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Vivir a SOLAS
Las grandes ciudades están llenas de solitarios...
¿PODEMOS ser tolerantes?
Aprender a aceptar al otro.

Vivir a SOLAS
Las grandes ciudades están llenas de solitarios. Crece el número de viviendas ocupadas por una sola persona y el trato físico se sustituye por las relaciones a distancia, por internet. Es una epidemia que va en aumento.

POR SILVANA SILVEIRA FOTOGRAFÍAS: PABLO RIVARA

La soledad de las grandes ciudades, el hiperindividualismo, la muchedumbre solitaria, las mónadas sociales, fueron temas relevantes en la segunda mitad del siglo XX, pero apenas se habla ya de ello. Los individuos no se han entrañado ni abrazado más entre sí, pero electrónicamente se han comunicado de tal modo que el fenómeno de la interconexión parece haber acallado las inquietudes o las voces del aislamiento. Se trata, sin embargo, de dos realidades paralelas. Mientras la relación en el cuerpo a cuerpo sigue debilitándose, la relación a distancia, máscara a máscara, aumenta y prolifera. La aventura de ser un individuo diferente o, mejor, siempre dependiente de la imagen proyectada en los demás, se ha provisto ahora de un artilugio mediante el cual la apariencia de nuestra identidad se enreda con nuestras artes de engaño. Nuestro diseño, en fin, se encuentra más en nuestras manos a través del atrezzo, el nickname, el avatar, los juegos del sexo y la edad u otros recursos para hacer personajes de la persona y versiones de lo real. El prójimo es siempre insustituible para poder ser algo, pero la proporción que de su efectiva sustancia se necesita para esbozar nuestro perfil social puede sustituirse, en parte, por nuestra habilidad para fingir en la pantalla, travestirse en la Red y recrearse en el nuevo espacio virtual, inconcebible hasta ahora. Indudablemente, la satisfacción no será comparable a la que proporciona un amor encarnado o una consideración tangible, pero, poco a poco, este mundo electrónico será casi todo lo que hay, y la vida en su seno decidirá una porción variable de nuestra composición general. Lo

transparente procura abrigo, lo remoto segrega afectividad, lo virtual se materializa, y el sucedáneo, como en las gulas, será progresivamente el único gusto atribuible a la angula.
Incluso, con el uso y el consumo de compañías y sentimientos en la Red, lo que hoy parece sucedáneo borrará su estigma subsidiario y ascenderá de pleno derecho al mundo que alivia los surtidos de la soledad.

La mirada del otro
Muchos nexos y pocos vínculos, mucha conversación en horizontal y escasa en vertical. No es tanto ya la desconfianza en el otro lo que reduce el peso de la amistad, sino la dificultad laboral y residencial para cultivarla y enriquecerla. Poco a poco, sin pensarlo ni ponderarlo, vamos reduciendo la compañía eficaz al recinto de la pareja y sobre ella van concentrándose tantas demandas y exigencias, tanto socorro, que acaba cediendo en sus cimientos o ardiendo por exceso de exigencia.
El otro puede ser un verdugo o un lujo, aunque siempre posee partículas de ambos y siempre parece mejor que estar solo hallarse acompañado porque de la misma manera que no hay mejor especialista en la tortura que el autorturador ni tampoco peor enemigo de la lucidez que nuestra propia ofuscación, el otro cumple como elemento necesario para despejarnos.
Aquel que nos observa desde fuera, liberado de nuestra fijación, puede actuar como la llave de nuestra cura. Todo problema tiene su solución, pero a menudo no se halla en nuestro reino y alguien amado, venido desde fuera, abre el encierro. Los términos se vuelven más claros como por ensalmo y saltamos desde su precipicio a la calma gracias a la cirugía de la ajenidad. No significa, sin embargo, que el otro represente un mágico bálsamo. La especie humana prefiere, en general, no convivir demasiado junta. Precisamente, lo peor de la cotidianidad de las abejas procede de su obligatoria, eterna y hacinada colaboración.
Nada parecido al orden de los seres humanos, que encuentran en la soledad una ocasión de lavado y salud precisas. No será lo mismo la soledad que la independencia, pero la soledad elegida y la

independencia conquistada se acercan mucho entre sí. Complementariamente, la calidad del lazo aumenta si ambos asumen su independencia y están juntos pudiendo estar distantes después. La relación florece cuando nadie acarrea su desolación y la soledad posterior a un desacuerdo no se traduce en devaluación o suicidio.
Somos con los demás y los demás son con nosotros, pero sin apelmazamientos. El amor, la amistad, nos construyen mutuamente si los pilares no descansan desequilibradamente. La interdependencia no es, por tanto, suma de dependencias, sino juego de independencias de manera que la metáfora del panal nos endulza tanto como nos encarcela.
Somos, en suma, seres comunitarios y solitarios, ciudadanos e individuos. El inconveniente de la soledad en relación a la visión del mundo reside en que una idea o una opinión mantenida en solitario es prácticamente igual a una creencia, mientras la idea compartida se vuelve convicción y ayuda a trazar itinerarios comunes y a formar un mapa iniciático del que irá hilvanándose una más alegre concepción del mundo.

Pero no revueltos
Contra la exaltación de la compañía, sin embargo, hay que decir que la demasiada presencia del otro es opuesta al progreso. Si los medios de comunicación moderna han triunfado y se han popularizado tanto es debido a su fórmula de permitir hallarse presentes sin presentarse. La pérdida de presencialidad ha ensanchado la lucidez del intervalo en no pocas relaciones ahumadas. El espectáculo del otro sustituye así, muchas veces en nuestros días, a la realidad efectiva. Las pantallas omnipresentes operan como un cámara de transmutación de lo real para crear el mundo de una irrealidad liviana compatible con la idea de la ausencia. De otra parte, lo específico de nuestra especie no es el contacto con los demás, sino la distancia. Son especies de contacto aquellas que se apiñan por placer y permanecen piel con piel durante horas, como el hipopótamo, el cerdo o el erizo.
Pero hay especies de “no contacto”, entre las que se encuentra el caballo, el perro, el gato, la rata y también los seres humanos. No nos aguantamos demasiado cerca. Puede ser que este rechazo no predomine siendo cachorros o siendo bebés,
pero en cuanto se alcanza el estado adulto, toda confortabilidad
requiere holgura.
Y no ya un hueco para pensar o atacar mejor, sino como hábitat primordial de la supervivencia.
El hacinamiento nos mata, y bastaría la excesiva proximidad para enfermarnos. El individuo (indivisible) requiere para su definición una esfera en la que reine el olor y el amor propio. El abrazo amistoso, la asociación religiosa, el equipo, el barrio, son elecciones desde la soledad primigenia en que nos fundamos y nos reconocemos. Nada que ver con el pantanoso cosmos del cerdo, la aglomeración de erizos o el apegamiento de los hipopótamos. En el fondo, además, siempre estamos solos. Más solos que la una y a casi cualquier hora, pobres o ricos, sanos o con hernias. Proust escribía: “Nos comunica alguien su enfermedad o su revés económico, lo escuchamos, lo compadecemos, tratamos de reconfortarle y volvemos a nuestros asuntos. ¡Qué solas estamos las personas!”.

Y qué bello disfrute hallamos en esa oquedad cuando a ratos, voluptuosamente, la escogemos.
     
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