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Anclar en Punta
Brisa Marina
Internarse en el puerto de la península es sumergirse en un mundo donde a diario coexisten el ocio,
el deporte y el trabajo. ¿Cómo es la vida en los muelles más mentados del verano?
Por: Macarena Langleib. Fotos: Andrés Pittier. |
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Un olor penetrante y la
presencia de un lobo
marino descansando
en el cemento. La primera
impresión no es
concluyente. Ni siquiera
anticipa la elegancia de
las cubiertas pulcras y
brillantes, como debiera
ser la túnica de un escolar de anuncio
publicitario. En el puerto de Punta del Este
bien que pasarían la prueba de la blancura
las lanchas, los yates, las motos de agua
que lavado tras lavado se alistan en las
amarras o al borneo con sus nombres de
mitología griega, de bon vivant, de animal,
de planta, de auspiciante generoso
o de chiste interno. No conviene rebautizar
un barco o será mal augurio, explica
un regatista. Por las marinas desfilan los
tripulantes y los curiosos, el personal de
mantenimiento y los delivery, los visitantes
distendidos que salen a caminar con
el perro y las muchachas que conversan
confundiendo el lugar con una pasarela.
No cabe un alma. El mayor puerto deportivo
del país está a tope cuando se pasa
revista en pleno verano. El lobo de mar no
se inmuta, sin embargo. Se sumerge, caza
una raya y la mastica frente a los turistas
que pasan comentando.
Mientras algunos carteles dan cuenta
de que no hay cupo –tampoco en la guardería
de barcos, en tierra firme–, otros del
Ministerio de Transporte y Obras Públicas
anuncian reformas inminentes. Hay varias
obras en proceso, ya que el recinto portuario
se inicia en la Parada 3. Un cambio
consiste en el reacondicionamiento de
la señalización y en la reparación de las
estructuras portuarias. Incluye el muelle
oficial, los de transición, las marinas uno y
dos, los muros de ribera, el muelle interior
y la escollera. Esa obra empezó el año
pasado pero se detuvo antes de que diera
inicio la temporada. Los trabajos pararon el
30 de noviembre y se reanudarán a partir
del 1 de abril. Hace más de una década
que no se pone a punto esa área. Si bien
se efectúan labores de mantenimiento y
pintura dos veces al año, las características
climatológicas y su condición de puerto
oceánico exponen las estructuras a un
desgaste considerable. Éstas y otras obras
insumirán un presupuesto cercano a los 10
millones de dólares.
Historia y presente
Descubierto en 1516 y denominado
primeramente Puerto de la Candelaria por
cumplirse el 2 de febrero día de esa santa
patrona, la expedición pionera estuvo al
mando de Juan Díaz de Solís. Como es
previsible, mucha agua tuvo que correr
hasta que en 1829 don Francisco Aguilar
fundara allí Villa Ituzaingó. En 1843 la
península y la Isla de Gorriti fueron vendidas
a dos hermanos británicos apellidados
Lafone y desde 1907 la zona es conocida
por su actual nombre. Fue frente a sus
costas que el 13 de diciembre de 1939 se
libró la Batalla del Río de la Plata, que culminó
con el hundimiento del Graf Spee.
Afortunadamente, hace tiempo que
las visitas son menos beligerantes. No se
trata ya de acorazados sino de cruceros.
u Se espera que más de un centenar haya
pasado por Punta del Este al finalizar esta
temporada. Destino ampliamente solicitado
por este tipo de pasajeros, cuyos
barcos suelen fondear en las costas de la
isla Gorriti, este año el puerto los recibió
con cubiertas livianas (toldos para que no
se mojen ni esperen al rayo del sol) sobre
el muelle principal y un sector de escollera,
dos de los tres puestos de desembarque.
Hay que visualizar un tráfico total de
aproximadamente 200 mil pasajeros.
En ellos y su desprendimiento piensan
los músicos callejeros apostados
en la rambla y los pasajes circundantes.
Los días que llegan esas embarcaciones
grandes como edificios se multiplican los
guitarristas y hasta es posible escuchar
a un hombre de ceño fruncido tocando
un arpa. Los vendedores ambulantes
también están atentos a los barcos que
atracan. |
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Algunos, como los que ofrecen
sombreros, esperan en las inmediaciones
con su mercadería, listos para huir de los
inspectores municipales. Por eso apenas
hablan y sólo revelan su nombre de pila.
Luis, oriundo de San Carlos, llegó los
primeros días de enero y dice que sus
compradores han sido principalmente brasileños.
El gorro blanco a 200 pesos es lo
que más aceptación tiene. Un buen día de
ventas para Raúl, en cambio, significa 30
o 40 sombreros de paja colocados a 150
pesos cada uno. Peón de la construcción
en Montevideo, va y viene de la capital
de acuerdo a las fechas de los cruceros y
trabaja a comisión. “En Punta del Este son
muy caras las pensiones”, dice. Debido a eso, aunque lleva siete años haciendo
temporada con los sombreros, nunca
probó suerte en las obras esteñas.
Otros, en cambio, trabajan con la habilitación
en regla y montan su puesto con
sombrilla incluida. “Esto es majestuoso,
pero son noventa días y después quedo
sola mirando el mar y los sueños”, se
queja algo poética María Migueles, que
hace 12 años se gana la vida vendiendo
en el puerto pastelitos a horno de leña y
empanaditas por las playas. Fue la salida
que encontró cuando perdió el negocio al
que le había dedicado 32 años. Frente a su
canasto de dulzuras se han detenido algunas
estrellas de TV, como Osvaldo Laport
o Andrea del Boca, recuerda María. Los
pasteles llevan relleno de dulce casero y
cuestan treinta pesos, aunque esta señora
de uniforme esmerado tiene tarifa diferencial
para turistas y “laburantes”.
A tope
“Esto es puramente placer”, confiesa
sin culpas Charly, un bonaerense que
tocó puerto como tripulante del Proios
Titis, compitiendo en el Circuito Atlántico
Sur por la copa Rolex. Junto a su equipo,
en las amarras, despliega los trajes y los
numerosos petates en el poco espacio
que queda libre en cubierta y parte de
la marina. Llegó la hora de poner orden.
Responsable de la táctica, es el capitán pero no el dueño del barco, para más
datos, de nueve metros de eslora, con un
calado de 1.80 y una manga de tres. Un
sloop básicamente pensado para correr,
en el cual entran seis personas pero sin
las comodidades de otras embarcaciones.
“Si bien cada uno tiene un puesto determinado,
en una regata como ésta, en la que
pasás la noche, hay que hacer guardias y
ahí hacés de todo: cambiás velas, timoneás
o hacés bandas, que es cuando te sentás
en los costados para equilibrar y enderezar
el barco. Llegar a Punta del Este fue bravo
porque tuvimos Pampero, se largó con
vientos que llegaron hasta 40 nudos y se
movió muchísimo”. Suena como todo un
profesional, pero se apura a aclarar que el
deporte sigue siendo amateur a pesar de
que los que corren no lo son. “Acá no hay
plata. Todo el mundo corre por el honor”,
recalca este porteño que navega desde
que tiene uso de razón. “Con el dueño del
barco somos amigos desde los 15 años,
prácticamente hermanos. Mis padres me
iniciaron en la náutica cuando casi no
caminaba. Nacimos en el agua”, remata.
Su rutina diaria, en el otro extremo, está
lejos de las olas y la aventura, al frente de
una inmobiliaria.
Las marinas tres y cuatro, las más
antiguas del puerto de Punta del Este,
serán demolidas y vueltas a levantar a
partir del 15 de marzo. La tres ocupará el mismo lugar que ahora, pero con un
talón entre ambas que permitirá poner
embarcaciones de mayor eslora, adelanta
el técnico Carlos Ferreira Silva, jefe de
puerto. Además, se construirá una quinta
marina. Con ello subirá a 540 el número
de amarras, que hoy en día asciende a
512. |
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De ésas hay que considerar que tres
se destinan a la Dirección Nacional de
Hidrografía, tres más a servicios, otras
tantas a la Prefectura Nacional Naval, 24
para embarcaciones de pesca artesanal y
20 para embarcaciones de tráfico, es decir,
las que organizan salidas a Isla Gorriti e Isla
de Lobos, entre otros paseos. El resto, lo
contrata quien quiere y puede. “Tenemos
una demanda muy grande los meses de
enero y febrero. Se puede decir que seguro
se completarían dos puertos. El tema es
que en baja temporada la ocupación es de
un 50 por ciento”, subraya el técnico. “Hoy
el puerto no puede recibir embarcaciones
de 50 metros, por ejemplo. Varias de ésas
están acá en temporada pero al ancla. En
otros puertos esos barcos pueden ir a
muelle. Acá no tenemos estructura para
ellos, lo máximo son 30 metros y generalmente
esos lugares están cubiertos.
Nuestras reservas se hacen con un año
de anticipación, entonces es complicado.
Esto es como un hotel: te dicen ´está
ocupado` y te vas porque no hay lugar”. De
acuerdo a lo que señala, no hay muchas alternativas para no perder a ese turista.
“Evacúan la duda telefónicamente; si no
hay lugar no zarpan y no vienen.
El día
antes de una regata, por ejemplo, hay 40
amarras que se tienen que ir, y la mayoría
no quiere”.
Cuando hay regata se acomodan, por
usar una falacia, dos barcos por amarra.
Del desalojo amable a veces se benefician
otros puertos deportivos, que también
administra Hidrografía, como los más cercanos
de La Paloma y Piriápolis. Pero lo
usual es que esos también estén completos.
La demanda es mucha porque sólo
el parque náutico argentino son 150 mil
embarcaciones, y poco a poco se ha ido
incorporando, además, el parque náutico
brasileño, en particular el de Rio Grande
do Sul, que son 300 mil embarcaciones.
Punta del Este es un hermoso vertedero
de los puertos de la región, pero pide
ampliación en forma urgente.
A metros de allí, en el edificio Yateste,
Pablo Defazio atiende interminables pedidos
cada vez que hay regata. Construido
en 1980 como local delYatchClub de Punta
del Este con objetivos diversos –desde bar
informal hasta suites para socios y sede
de la Comisión de Regatas y de las clases
de vela–, las funciones del edificio y
de la casa lindera se han ido ampliando.
Conocedor del paño, como regatista que
es, Defazio se arma de paciencia y trata
de cumplir con todos los que llegan, vela
en mano, pidiendo una reparación. Con 27
años de edad, Defazio ya es experimentado,
puesto que navega desde que tenía
nueve. Actualmente lo hace en un Snipe,
para dos personas, o en el barco que lo
inviten. Detrás de la máquina de coser, el
muchacho arregla los desperfectos ocasionados
por las travesías: velas de regata y
crucero, fundas, lonas y carpas. El trabajo
es contrarreloj: los barcos deben volver
a competir. “Hace dos años, durante la
regata Rolex, estuvimos dos noches sin
dormir”, narra. El service es complicado
en esas condiciones, porque las roturas
de una regata son numerosas. Las velas
blancas distan mucho de una sábana blanca.
Son comúnmente de dacron, una tela
similar al poliéster, utilizada en cruceros.
Hay otras laminadas, una mezcla de film y
tejido, más resistentes y livianas, indicadas
para regatas. Se pueden arreglar hasta
que se desgastan indefectiblemente. Los
barcos llevan varias velas, una para cada
viento, pero los repuestos no van a bordo,
porque son peso muerto. Una vela puede
costar unos mil dólares y ponerle un parche,
con el que se puede estirar su vida
útil un año, se cobra cerca de 100. Con los
precios estimados a la vista se entiende
por qué los competidores hacen cola para
que les emparchen las velas, al menos,
una vez más. |
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Memorias de la pesca
Un barco de arrastre que sale anualmente
de La Paloma consigue los caracoles
que terminan vendiéndose en Punta
del Este. Descartada la pulpa, queda la carcasa,
que se valora de acuerdo a su tamaño:
treinta pesos la más chica, doscientos
la mediana y cuatrocientos la grande.
Igual que esta última cuesta la mandíbula
de angelito, pez que llega a pesar unos
treinta quilos. Un souvenir más accesible
es la estrella de mar, a sólo diez pesos. Es
cuestión de vagar por la zona de tráfico del
puerto y encontrar los puestos.
Sentado en El argonauta, un barco
construido en 1912 que lo acompaña
desde hace un cuarto de siglo, Walter
Franco espera a sus clientes debajo del
muelle principal. “Siempre dije que un día
quería vivir de mi hobby y lo logré”, resume.
Tiene 65 años, se crió en el campo,
pero hace 35 devino hombre de mar. El
uruguayo no suele contratarlo para las salidas
de pesca deportiva o de paseo, pero sí
el turista regional o el europeo, y también
los orientales. “Los japoneses se vuelven
locos”, sostiene Franco. “Corvina, brótola,
pescadilla, parvo, congrio, chuchos… hay
de todo”, enumera el pescador. “El que
está en hotel deja la pesca, pero el que
está alquilando y puede cocinar se lo lleva.
Acá en el puerto se lo filetean; se lo lleva
lim-pi-to. En casa le pone sal y al sartén.
Ya está”. Hay dos tipos de viajes posibles
a bordo de El argonauta. Cuesta 70
dólares la hora para las familias. El precio
prevé todos los enseres, y dos personas
que se encargan de encarnar y sacarles
luego los anzuelos a los peces. “Los
que nos ensuciamos las manos somos
nosotros”, aclara el pescador, divertido.
El turista prácticamente hace la mímica
de la pesca: se sienta con todo listo y
espera que pique. El otro tipo de alquiler
es compartido, cuando se forma un grupo
de al menos seis personas, y en ese caso
se cobran 35 dólares por las tres horas de
pesca. Franco sale todos los días, dos o
tres veces, salvo durante y después de un
temporal porque, se sabe, el mar queda
revuelto. Más allá de las cañas, el paseo a
la Gorriti, a una hora de distancia, lo cobra
90 dólares la hora para el grupo de hasta
diez personas. ¿Momentos memorables
en El Argonauta? “Las grandes pescas con
los amigos. Ponemos un lechón arriba de
la mesa, vino, whisky, y hasta que no se
acaba no los dejo irse”. |
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Antes de zarpar
Eugenio, nacido hace 16 años en
Rafaela, provincia argentina de Santa Fe,
es el orgulloso dueño de una moto de agua
y un jet ski que comparte con su padre y
su hermana. En Rafaela, imposible usarlas,
por eso las tienen todo el año en el Delta
del Tigre, en Buenos Aires. Claro que hace
ocho años que las vacaciones en el Este
no son tales si no llevan las motos. Las
usa casi todas las tardes, pero desiste
cuando el mar está picado. Una vez que
se hace al mar puede estar siete horas
andando, siempre con precauciones: usar
salvavidas, estar atento a las maniobras
de los demás y “tenerle respeto”, advierte.
Sucede que actualmente las motos acuáticas
vienen con dos llaves de seguridad,
una para andar más rápido que otra. Para
suerte de fanáticos como él, el horario
de regreso a puerto se extendió hasta
las 22. Todo esto cuenta mientras va a
buscar su moto a la guardería, donde el
mecánico Agustín Ponce de León le hace
el mantenimiento. Hasta hace dos años
se organizaba una competición que unía
Solanas y Piriápolis ida y vuelta, pero el
evento se suspendió por falta de sponsors.
La idea, cuenta Ponce de León, es
reflotar las carreras off shore para que
el público pueda seguir la competencia
desde la costa. “El parque náutico ha crecido
muchísimo en pocos años, a nivel de
tamaño de las embarcaciones y de motos
nuevas, entonces, ya la capacidad del
puerto es muy limitada para el usufructo
de este deporte”, explica el experto. En los
talleres se atienden problemas comunes
como baterías que no arrancan o recambio
de aceite. Entre las torpezas que constatan
los mecánicos figuran las consecuencias
de andar arriba de la arena o de no
lavar el vehículo con agua dulce, lo cual,
por supuesto, termina dañando motores y
carrocerías. “Aquí hay una lista de espera
de 150 personas. A la gente se le pasa la
temporada, entonces van a la parada 4, la
7, la 18 o a Solanas, que son lugares deportivos,
pero allí la guardería es en la arena.
Cuando hay creciente, las motos quedan a
la deriva. Es muy sacrificado su trabajo”.
En la misma explanada, rodeado de
embarcaciones, trabaja Salgado, tal como
se identifica. |
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Es un salteño que hace 25
años quedó vinculado al puerto. Empezó
manejando los tractores que arrastran los
barcos. Ahora él y sus hijos integran una
de las tantas empresas familiares que
se dedican a tareas de mantenimiento y
limpieza. Su jornada empieza a las siete
de la mañana. Manguera en mano, lava
todo: las cañas de pescar, las escamas que
quedan esparcidas, los cabos de esquiar,
de amarre, el ancla. Dice que la arena, el
agua salada o las botellas tiradas se quitan
fácilmente pero que la mugre de la pesca,
incluyendo las carnadas pegadas, es lo
más trabajoso. “Hay quien tiene cuidado,
pero la mayoría no. Usan el barco como
hobby, no son profesionales. En verano
se trabaja duro. Hay gente que sale todo
el año, pero en invierno hay mucho viento”, asegura. Salgado demora una hora y
media en poner a punto una lancha de
pesca, incluyendo el camarote. Él se ocupa
de llenar los tanques de agua; la nafta por
lo general la carga el dueño. Atiende una
media docena de barcos por día. Entre
el mediodía y las siete de la tarde no hay
mucho para hacer. Pero con el regreso de
las embarcaciones todo vuelve a comenzar.
“A veces uno mete la pata, como
olvidarse del tapón del casco. Si se olvida
se le hace agua el barco, pero eso le pasa
una vez sola, después el propio dueño se
fija”, cuenta entre los errores propios. De
los ajenos, señala que quien no conoce el
puerto, puede llegar a agarrar piedras con
la hélice. Su trabajo no comprende asuntos
mecánicos pero sí repasar la pintura
del casco. No es cualquier pintura. El antifolium
contiene un veneno para que no se
adhiera el mejillón, según explica, porque
el mejillón le quita velocidad al barco. Esa
pintura especial vence a los 60 días. Antes,
la lucha con el bivalvo era manual, ya que
se contrataba a un buzo para limpiar el
casco. Salgado cobra por mes y a partir
de los 150 dólares, según el tamaño de la
embarcación. “Hace cuatro años que en
tierra se empieza a llenar”, observa desde
la explanada del puerto. “En enero no da
abasto, en febrero ya encontrás lugar”.
El servicio de botar y varar las lanchas
que lleva adelante personal de Hidrografía
va de 7 de la mañana hasta las 21.30,
cuando anochece. |
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Se presta a todas las
embarcaciones de hasta nueve metros,
aproximadamente. Van a buscar el trailer,
las sacan del agua y las ponen en su
lugar, una especie de estacionamiento
que, como tal, implica el pago de un ticket.
Se cobran 320 pesos por día la estadía del
trailer, 227 pesos por botar y varar y 22
pesos por el consumo de agua.
En enero
había 324 embarcaciones en la explanada
e ingresaban unas 15 diariamente.
Las nuevas tarifas han ocasionado en
Punta del Este casi tantos comentarios
como la crisis mundial. Sobre los pormenores
del reajuste, el jefe de puerto explica
que hace años que debieron hacerlo, ya
que los precios estaban desfasados con
respecto a otros puertos.
El expediente
del aumento comenzó a circular hace dos
años. Como decreto del Poder Ejecutivo,
recién obtuvo la firma el pasado 11 de noviembre, entrando en vigencia recién
60 días después. Los precios en guardería
de barcos ya se sintieron, porque allí
se admiten las embarcaciones por orden
de llegada, pero el incremento sobre
las amarras se va a empezar a sentir en
marzo, estimó Ferreira, cuando comiencen
las reservas para el año próximo.
A toda vela
A las 8.45 la cita es en el Yateste. Los
futuros navegantes hacen sus pinitos con
los barcos de Optimist.
Son los propios
niños quienes llevan las embarcaciones
hasta el agua, se colocan el salvavidas
y siguen las instrucciones. Un barco de
apoyo –el Don Federico– y un gomón
supervisan la clase. En el barco de madera,
más estable, las dos profesoras, pero
los chiquilines prefieren esperar su turno
en los Optimist yendo en el gomón, que va más rápido y que, además, maneja
Alejandro “Jano” Foglia, el regatista clase
Láser que llevó la bandera uruguaya en
los Juego Olímpicos de Beijing. Hay dos
escuelas paralelas funcionando todo el
año. Aparte de la sede de Punta del Este,
el club tiene una sucursal en el faro de
Puntas Carretas. En verano, entre los tres
turnos, sólo en Punta del Este llegan a
dar clases a más de 60 niños.
Algunos
ya han hecho la escuela de vela años
anteriores; otros recién se inician en el
deporte. El club otorga tres o cuatro días
de prueba y luego, si la clase agrada, |
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solicita que se hagan socios. Nadar no
es estrictamente necesario; alcanza con
que se sientan cómodos en el agua,
aclara Claudia Rafaniello, parte del plantel
de instructores. Diseñado para niños, el
Optimist provee las bases para continuar
luego en cualquier barco a vela. La edad
mínima recomendada es de ocho años y
se puede practicar en forma competitiva
hasta los 15. “El niño está solo en el agua,
sin papá y mamá, tomando decisiones por
sí mismo y asumiendo las consecuencias.
Es un deporte que les enseña a adaptarse
a condiciones que no controlan, como el
viento y el agua, y tomarlas a su favor. Es
muy completo. Por otro lado, no importa el
físico. Es más bien una cuestión estratégica
y táctica, si hablamos de competición”,
explica Rafaniello, que se inició de chica,
igual que sus alumnos, y hace diez años
que da clases. El Yatch, que este 14 de
febrero cumple 85 años, tiene además
seis barcos Punta del Este, únicos en su
clase, diseñados específicamente para las
lecciones de los adultos.
Lo más complicado de aprender es
la terminología, reflexiona Diego de los
Santos, dueño del Bayuca, donde instruye
a mayores de edad en la navegación costera.
Empezando por babor y estribor, en
el mar hay un vocabulario aparte y cada
clase de cuerda tiene un nombre distinto.
De los Santos tiene la originalidad de
no provenir de una familia de marineros,
sino de ciclistas. Pero a él le tiró el mar,
tanto así que a los 18 años se fue hasta
Rio de Janeiro embarcado en un velero
inglés de 30 metros, en el que aprendió
las nociones y un poco más. Después
siguió a Europa, donde estuvo nueve años.
Trabajaba diez meses en un barco y durante
sus vacaciones volvía al Río de la Plata
para hacer temporada. Arrancó como tripulante,
desde lo más sencillo, hasta
llegar a skipper o patrón de a bordo, lo
que el vulgo llama capitán. Nuevamente el
léxico poniendo distancia con la gente de a
pie. “Podés llegar a ganar muy bien”, admite
De los Santos, sobre todo haciendo
transferencias oceánicas, es decir, llevar
un barco desde un país a otro. Para esas
misiones lleva por lo menos tres personas
de su confianza, y arma guardias de cuatro
horas cada una. Una vez aceptó el trabajo
con un solo acompañante, para que el |
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presupuesto rindiera más. Con ese dinero
logró comprar su casa, pero no piensa
repetir la experiencia, agotadora desde
todo punto de vista.
Desde cómo salir de la amarra, prender
el motor y coser una vela, manejarse
en el mar es lo que transmite en su barco.
Las clases en verano, de tres horas y pico,
cuestan 40 dólares. Los precios de invierno
bajan a 25. Las normas de convivencia
son otro punto que, por lo visto, habría
que contagiar. “Los barcos a vela tienen
preferencia sobre los de motor. El 50 por
ciento no te lo respeta. Tenés que andar a
los gritos o cambiar de rumbo, porque el
velero tiene menos capacidad de maniobra.
Tampoco respetan las velocidades
adentro; muchos no saben de señales
o de códigos. Lo mismo pasa en la isla,
donde los barcos están con los chicos
bañándose alrededor y te pasan al lado
con los jet ski”.
Problemas similares a los
de la calle, en suma, con la diferencia de
que en la ciudad hay calles con un sentido.
En el mar el control es más difícil. A todo
esto, ¿qué opina de vivir a bordo? “Una
vez que mis hijos crezcan, la idea es comprar
un barco más grande, dedicarme de
lleno a esto y que de mí sepan por postales”,
amenaza con un brillo en los ojos.
Los perros labradores y los barcos son
las dos pasiones del economista Jaime
Mezzera. Pasión, esta última, que heredó
de su padre, quien lo introdujo en las artes
náuticas desde los 12 años.
Fue en La
Biguá, una lancha comprada a un argentino
en la década del 50, con la cual aprendió
a navegar. Desde entonces, como él
menciona, tiene la doble nacionalidad: es
socio del Yatch Club uruguayo y de su par
puntaesteño, del que también integró la
directiva. Tras conocer de tormentas, de
peligros y de respeto a las aguas, comenzó
a comprar sus propios veleros, y los siguió
llamando Biguá, que es un tipo de pato de
pelaje oscuro. Hubo así un Biguá Río y un
Biguá Tres. Después se mudó a Chile, a
Brasil, a Estados Unidos. “En 2003 volví
y casi la primera cosa que hice fue comprarme
un velero de regata para recuperar
el tiempo perdido, en el mejor estilo de
Proust”, recapitula. Ese fue el Biguá Delta
(Biguá Cuatro le sonaba muy mal). Luego,
enamorado del diseño, compró el Biguá V
al astillero francés Dufour. A duras penas |
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confiesa que le “costó un platal”, pero no
da cifras aproximadas. “Tú ves lo que es:
es un mueble por dentro”, señala orgulloso,
enseñando la mesa, el barcito, el baño con
ducha y agua caliente, las camas, la capacidad
para que duerman seis personas si
es necesario. Cuando Mezzera empezó,
las cartas náuticas eran una herramienta
indispensable. Por reglamento las rutas
en papel se siguen utilizando, aunque su
barco cuenta con un plotter, una moderna
pantalla que indica las coordenadas. El
Biguá V no fue únicamente un tema de
desembolsos. Es un derrotero romántico,
por decirlo de algún modo. Mezzera no
resulta exagerado cuando sostiene que “el
auto es un bien de uso. Esto es un amor”.
Sin mástil, sin timón y sin quilla, lo colocó
en un carguero, luego de matricularlo en
Estados Unidos, porque era más práctico.
Así lo llevó a Buenos Aires, donde lo armaron.
Ponerle la quilla, que pesa dos mil
quilos, es asunto serio. Se la coloca vertical
y se le echa el barco encima, cruzando
los dedos para que los bulones encajen
perfectamente en el casco. “Sudé tinta”,
cuenta de aquel momento, que inmortalizó
en fotos. |
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“Después nos vinimos navegando”.
Con el Biguá V corre cuanta regata hay. “No tengo edad de correr”, aduce a sus 66
años de edad, pero su tripulación lo respeta
como capitán. “Cuando tenés ocho
personas que corren amateur, tenés que
tener en el banco cuatro más. En las regatas
largas me quedo yo. En las cortas hago
la parte táctica, skipper o peso, porque
soy el más pesado”. Mezzera navegó en
el lago de Brasilia, en el Caribe, en Angra
dos Reis, pero su asignatura pendiente
es probar en Grecia. “En las épocas en
que yo empecé éramos unos indígenas,
tirábamos botellas al agua, cualquier cosa.
En estos momentos a nadie se le ocurre
arrojar aceite. La conciencia ecológica
crece enormemente a medida que tenés
más barcos”, celebra del actual ambiente
en el puerto de Punta del Este. “Esto es el
paraíso de los paraísos”, dice el viejo lobo
de mar, desde la cubierta impecable de su
barco en boya. El salitre del aire es sumamente
agradable y el sol se refleja en el
espejo de agua como en las postales más
cursis. A veces el paisaje mejor logrado
peca por bello y se niega a parecer real. Sin
embargo, allí está. |
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Reprimir la sonrisa es lo más complicado cuando se está a bordo del yate propio o ajeno, navegando sin clicks ni mouse,
surcando el mar o brindando al reparo del puerto. |
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