alquilado un ranchito en José Ignacio a mi hermano, que venía con su familia de Bariloche. Se suponía que el ranchito debía tener agua y no tenía. Nos peleamos con el dueño y fuimos citados en Garzón por el juez de Paz para dirimir la situación. Vine al pueblo esa primera vez, pero obviamente no lo vi, no lo miré. Con el correr de los años seguí viniendo, porque mi amigo Guzmán Artagaveytia conocía a unos picapedreros que cortaban granito y veníamos mucho a comprar piedras a las sierras. Pasábamos muchas veces por el pueblo, pero nunca como destino. En algún momento de los años ’90 le dije a Guzmán que quería hacer algo acá, y Guzmán me sugirió que no. “Vas a arruinar el pueblo”, me dijo. Pasaron los años, vi que José Ignacio se convertía en lo que se convertía y, tal vez ya pensando en la retirada de Los Negros, quise empezar algo nuevo. Garzón cada vez me gusta más. Creo que tiene mucho futuro. Todavía no como un gran negocio, porque de pronto pasa un mes entero sin que nadie entre a tomar un café, pero nosotros igual estamos abiertos. Es duro: no sólo económica, sino también moralmente. Pero José Ignacio también era así. Cuando decidimos abrir Los Negros todo el año, pasaban semanas enteras sin que entrara nadie.

–Volviendo por un instante a sus raíces maternas, cuénteme sinceramente qué cosas le gustan y qué cosas le disgustan de los uruguayos.
–De chico Montevideo me provocaba cierta tristeza. Diría que Montevideo me pesaba. Pero me gustaba mucho. Me gustaba la playa. Íbamos en colectivo a la Ramírez y nos encantaba. No se olvide que yo venía de las montañas, el frío, el viento y la nieve de Bariloche, y llegaba a la casa de mi abuela, donde por el calor del verano siempre estaban las cortinas cerradas. Siempre estaba todo en penumbra. Había cierta nostalgia, y eso de chico me costaba un poco. Hoy diría que lo

que más me gusta de Uruguay es su calidad humana. Su gente. La calidad de la gente con la que yo trabajo es algo muy difícil de encontrar. La mujer uruguaya trabaja mucho y bien. Más que el hombre. Si miro para atrás, a lo largo de estos treinta años que llevo trabajando aquí, veo eso. La mujer uruguaya es muy trabajadora. El hombre es más vago. Me puedo equivocar, pero creo que la mujer es el sustento de este país.

Paisajes del alma

–Además de ser una innegable manifestación cultural, la gastronomía se posiciona, cada día más, como el terreno de lo aspiracional, casi como una manifestación de estatus. ¿Qué siente cuando ve la cocina elevada a esa categoría?
–Soy un convencido de que la cocina es, antes que nada, un oficio. Está lejos de ser un arte. Está muy arraigada a la historia, a la geografía y a otra gran cantidad de cosas, es cierto, y en los últimos años ha experimentado una gran revalorización que la ha llevado a ser una interesante salida laboral para mucha gente, sobre todo en Sudamérica, que tiene un capital monstruoso en la industria del turismo: su geografía. La gente joven ya no siente la vergüenza que nos hacían sentir a nosotros cuando empezamos a ser cocineros. Nos decían que éramos unos mariquitas de delantal. Es verdad que hoy se ha llevado a la cocina a un lugar demasiado alto. Ha estado muy demoda, y como todas las modas, tiene sus problemas de calidad. Si a eso usted le suma la globalización e internet, en apenas un año un chico joven puede estar con un cuchillo en la mano mezclando alegremente cocina rusa con tailandesa. Hay una cierta falta de respeto hacia la historia y la cultura, pero cada uno hace lo que le parece. Si quiere mi punto de vista, yo soy muy crítico de lo que está pasando con la cocina hoy.

–¿Qué lo ha inspirado, en los últimos años, a retornar a una cocina más básica, más sencilla, en detrimento de los platos muy elaborados con que suelen alardear muchos chefs?
–Ése es el lugar donde me siento más cómodo. Yo también fui joven, tuve mis sueños, viajé a Francia, me formé allá, aprendí mucho, y copié mucho y mal. En determinado momento uno entiende que crecer significa descubrir las cosas que realmente le gustan. Y a mí lo que me gusta es el lenguaje de las cosas más sencillas, más cotidianas, que a veces pueden ser las más complicadas. Porque las cosas sencillas no están disfrazadas. Las cosas complejas y elaboradas suelen tener muchas capas que te permiten esconder, tapar, confundir y no ser claro. Pasar por una etapa así es parte de la formación de un cocinero, como de cualquier profesional. Cuando uno empieza suele admirar a alguien y copiarle. Pero es muy difícil copiar bien.

–del mismo modo que se advierte un regreso a las fuentes en su cocina, uno también percibe que ciertos bon vivants como usted parecen estar de vuelta de muchas sofisticaciones. ¿en qué consiste hoy, desde su punto de vista, el buen vivir?
–Los dos grandes lujos, que a la vez son los más simples, son el tiempo y el espacio. Entrar a una casa que tiene un pasillo ancho es un lujo magnífico. Entrar a un hotel en el que uno tiene que caminar sesenta metros por un pasillito angosto, cargando las valijas, no es lo mismo que entrar a un viejo hotel donde hay espacios infinitos. Hoy en día, lacalidad de vivir tiene que ver con

eso: con el espacio, con el tiempo y con la forma de disfrutar los muchos o pocos recursos que uno tenga.

–A propósito del disfrute del espacio, y habida cuenta de que usted cultiva una clara relación entre la gastronomía y la geografía, ¿qué paisajes del mundo le resultas más seductores?
–Mi corazón está en la Patagonia. Yo me crié ahí y siento hasta hoy una atracción fortísima por ese lugar. A mí me gusta la vida al aire libre. Ya no me atraen para nada las grandes ciudades. Ya no tengo la ilusión de abrir un restaurant en Nueva York, en París o en Londres. Ni aunque me lo regalen.

–Mirándolo cocinar en sus programas del canal Gourmet uno siente que usted disfruta mucho la soledad. ¿esa búsqueda de escenarios alejados y tranquilos tiene que ver con un estado de ánimo, con una postura contra la globalización o con qué otra cosa?
–Cuando uno crece, elige. Ésa es una de las cosas más lindas de crecer. Uno empieza a ponerle límite a las cosas que durante mucho tiempo hizo porque las debía hacer, o porque le convenían a su trabajo. Por ejemplo, en los últimos tiempos he dejado de ver a muchas personas, y cuando las reencuentro les digo tranquilamente: “no me interesa verte más. No tengo nada en contra tuyo, pero no tengo nada para decirte, nada que compartir con vos”. Usted mencionaba la soledad. A mí me encanta, es cierto. Es peligrosa: a veces asusta, a veces lastima, pero es un lujo. Durante años organicé viajes con muchos amigos y con mucha gente a mi casa de la Patagonia, pero hoy en día ya no me divierte, no lo puedo hacer más. He perdido la paciencia. Ya no tengo ganas de sentarme a una mesa con alguien porque sí. Voy con la gente que me interesa.

–¿eso tendrá que ver con el paso del tiempo? ¿Qué edad tiene usted?
–Tengo 52 años, pero empecé a sentirme así a partir de los 40. Yo siempre trabajé mucho, siempre fui muy ambicioso. Sigo teniendo muchas ambiciones, pero no tengo más ganas de mentir. No quiero estar en situaciones que no me gustan. No tengo ganas de decirle a una mujer que voy a ser fiel para toda la vida porque sé que no lo voy a ser. Crecer tiene que ver con conocerse más. A determinada edad, uno tiene que decidirse a ser como es.

Pasiones de vida

–sigamos hablando de sus pasiones personales, entonces. A usted le gusta mucho la literatura, y de hecho escribe poesía. ¿Qué libros le resultaron más inspiradores como cocinero?
–Dos o tres. La cocina es mucho más que recetas, de Alain Chapel, que escribió un único libro en toda su carrera y con quien yo trabajé; Ma cuisine, de Raymond Oliver, que es un libro más técnico y que sigo usando mucho; y en la época más moderna los libros maravillosos de Rose Gray, la dueña del River Café de Londres, y los cuatro libros de otra inglesa fantástica, Elizabeth David.

–¿Y qué tanto lo ha inspirado
el cine?

–El cine es mi universidad, porque yo no estudié: fui al colegio hasta los 13 años y nunca más. Pero todas las mañanas veo una película en DVD. Me despierto muy

temprano, y entre las cinco y media y las siete y media de la mañana, antes de desayunar, veo siempre una película. Me gusta mucho el cine viejo: Fellini, Passolini, Visconti, Bergman, los alemanes... Me gusta mucho el cine intelectual. Me encantan las películas en que dos personas dialogan durante horas. No encuentro mucha compañía para verlas, pero me gustan mucho. El cine me inspira mucho en todo sentido.

–¿Es cierto que en sus ratos libres cose ropa?
–Sí, me gusta mucho coser.

–Cuando dice coser, ¿se refiere a arreglarse su ropa o a hacerse ropa nueva?
–Más bien a arreglar, a emparchar, y a hacerle algunas cosas a mis hijas. Es por épocas. Pero sinceramente, es una de las actividades que me hace más feliz.

–¿Y de quién heredó ese gusto por la costura?
–De mi abuela uruguaya, que tenía un pequeño taller en su casa. Ella me enseñó a coser y a tejer. Tatá, o Chucha, como le decían sus amigos, iba a Bariloche, se instalaba todo febrero, nos zurcía todas las medias rotas y nos hacía los sweaters de invierno para ir al colegio y a esquiar. Se pasaba un mes tejiendo y hablando. Era maravillosa. Tenía esa cosa fantástica de la charla que se da cuando uno está cosiendo, tejiendo... o cocinando. Cuando uno está cocinando puede hablar de cualquier cosa, o pensar en cualquier cosa. La costura y la cocina tienen mucho en común. A mí me gusta mucho cocinar y me gusta mucho coser a mano.

–¿Cómo convive ese gusto por lo artesanal que anida fuertemente en usted con el hombre de negocios?
–¡Ah! ¡Se llevan muy mal! Se han peleado muchísimo y se siguen peleando permanentemente. Ya le dije que yo he sido muy ambicioso, pero no en el sentido de tener una cuenta con mucho dinero en el banco, cosa que nunca tuve. A mí siempre me interesó hacer muchas cosas: viajar, ver el mundo, acceder a las cosas que me gustaban. Durante mucho tiempo hice cosas que me convenían comercialmente, como mantener casi 20 años en el aire un programa de televisión, o aceptar consultorías en restaurants que no me interesaban y sabía que no iban a funcionar. En los últimos años eso ha ido cambiando, y hoy no puedo hacer nada que no me guste o no me convenza. Creo que la única forma de crecer en el trabajo es con romance. He tenido la suerte de conocer clientes extremadamente poderosos y ricos, y siempre he querido preguntarles: ¿existe el romance en tu banco?, ¿existe el romance en tu trabajo? Nada puede perdurar sin romance, por exitoso que sea. Y volviendo a mí, el artesano se ha peleado mucho con el hombre de negocios, entre otras cosas porque yo no tengo formación en negocios. Los aprendí a los ponchazos, con enormes errores y fallas administrativas. Me dio mucho trabajo aprender a ser un gerente.

–¿Y cuántos negocios tiene hoy en el mundo ese gerente? ¿Cuántos restaurants tiene abiertos?
–Cuatro: Garzón; Patagonia Sur, en Buenos Aires; La Cocina, en Bariloche; y 1884, en Mendoza.

–Cuatronegocios para alguiena quien le cuesta ser gerente no está nada mal...
–No, pero llegué a tener nueve.

–¿Y cómo se lleva con el dinero?
–Soy bastante poco respetuoso. Lo uso para mí, para otros, para lo que haga falta. Nunca tengo nada ahorrado. Siempre estoy haciendo cosas, y cuando tengo un remanente hago más: compro una casa, pongo un restaurant, mejoro una cocina. Tengo propiedades y vivo muy bien, pero nunca tengo un peso.Y no creo en el ahorro. Entre otras cosas,

porque no tengo ningún miedo de volver a empezar. No tengo miedo a caer. Sé que todo lo que sube, cae. Nada dura. A mí ya me ha pasado muchas veces. Y lo disfruté. Yo creo mucho en la adversidad. Para mí ése es el camino. Lo fácil no tiene gracia. Por supuesto que me gusta la calma, pero la adversidad también es fantástica. Trae cambios, trae lo posible.

Sabores del mundo

–¿Qué es lo más rico que ha probado en su vida?
–Muchas cosas, pero tal vez un arroz iraní crocante que comí hace algunos años en París, o unos pescados a la sal maravillosos que probé en Sevilla, o tantas carnes asadas que he comido por ahí. Me encantan las pastas, las carnes, los pescados, las verduras. Soy un comilón, me encanta comer.

–¿Y lo más feo que le ha tocado en suerte probar?
–Lo más feo siempre está relacionado con lo rebuscado, con lo arrogante. Cuando me siento en un restaurant y me traen un plato que está lleno de palitos y tiene siete verduras distintas y una salsita por aquí y otra por allá, no lo puedo ni comer. Es un lenguaje que no me gusta.

–¿Qué lugar queda para las cocinas locales o regionales en un mundo tan globalizado que sirve platos idénticos en los cuatro puntos cardinales?
–Yo creo que vamos a volver a lo local. Los ciclos de aprendizaje suelen conducir al punto en el que uno empezó. Hoy hay tanta innovación como confusión. Curiosamente, en el último medio siglo, los ciclos de la cocina han durado promedialmente diez años. La cocina clásica de los 50, la cocina francesa en los 70, la italiana en los 80, la asiática en los 90... y hoy es España.

–¿Le gusta Arzak, por ejemplo?
–Sí, es uno de los españoles que más me gusta. No soy un gran amigo de la cocina de laboratorio. Adrià, que es el que la inventó, es un genio. Pero hay mucha copia mal hecha, como hice yo cuando era joven.

–¿Cuáles son los mejores restaurants del mundo en los que ha comido últimamente?
–Zuni Café, en San Francisco; Il Buco y Prüne, ambos en Nueva York; L’ami Louis, en París, La Carbonara, en Roma; Casa Lucio, en Madrid; y el River Café, en Londres.

–¿Y dónde se ha llevado los mayores fiascos?
–La verdad, hoy en día ya no corro riesgos. Ya no corro detrás de las estrellas. Busco los lugares nuevos en los que sé que cocinan lo que me gusta y, en general, no me decepciono.

–¿Dónde llevaría a un amigo a comer en Buenos Aires y dónde en Punta del Este?
–En Punta del Este lo llevaría a Andrés o al Bungalow Suizo. En Buenos Aires lo llevaría a Standard, en Palermo, donde sirven comida argentina de cantina con una gran calidad.

–¿Cuál es el país más rico del mundo en términos de sabores?
–Dejando fuera toda Asia, que aunque he ido muchas veces no la conozco en profundidad, yo diría que está muy reñido entre España, Francia e Italia.

–¿Qué tenemos los uruguayos, en términos gastronómicos, que no tengan los argentinos?
–El fainá, que creo es de herencia portuguesa y no sé cómo llegó hasta aquí, y los chivitos, que son una maravilla uruguaya.

–¿Cómo tiene que verse una mesa para que lo que se luzca realmente sea la comida que preparó el cocinero?
–El plato tiene que ser blanco. No puede ser de otro color, porque el blanco es el color más respetuoso con la comida. Pero yo creo mucho en la escenografía, en la puesta en escena. Me gusta mucho armar lugares y situaciones. Creo en esa magia, en ese misterio. El que se sienta a una mesa lee muchas otras cosas mientras come. Hay toda una línea que conduce a disfrutar de un rico plato, ya sea debajo de un árbol o en un fantástico restaurant de París. Las dos cosas te pueden dar la misma felicidad si el lenguaje es el coherente, el adecuado.Y volviendo al tema del dinero, lujo y calidad son dos cosas que no se pueden comprar. Puede haber un señor con mucha plata, que quiera poner el mejor restaurant del mundo e invertir cien millones de dólares, pero si no hay un alma detrás no le va a salir bien. Es lo que pasa en los grandes hoteles de Oriente. Son inversiones monstruosas, tienen canillas de oro, pero uno entra y siente un vacío enorme. Y de pronto uno entra a un bolichito perdido de Malasia, donde hay alma y es maravilloso. Eso no se compra.

–¿Qué lugar ocupan hoy los buenos modales en el mundo? ¿Qué cosas se deben y no se deben hacer frente a una mesa?
–El tema es éste: si uno debe sentarse a comer un día con un rey y al otro día con un campesino, la ventaja la lleva el que tiene toda la información de los buenos modales y puede dar los pasos hacia atrás, desandar el camino y hacer todas las cosas que están mal. Hace mucho tiempo, entrevisté en Londres, para mi programa de televisión, a Terence Conran. El hombre, que en ese momento era lo más top de Inglaterra, llegó de corbata pero con una camisa totalmente deshilachada. Yo me di cuenta que estaba desandando la elegancia de una forma fantástica. Estaba dando todo un mensaje. Con los modales pasa lo mismo. El que sabe comer con un rey, pero es capaz de dar vuelta la historia y sentarse a comer mal con un campesino, lo hace de una manera maravillosa. Es como ver una obra de teatro.

–Quisiera terminar haciéndole un par de preguntas que me gusta formularles a los cocineros cuando hablo con ellos. El día del Juicio Final, ¿usted debería rendir cuentas básicamente por goloso o por algún otro pecado capital?
–¿Cuáles eran los otros?

–Ira, envidia, avaricia, soberbia, pereza y lujuria.
–He sido soberbio. Soy perezoso. Nunca he sido avaro ni envidioso. Lujurioso sí. Por ese pecado sí debería rendir cuentas... tal vez más que por goloso.

–¿Y cuál es el último gusto que quisiera llevarse en la boca?
–El haber podido convivir con el silencio.

–Hagamos silencio, pues.