El viaje es largo. Y el asiento de clase turista no es mucho más confortable que el del ómnibus que ofrece una excusión a las Cataratas. “La próxima vez hago un esfuerzo y me pago un pasaje en primera”, se juramenta el viajero. Pero cuando llega la próxima vez, el hombre cae en la cuenta de que semejante lujo vale unas cuantas veces más, y decide que será mejor guardar la diferencia para el hotel, las compras en destino o los caprichos en el free shop. El viaje vuelve a ser largo e incómodo, y el pasajero de clase turista intenta conciliar el sueño. Si pudiera, piensa, viajaría en primera. Y me tomaría unas vacaciones sólo para esquiar. Y me compraría un auto de varias decenas de miles de dólares, para cambiarlo en pocos años por uno más nuevo. Y arrasaría en las tiendas de la Quinta Avenida para renovar el guardarropa. Y jugaría al golf cada fin de semana. Y elegiría el vino más caro de la carta en el próximo almuerzo de negocios. Y comería como los dioses. Como los ricos.
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