Su último disco, Alivio de luto, retrata la depresión que lo hundió tras el infarto cerebral que sufrió en 2001. Hoy, Sabina es otro hombre. Y su música, otro.
Por Juan Cruz
Joaquín Sabina está pletórico. Mientras cuenta su euforia suena en su casa de la calle de Relatores, en Madrid, su disco más reciente. En la realidad, su voz suena entre la ironía y la melancolía que convirtieron sus canciones en un autorretrato y también en un retrato generacional; se burla de todo, se ríe, está feliz de sus hallazgos, de ver a la gente, de convocarla, de tratar de hacer que sea alegre todo lo que toca. Ha recuperado el buen humor adolescente con el que conquistó, desde chico, amigos y amigas, con el que viajó en largas giras cuyas noches no terminaban nunca.
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"CON 20 AÑOS UNO PUEDE SER ENTUSIASTA, FANÁTICO Y SECTARIO.
PERO SI LO SIGUES SIENDO A LOS 56 ERES UN IMBÉCIL QUE NO HA APRENDIDO NADA"
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Ese es otra vez Sabina, el andaluz de Úbeda que se hizo de Madrid y de todas partes. Pero aquí, en este disco, Alivio de luto, la voz de Sabina suena como si la madrugada de la que tanto habla en sus versos nos hubiera dado a todos un zarpazo, y a él el primero. Como si aquella noche de la que hablaba el poeta argentino (“Se me está haciendo la noche en la mitad de la tarde”) no fuera una metáfora, sino que estuviera aún en la punta de sus dedos, mientras canta.
Él no lo nota, porque ya lo ha contado, y porque además ya lo sufrió, lo contó y casi lo ha olvidado; pero este disco es como la crónica de un hombre que estuvo a punto de ahogarse; de hecho estuvo ahogado en este mismo piso, rodeado de recuerdos, de música y de libros, pero encerrado como si le hubiera caído encima una tonelada de tristeza. Esa depresión que siguió al accidente cerebral le duró dos años al menos, y le afectó a todas las horas del día. Nosotros estuvimos con él una vez, en este mismo sitio, mientras le duró esa batida de la tristeza, y notamos en directo la naturaleza de ese zarpazo.