Ya que está aquí invitada para el lanzamiento de una cerveza premium, ¿en qué lugar quedó la cultura cervecera comparada con la buena prensa de la que goza hoy el vino?
–La cultura cervecera quedó en la esquina, en los kioscos, pero también en los restaurantes o bares más sofisticados. Por esa movida que hubo en torno al vino, ahora todos toman vino con cualquier cosa, pero hay algunas con las que el vino no va y no va. ¿Tiene vinagre? No tomes vino. ¿Pica? No tomes vino. La cerveza vuelve a golpear arriba. Está el que toma cerve en la esquina porque es barata, luego está toda la franja del medio, que toma vino porque es una bebida más aspiracional; y por último está la buena cerveza, que se toma en bares que ofrecen distintas variedades y donde la gente va en busca de una determinada cerveza. También se encuentra en lugares de comida nórdica, y donde se mueve la gente del mundo gastronómico, donde hay personas con más conocimiento.
–¿En qué momento el placer de tomar una cerveza es imbatible ante cualquier otra bebida?
–En recitales y cuando me reúno con mis amigas. Como una mitad toma cerveza y la otra vino, yo me voy de un bando a otro según el día. También me gusta mucho la cerveza en las tardes de verano, cuando ya bajó el sol, o para acompañar la comida mexicana, china, el sushi y el ceviche.
–¿Usted es de las que cree que somos lo que comemos?
–Sí, sin duda. Lo cual debería preocupar a muchos. No quiere decir que si comes chancho vas a ser un chancho. No es un concepto simplificador, sino todo lo contrario: es para hacerte pensar un poco más. ¿Soy tan simple que apenas como cinco cosas de todo lo que me ofrece el mundo? Si sólo comés papa, queso, tomate, harina y carne, vas a tener una dieta limitada, con lo que podría considerarse que sos una persona limitada. Después podés pensar por qué comés de forma tan limitada. En los comedores de las empresas, o de los colegios, hay que exigir que los productos varíen, porque abrir el abanico no es un problema de precio. Lo mismo pasa con los juguetes para los chicos: son rojos, amarillos, violetas, con pinchos, con textura, con ruido, con lucecitas. Después de pasarse horas con eso, les dan de comer papilla con queso blanco. ¿Qué van a querer comer? ¡Todo lo del kiosco, que es rojo, amarillo o azul! No van a querer una acelga, porque nunca huelen nada. Los niños de hoy huelen ajo y sienten asco. No les estimulan otros sentidos más que la vista, el oído y el tacto. El gusto y el olfato... chau.
–Y de acuerdo a esa educación y a los ingredientes de que disponemos, ¿cómo somos los rioplantenses?
–Tenemos la suerte de tener mucho espacio, entonces, dentro de todo, nuestros productos son buenos. En términos regionales, nuestra verdura es bastante buena, por lo que no tiene sentido que en noviembre, cuando ya hace mucho calor, comamos tomates que llevan seis meses en una cámara y que se pusieron rojos porque le tiraron un gas asqueroso. Ese tomate no hay que comprarlo, porque no es tomate. El tomate tiene que ser colorado adentro y afuera, dulce y carnoso. Si no, es un producto con un envase que parece un tomate, pero no lo es.
–¿Cuántos años vivió en Venezuela?
–Cinco. De los dos a los siete.
–¿Y qué influencias tropicales sobreviven en su paladar?
–Las arepas, el perico, la carne mechada y las frutas tropicales.
–¿Y usted no moría por las papas fritas, como el resto de los niños?
–Me encantan, obvio. Pero no tenía un plato preferido.
–¿Y hoy, qué ingredientes trata de evitar?
–Las grasas hidrogenadas y los edulcorantes.
–¿Por un tema de salud?
–Sí, hacen mal. Pero también porque no estoy de acuerdo con que me den algo porque es más barato, cuando pago por algo que no lo es. Si me estás poniendo eso porque es barato, y porque dura más en la góndola, y yo tengo que comerlo y que me haga mal, me niego. Si voy a comer algo que no está del lado del bien, es decir de lo saludable, prefiero ser consciente. No acepto este blablablá del cereal saludable cuando luego ves que dice aceite vegetal hidrogenado, que no es nada saludable. No me mientas. Dejáme elegir qué comer. Para salirme de lo saludable, prefiero una tortilla de papa con chorizo colorado.
–¿Y qué sabores evita?
–El hígado de vaca a la plancha.
–¿Cómo se lleva con la cultura light?
–Descreo mucho de ella. Como cosas descremadas, porque me gustan más o son más livianas. Pero no como nada dulce light. Si es dulce, que tenga azúcar, miel o fructuosa. Yo me cuestiono mucho lo que como. Por ejemplo, si tomo una bebida light, me pregunto por qué lo estoy haciendo. ¿Porque como mucha azúcar? ¿Y por qué? Porque me están embuchando azúcar desde chiquita. Entonces lo que tengo que hacer es comer menos azúcar, no cosas para reemplazarla y que mi ansiedad por lo dulce se mantenga a la misma altura. Te lleva nueve veces acostumbrarte a comer cualquier cosa te guste o no. Pero hay productos que tienen aditivos para que esas nueve veces te cuesten más o menos, unas cosas que se llaman pushers y pullers. Por ejemplo, comes una papa frita de paquete y primero actúan los pushers, que empujan el sabor, y sentís un pico de sabor muy alto en la boca. Automáticamente, después de decir “mmmm me encanta”, actúa el puller, que es otro químico, que tira los sabores para atrás. Se te corta el sabor y enseguida tenés que comer otra. A mí no me gusta que me hagan esto.
–¿Con la fast food tampoco se lleva bien?
–La fast food está buenísima. Frente a mi casa, en el barrio Chino, preparan los arrolladitos primavera, fritanga vegetariana hecha en el momento, y yo me como mil y termino reventada de la panza. También me gustan los tacos mexicanos, que son otra forma de comida rápida.
–¿Es de las personas que están todo el tiempo diciéndoles a sus amigos lo que se debe comer y lo que no?
–Depende. Por ejemplo, si una amiga le llega a dar algo light al nene la acogoto. Si mis hermanos están comiendo muchas galletitas, o cualquier otra cosa que tenga hidrogenados les explico por qué hacen mal. Les digo que lean las etiquetas y que se fijen lo que tienen.
–¿Para decir que una persona sabe comer, que debe apreciar?
–Primero tiene que disfrutar del acto de comer. Para mí, un buen patrón de medida es si cuando te hacés un sándwich en tu casa calentás el pan o no. Si pedís pizza por teléfono y, cuando llega, tenés el horno prendido. Yo no me voy a comer esa cosa toda babosienta que me llega en la caja. La meto en el horno y la pizza vuelve a la vida, se pone crocante. Saber comer está en esas pequeñas cositas, y no sólo en comer Portobellos rellenos con no sé qué, o hierbas frescas de no sé dónde todo el tiempo. Podés hacerte una simple pasta con aceite de oliva y queso, pero la gracia es que no tengas el queso rallado desde hace una semana en la heladera. Saber comer es aprovechar bien lo que tenés.
–¿Y qué importancia le da usted a los buenos modales en la mesa?
–Muy poca. Soy bastante bestia, pero obviamente depende de la situación. Si estoy en el bar de la esquina, comiéndome un tostado de jamón y queso, no me molestan tanto los malos modales. Pero si estoy en un lugar donde todo es agradable y tengo al lado uno que está hablando a los gritos, me molesta mucho porque no me deja disfrutar el momento. Por ejemplo, no me molesta en absoluto que la gente eructe. Eso se debe a que he estado en lugares donde el eructo no tiene el mismo valor que tiene para nosotros. Entonces deja de tener esa connotación grosera. Igual trato de no alentarlo entre mis hermanos…
–¿Qué plato y qué música no fallan nunca a la hora de agasajar a un invitado?
–Si vas a cocinar para otra persona, tiene que ser algo que ya hayas hecho. No te pongas a innovar con cosas locas. Te vas a angustiar mucho.
–¿Y cuál es su comodín?
–No tengo, pero digamos que una pata de cordero siempre me ayuda. Porque la ponés a marinar veinticuatro horas antes en una bolsa en la heladera y al otro día prendés el horno, ponés la pata y te fuiste de la cocina sin tener que quedarte como una esclava. Si hacés ravioles te vas a llenar de vapor y todo estará sancochado de sal.
–En su programa de El Gourmet usted se caracteriza por recomendar discos, ¿siempre cena con música?
–Muchas veces ceno en la cama mirando tele. Trabajo con música, cocino con música, pero no necesariamente para comer. De eso se ocupa Juan (Paronetto, su pareja), él es el que ordena todos los discos.
–¿Y quien lava los platos en casa?
–Él. Yo no lavo platos ni en pedo. En mi casa no cocino casi nunca, porque Juan lo toma como algo terapéutico y le divierte. Yo como, nada más.
–¿Encuentra diferencia entre la cocina de los hombres y la de las mujeres?
–No. Puede ser que hagas platos que sabés que van a tener más éxito entre los hombres que entre las mujeres. Cuando hacés la carta de un restaurant ya sabés para quién es el plato. Por ejemplo: carne con papas, hombre clavado. Las mujeres van a comer algo que tenga más verde o más rosa.
–¿Cuál es, a su entender, el mejor restaurant de Buenos Aires?
–Voy a tratar de no responderte con los clásicos. A mí me gusta mucho Café San Juan, en San Juan entre Balcarce y Defensa. Es muy chiquito, muy simple, no tiene un gran arquitecto ni una gran decoración, pero se come muy bien. Leandro, la persona que está en la cocina, se preocupa por conseguir buenos productos y todo es rico. Sabés que estás pagando su trabajo y el producto. No estás pagando ninguna boludez. No estás pagando la decoración ni las relaciones públicas. Pagás lo que compró y para que él se lleve plata a su casa. Nada más.
–¿Hay algún momento en que el dinero que se puede pagar por una comida resulta un exceso o un sinsentido, o el valor agregado de determinado chef puede llegar a justificar una cuenta exorbitante?
–Hay distintos valores agregados que pueden justificarse. No hay límite, porque el límite es el producto y ahí decide cada uno cuánto quiere pagar por esa combinación de producto y mano de obra. Lo que sí me molesta es cuando la relación calidad precio no es pareja. No puedo ir a un restaurant en Buenos aires y pagar 150 pesos argentinos el cubierto por más que la decoración sea espectacular, que salga en todas las revistas y que esté la gente más canchera y chic de la ciudad, si a la larga estoy comiendo un langostino que no es el mejor. Si tenés la mejor decoración y clientela, y sos caro, ponéme el mejor langostino. Si me ponés el mejor producto, la mejor clientela, el mejor servicio y todo lo mejor, entonces podés seguir sumando. Si no, no.
–¿Cuál es su chef preferido hoy en día?
–No hay uno que me parezca increíble o que sea el mejor. Hay muchas cosas que me gustan de varios, como por ejemplo Fernando Trocca o Martín Arrieta. Internacionales me gustan de diferentes lugares, Alex Atala de Brasil, por nombrar uno.
–¿Cree que existe un cierto snobismo alrededor de lo gastronómico?
–Sí. Hoy en día, cuando viajas, te dicen “andá a comer a tal lugar” y no “andá a tal museo”. Actualmente te dan datos insólitos, como por ejemplo en qué esquina se comen los mejores helados.
CREO QUE LO GASTRONÓMICO ES ASPIRACIONAL. A TRAVÉS DE LA COMIDA PODÉS ACCEDER A TOMARTE
UN VINO MÁS RICO, PROBAR ALGO NUEVO, COMER TAILANDÉS... SON LUJOS ASPIRACIONALES QUE PODÉS CONCRETAR.
–¿Eso habla de cierto deterioro cultural?
–No. Creo que lo gastronómico es aspiracional. A través de la comida podés acceder a tomarte un vino más rico, probar sabores nuevos, comer tailandés... Son lujos aspiracionales que podés concretar. Si decís “me encantaría quedarme un mes en el Ritz de París”, seguramente te vas a quedar con las ganas. En cambio, probar un vino francés, o comer algo diferente, con seguridad lo podés llegar a hacer. Obviamente, hay un montón de boludeces en el medio, pero no creo que sea tan malo.
–¿Eso sucede sólo aquí o es una tendencia mundial?
–Está pasando en todos lados. En todas partes se compran decanters y se decantan vinos que no necesitan ser decantados.
–Cuénteme de otros sacrilegios que haya presenciado...
–Hay muchos, como sobrecocinar las cosas. Para mí, algo que mataron para que vos te lo comas, tenés que comértelo de la mejor forma posible. Si vas a comer un atún, no lo comas hecho una suela horrible. Hacéle honor y comélo como corresponde, que no le tiren ochenta cosas encima. También me molesta que se mezcle cualquier cosa con cualquier otra...
–¿La publicitada cocina fusión?
–Sí, pero el problema es que se quedan en el título. Te ponen cosas que suenan bien en el oído o que se ven bien en la carta. Tratan de poner mucho. Hay demasiada información en un plato.
–Para terminar, dígame tres lugares en el mundo que les recomendaría conocer a sus amigos.
–Marrakech, porque te cambia la visión de muchas cosas. El norte de Brasil que es lo máximo para mí. Y, aunque está muy lejos, y no es para todos, recomiendo Tokio porque te hace entender cómo se mueve y cómo será el mundo. En Marrakech comprendes el pasado y en Tokio el futuro.
¿Y a un enemigo, adónde lo mandaría?
–Le diría que se fuera de vacaciones a Casablanca.
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