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CON CLARA ROJAS EN BOGOTÁ
UNA Madre EN LA SELVA
Permaneció seis años a merced de los guerrilleros de las FARC por seguir los pasos de Ingrid Betancourt en la
jungla colombiana. Durante el secuestro rompió con
aquella amiga y dio a luz a emmanuel. Su libertad encarna
hoy la otra cara de un mismo infierno. Y una
inusual batalla por la maternidad.
Por Pablo Ordaz. Fotografías: AFPY AP.
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Lo primero que quiso hacer
tras su liberación fue darse
una ducha. Una ducha larga
de agua caliente.
Al salir, después
de haber probado sobre
su piel todos los jabones y
todas las cremas que encontró,
Clara Rojas advirtió que
en aquel lujoso baño de aquel
lujoso hotel de Caracas había
un enorme espejo de pared.
–Me aterraba verme de
cuerpo entero, pero me armé de valor.
Me planté delante y me miré. Hacía seis
años que no me veía así, desnuda, delante
de un espejo.
Recorrí mi cuerpo con
la mirada.
Vi la cicatriz de la cesárea, mi
rostro cansado y ya con algunas arrugas
en la frente... Pero, además de las huellas
de mis seis años de cautiverio en la selva,
vi que estaba entera, sana y salva, y le di
gracias a Dios.
Clara Rojas fue secuestrada el 23 de
febrero de 2002 por la guerrilla colombiana
de las FARC junto a su amiga Ingrid
Betancourt, por aquel entonces candidata
a la presidencia de la República por el partido
Verde Oxígeno. Ingrid le había pedido
a Clara que la acompañase en un viaje
varias veces pospuesto a San Vicente del
Caguán. No era una misión fácil. Sólo dos
días antes, el presidente Andrés Pastrana,
que desde 1998 venía intentando mantener
un diálogo con la guerrilla, había dado
por rotas las conversaciones y ordenado
el levantamiento de la zona de distensión.
Así que aquel viaje implicaba meterse
en la boca del lobo. Habría que volar
desde Bogotá hasta Florencia, capital del
departamento del Caquetá, y de allí en
helicóptero hasta San Vicente, a unos 160 kilómetros de distancia. La noche anterior
a la partida, el jefe de seguridad le advirtió
a Clara Rojas –abogada de profesión y
asistente y amiga de Ingrid Betancourt– de
los peligros del viaje.
Clara se los trasladó
por teléfono a Ingrid, y ésta le contestó:
“Clara, si no quieres ir, te quedas.
En todo
caso, yo viajo”.
–Le dije que iría con ella, y esa decisión
marcó mi vida. Tendría que haberle dicho
que no.
Pero le dije que sí. Tras colgar el
teléfono, cené con un amigo en mi casa.
Nos tomamos una deliciosa botella de vino
blanco. Al marcharse, me dio un beso y un
gran abrazo. No exagero si le digo que ése
fue el último gesto de cariño y amistad que
recibí hasta el día en que me liberaron.Y de
aquel abrazo a la liberación transcurrieron
seis años, seis largos años...
Clara Rojas dice las cosas más tristes
con una sonrisa en la boca, sin dejar de
mirar a los ojos, terminando muchas de
sus frases con una muletilla –“¿cierto?”–
que busca en el otro la complicidad que
tanto extrañó en la selva.
Durante una hora
y media de conversación, en un club social
de Bogotá que fundó su padre y donde los
mozos que hoy le sirven el desayuno la
vieron crecer junto a sus cuatro hermanos
varones, esta mujer de 44 años no deja de
sonreír más que en una ocasión. Cuando
recuerda que ahora mismo, mientras ella
saborea los pequeños placeres recuperados,
muchos de sus compañeros siguen
allí, en algún lugar de la selva colombiana,
encerrados en jaulas y encadenados al
cuello como perros malqueridos, vigilados
día y noche, temiendo que en cualquier
momento el Ejército intente su liberación
y mueran víctimas del fuego cruzado o
ejecutados por los guerrilleros. |
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–¿temían que el Ejército intentase
su liberación?
–Sí. Todo el tiempo. Ya sé que eso
es muy difícil de entender para cualquier
persona que esté fuera, pero lo cierto es
que ésa es una angustia con la que vivíamos
permanentemente.
El Ejército no sabe con
exactitud dónde te encuentras ni quién
eres en realidad, porque los guerrilleros
te dan la misma ropa que usan ellos. Te
visten de camuflaje verde oliva, y también
entre ellos hay mujeres guerrilleras, así
que, en el caso de un enfrentamiento, los
soldados nunca pueden saber a ciencia
cierta quién es guerrillero y quién no...
Hay además un largo historial de rescates
fallidos. Y hubo casos en los que los
guerrilleros mataron a tiros a los cautivos
durante un intento de liberación por parte
del Ejército. Los mataron cumpliendo las
reglas de la guerrilla...
–¿a usted la amenazaron con
matarla?
–Sí, nos lo dijeron a Ingrid y a mí: “Si
el Ejército intenta rescatarlas, las matamos.
Nosotros no las vamos a entregar.
No dejaremos que nos las quiten. Sólo se
las entregaremos muertas”.
Es bárbaro.
Te lo dicen apuntándote con sus armas,
cuando han advertido la presencia cercana
de los soldados y tienen que cambiar
de escondite. Y te lo repiten para que
prepares tus cosas y salgas corriendo con
ellos, sin retrasar la huida...
Si te retrasas,
te vuelven a apuntar y te lo vuelven a
repetir: “Antes de que las rescaten, las
matamos...”.
–¿fue eso lo más duro de sus seis
años de cautiverio?
–No.
–¿Qué fue?
–La sensación de tiempo perdido. Yo
era una persona permanentemente atareada,
con unas ansias enormes de aprender.
Incluso leía libros sobre cómo aprovechar
mejor el tiempo.
Y de pronto me vi cautiva
y forzada a una inactividad insoportable.
Sin noticias de los tuyos, sin periódicos,
sumida en la monotonía más absoluta.
El cautivo es despojado bruscamente de
todo.
Pierde por completo el control de
su propia vida y de todo lo que le rodea. Se encuentra solo frente a sí mismo, sin
nada más.
No tienes más opciones que
dejarte morir o luchar por la vida. Ingrid y
yo decidimos luchar.
No llevábamos ni tres
días de secuestro cuando empezamos a
pensar en huir y nos hicimos la promesa
de escapar juntas en cuanto tuviéramos la
menor oportunidad.
No lo consiguieron.
Pero eso ya es casi
lo de menos.
Lo más relevante es que
de aquellas fugas frustradas −pasaban
varios días de sustos y penalidades,
perdidas en la selva hasta que se daban
por vencidas o eran encontradas por la
guerrilla− surgió entre Ingrid y Clara un
desencuentro tan grande que todavía hoy
persiste.
Poco tiempo después de que las
FARC pusieran en libertad a Clara Rojas,
gracias a la intermediación del presidente
de Venezuela, Hugo Chávez, el Ejército
colombiano logró, tras urdir una ingeniosa
operación de rescate, liberar a Ingrid
Betancourt...
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−¿Han hablado tras su liberación?
−No.
−¿Nunca?
−Nunca...
−¿Qué pasó entre ustedes?
−Habíamos intentado escaparnos
varias veces. Incluso en una ocasión,
el secretariado de las FARC mandó a
un comandante para preguntarnos por
qué seguíamos intentando escapar. No lo
entendían.
Ellos creían que nos trataban
bien porque nos daban de comer todos los
días.
El caso es que, tras fracasar nuestro
último intento de fuga, los soldados nos
trataron con mucha rudeza.
Nos encañonaron
y amenazaron con matarnos.
Incluso
nos cambiaron de comandante y de guardianes.
Los nuevos no se anduvieron con
paños tibios.
Nos colocaron un candado
en el tobillo con una cadena de unos tres
metros amarrada a un árbol. Sólo nos
soltaban para ir al baño.
Fue la única vez
que nos pusieron cadenas durante los seis
años, pero aquel recuerdo, terrible, dejó
en mí una marca imborrable.
Y creo que
entonces empezó a cambiar mi actitud
hacia Ingrid.
Clara Rojas admite que se irritó con su
amiga cuando, en el segundo intento de fuga, Ingrid Betancourt se descontroló al
toparse con un avispero.
Fue a plena luz
del día. Las dos fugitivas estaban cruzando
el cauce de un riachuelo, escondidas bajo
un puente de apenas un metro y medio de
altura.
“Cuando Ingrid se topó con el avispero,
salió corriendo y gritando, haciendo
todo tipo de aspavientos a pesar de que
era pleno día y podíamos ser vistas”.
De
hecho, fueron capturadas. Intentaron combatir
aquel fracaso rezando juntas por el
padre de Ingrid, que acababa de fallecer, y
leyendo y comentando la Biblia, pero poco
a poco fueron encerrándose en el silencio
y el desencuentro.
“Imagino”, explica Clara
Rojas, “que cada una culpaba a la otra
de que hubieran fracasado los intentos
de fuga, pero nunca nos lo dijimos.
Todo
aquel dolor mal digerido creó entre nosotras
una barrera de silencio.
No podría
decir que ocurriera un hecho concreto que
rompiera nuestra amistad.
Fue más bien
un distanciamiento progresivo.
La ruptura
fue tal que el comandante que nos vigilaba
decidió separarnos y ponernos en lugares
distintos.
La animosidad entre nosotras
fue en aumento.
Un día le pedí a los guerrilleros
un diccionario para entretenerme.
Cuando me lo trajeron, Ingrid no me lo
dejó usar.
También me hizo sufrir que me
expulsara de las clases de francés que
ella daba de vez en cuando a los demás
cautivos...
Opté por encerrarme definitivamente
en el silencio”.
−¿Hubo algún momento en que
pensó que podía estar perdiendo la
razón?
−Sí. Hay un momento.
La soledad me
había embargado.
Pasaba mucho tiempo
callada, casi no pronunciaba palabra.
Me
había separado del grupo. Comía siempre
sola, no tenía con quién hablar. |
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"NO SÉ CÓMO FUE MI
HIJO CUANDO TENÍA
DOS AÑOS, CUANDO
TENÍA TRES. ESO ME
PROVOCA UN DOLOR
INFINITO". |
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Hasta perdí
la costumbre de que alguien me dirigiera
la palabra. Un día, cuando estaba lavando
la ropa, vino el comandante a decirme
algo, pero yo seguí con lo mío.
No me
inmuté con su llegada ni cuando se volvió
hacia mí y me llamó por mi nombre.
Como no le contesté, me llamó varias
veces más hasta que perdió la paciencia
y gritó: ¡Clara!
Yo estaba como ida.
Mi
cuerpo estaba allí, pero mi mente andaba
lejos.
Aquel grito me sorprendió y me di la
vuelta para mirarlo.
Me di cuenta en ese momento de que estaba siendo ignorada
completamente como ser humano...
−¿Ese grito la salvó?
−Casi que sí, casi que sí...
Me permitió
reaccionar, y reaccionar positivamente.
Otra persona se podría haber aislado más,
y eso hubiese resultado fatal.
Y con el
grito yo me doy cuenta de ese peligro. Y
es durísimo porque me percato de que
necesito hablar con alguien, hacer algo,
salir de ese círculo mortal. Esemomentoes
durísimo.
Me doy cuenta de que me estoy
aislando para contrarrestar la situación de
cautiverio.
Me estoy desconectando...
−¿se sintió torturada? −Claro que todo aquello constituía una
tortura. −¿Consciente?
−Claro.
Si no es para hacerte daño, ¿por
qué te quitan la radio? Por qué de pronto
te dejan sin pilas, sabiendo que para ti es
vital escuchar las noticias, los mensajes de
apoyo de tu familia o los testimonios de
las familias de otros secuestrados...
Ellos
saben el daño que están haciendo. Ellos
me ven llorar de tristeza.
Sí, conscientes
sí son. Y, de hecho, hay un momento en el
que un comandante me pide perdón en su
nombre y “en el de la organización”.
Hasta
el grito, que yo logro utilizar para seguir
adelante, es una forma de tortura.
Para mí
fue durísimo, hasta ese día nadie me había
tratado así.
−y aun así, usted no habla con odio
de los guerrilleros...
−Tengo un sentimiento doble. Yo soy
consciente de que ellos reciben órdenes
y de que su capacidad de reacción es
mínima.
Me doy cuenta de que algunos
de ellos intentan mitigar ese dolor que me
están causando.Yo sé que los responsables
de mi secuestro son los comandantes de
la secretaría de las FARC.
Y sé que hay
distintos niveles de responsabilidad.
Por
eso, durante el secuestro hago el esfuerzo
de no manifestar mi inconformidad y todo
mi desacuerdo contra ellos.
Y también
porque sé que es negativo para mí.
−¿Usted los ha perdonado? −Sí.
−¿Por qué?
−Primero porque eso allana el camino
a la libertad de las personas que aún están
secuestradas.
Y segundo, porque, al tener
yo una dimensión pública, tengo una responsabilidad hacia los demás.
Yo quiero
un país en paz.
Y si yo estoy resentida,
traslado ese resentimiento a la población.
Prefiero manejar esos sentimientos en
busca de un ideal más amplio que es la
paz.
Y claro que la paz exige de justicia. Y
que las FARC
–y me refiero al secretariado,
a sus dirigentes– tienen una responsabilidad
que tendrán que pagar.
−después de aquella ducha en el
hotel de Caracas, ¿qué hizo?
−Llamar a mi hijo.
Lo que viene a continuación es una historia |
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de mucha alegría y de mucho dolor,
una historia sobre hasta qué punto la vida,
cuando quiere, se abre paso a puñetazos
en las condiciones más adversas. Clara Rojas quedó embarazada durante su cautiverio.
A finales de 2003, después de
una temporada en la que los guerrilleros
cambiaron frecuentemente a sus víctimas
de campamento, Clara notó que, además
de sentirse mal, estaba aumentando de
peso. “Se lo comenté a algunos de mis
compañeros, quienes me aconsejaron,
con cierto malestar, que se lo comentara
a la guerrilla. Noté ya entonces que no se
querían implicar, y aquella respuesta me
dejó un mal sabor de boca. Decidí pedir
una cita con Martín Sombra, el jefe de los
guerrilleros.
Cuando me recibió, me dijo:
‘Doña Clara, ¿cuál es la joda?’”. Clara Rojas
le contó sus temores y él mandó llamar a
una enfermera.
“Me sorprendió su manera
de resolver el asunto, como si fuera
un médico, sin interesarse por chismes
ni cuentos.
Cuando me iba, me regaló un
par de paquetes de galletas y dos latas de
leche condensada”.
Clara Rojas no durmió
aquella noche.
“Antes del secuestro había
pensando en tener un hijo. Notaba desde
hacía un tiempo que estaba corriendo
mi reloj biológico.
Por eso, al saber que estaba embarazada, aunque fuera en una
situación inverosímil y arriesgada, pensé
que tal vez se trataba de la última oportunidad
de cumplir mi aspiración de ser
madre. Descarté enseguida la idea de no
tener el niño”.
A los pocos días, Martín Sombra la
volvió a llamar para que se hiciera el test
del embarazo.
“Cuando resultó positivo, el
comandante y una enfermera me felicitaron
y trataron de animarme.
Él me recomendó
que me untara en la barriga aceite
de tigre y, al percatarse de mi angustia,
me dijo: ‘Clara, no se preocupe más de
la cuenta.
No vamos a dejarle morir a
usted, ni a su bebé.Y recuerde: ese bebé
es suyo y lo va a cuidar como una tigresa
furiosa’”.
Es aquí donde, sorprendentemente,
los papeles se cambian.
Al volver
al campamento con la noticia, Clara Rojas
sólo recibe indiferencia –en el mejor de los
casos– o las críticas de sus compañeros.
−¿Qué sucedió?
−Ingrid sólo me dijo: bienvenida al club,
de una forma sarcástica que me llenó de
pesar.
Y al día siguiente los prisioneros me
hicieron una encerrona.
Me empezaron a
preguntar de forma insistente quién era
el padre de mi hijo. Unos me llamaron
irresponsable y otros me acusaron de
estar metiéndolos en problemas. Supongo
que temían que se pensara que alguno de
ellos era el padre, así que les devolví la
pregunta: ¿alguno de ustedes es el padre?
Al responder uno tras otro que no, les dije:
muy bien, entonces no se preocupen.
Déjenme tranquila, que yo respondo por
mi bebé...
Clara está frente al espejo del lujoso
hotel de Caracas adonde fue llevada tras
su liberación.
La cicatriz de la cesárea es el
recuerdo de una noche de espanto donde
los guerrilleros lucharon por que ella y su
bebé sobrevivieran.
−¿Qué vio aquel día en aquel espejo?
−Lo que sigo viendo ahora.
El tiempo
perdido. Mi hijo nació con el brazo fracturado.
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Y al poco tiempo de nacer me
lo quitaron para hacerle un tratamiento.
Usted tiene que tener en cuenta que mi
hijo y yo estuvimos tres años separados.
Hay momentos en que estoy con él y veo
a otras amigas que tienen a sus bebés
y yo pienso: desde esa etapa hasta los
cuatro años, yo la tengo en blanco, no sé
cómo fue mi hijo cuando tenía dos años,
o cuando tenía tres...
Y eso me provoca
un dolor infinito. Perdimos tiempo. Tiempo
juntos. Vivencias vitales en la vida de las
personas.
Y eso me duele.
Y eso ¿quién te
lo devuelve?, ¿quién te devuelve el tiempo
que perdiste?
Mi hijo ya creció.
¿Quién
vuelve el tiempo atrás? −¿tiene esa pérdida muy presente?
−No, ya lo perdí y punto. Ahora intento
estar con él todo lo posible. Dedicarle
tiempo de calidad.
No puedo estar quejándome
todo el tiempo.
Estoy feliz.
Y
noto que él también es un niño feliz.Y con
mucho sentimiento de propiedad hacia mí.
Me dice mucho: “Eres mi mamá...”.
−su hijo, durante el tiempo en que
la guerrilla lo entregó a un campesino
y aun después, cuando estuvo en un
centro de acogida, vivió bajo otro nombre...
−Sí, pero eso lo ha manejado muy bien.
Desde que nació se llama Emmanuel.
Porque yo lo bauticé y debe tener un
recuerdo emocional.
Y cuando lo encontraron
y se demostró que era mi hijo,
organizaron un juego en el que todos los
niños se cambiaban de nombre.
Hicieron
una terapia para que él entendiera el proceso.
Y además le dijeron que su nombre
significa una bendición de Dios,
Dios entre
nosotros, y él lo entiende y le gusta.
El
otro día le dijeron: “¿Cómo te llamas?”.
Y
él dijo: “Emmanuel, el todopoderoso, mira
cuánto puedo correr”.
Clara Rojas acaba de escribir un libro
con toda su aventura. Hay sólo un lugar
de sombra, un secreto metido en un cofre
con siete cerrojos donde nadie puede
entrar.
“Cuando Colombia se enteró de
que había tenido un niño en la selva, se
habló de drama, de historia de amor. Lo
único cierto en todo lo que se ha contado
hasta ahora es que tuve un hijo en cautiverio.
Eso es un hecho.
Todo lo demás no
tiene ningún fundamento.
Me correspondeamí
decir qué se hace público sobre mi
historia y qué no.
Es algo reservado a mi
hijo Emmanuel, cuando me pregunte por
ello.
Aún no es el momento.
Lo único que
quiero decir es que durante el secuestro
viví una experiencia que me dejó embarazada.
Pero mi verdadera historia de amor
comienza cuando descubro que espero un
hijo y decido salvarle la vida”.
Clara Rojas se va entre sonrisas de este
club social de Bogotá donde los mozos la
vieron crecer.
En su casa, a las afueras de
la ciudad, la espera su hijo, Emmanuel,
que dentro de unos días cumplirá cinco
años, y su madre, una mujer valiente
que durante aquellos seis terribles años
no dejó de luchar para arrancársela a la
selva.
A veces, en medio de los juegos,
Emmanuel se pone serio y dispara una
pregunta que pone un nudo en el corazón
de su madre:
−Mamá, ¿por qué no fuiste a por mí
antes?
Yo te extrañaba...
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