De ellas se esperaba que supieran bordar y tocar el piano. Que se casaran vírgenes y practicaran el sexo a oscuras, sin intercambiar palabras y hasta con algo de ropa. Que fueran fieles hasta morir y jamás pasearan solas en ausencia de su marido. Dejaban de estar sometidas al padre sólo para pasar a manos del esposo. Con semejantes limitaciones al deseo, no es raro que la neurastenia y los desequilibrios emocionales florecieran como hongos en la Muy Fiel y Reconquistadora.
Pero el rígido escenario de Montevideo de comienzos del siglo pasado no pudo con un puñado de hombres y mujeres que vivieron a contrapelo de toda compostura, no se subordinaron a nadie, no renunciaron a sus instintos de libertad y protagonizaron amores intensos, algunas veces trágicos, siempre desafiantes de las convenciones morales de la época.
La abanderada del pelotón, para muchos, es Delmira Agustini. Un ser “sobre el que los dioses parecían haber dejado caer todos sus tesoros”, como dijo uno de sus admiradores. Para el máximo dandy criollo, Roberto de las Carreras, los ojos celestes de Delmira eran tan claros que parecía “cegada por la divina alucinación interior, por el andar de su espíritu por los cielos”.
Como muchas señoritas de su tiempo, ella pintaba y tocaba el piano. Pero también escribía versos eróticos, y en la mentalidad de la época no cabía que una mujer desnudara el alma de esa manera. Sus padres quisieron hacer de ella una tranquila dueña de casa, ahogando sus inquietudes en el matrimonio. Pero la autora de Cálices Vacíos no parecía hecha a la medida de los “hogares bien constituidos”. No en vano le confesó a Rubén Darío que había decidido “arrojarse al abismo medroso del casamiento”, a lo que el célebre poeta nicaragüense recetó tranquilidad. “Vivir, vivir y tener la obligación de la alegría y del gozo bueno”. Pese a tan sano consejo, la poetisa protagonizó uno de los fracasos matrimoniales más estridentes del Uruguay.
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