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Anclar en Punta
Brisa Marina

Internarse en el puerto de la península es sumergirse en un mundo donde a diario coexisten el ocio,
el deporte y el trabajo. ¿Cómo es la vida en los muelles más mentados del verano?

Por: Macarena Langleib. Fotos: Andrés Pittier.

Un olor penetrante y la presencia de un lobo marino descansando en el cemento. La primera impresión no es concluyente. Ni siquiera anticipa la elegancia de las cubiertas pulcras y brillantes, como debiera ser la túnica de un escolar de anuncio publicitario. En el puerto de Punta del Este bien que pasarían la prueba de la blancura las lanchas, los yates, las motos de agua que lavado tras lavado se alistan en las amarras o al borneo con sus nombres de mitología griega, de bon vivant, de animal, de planta, de auspiciante generoso o de chiste interno. No conviene rebautizar un barco o será mal augurio, explica un regatista. Por las marinas desfilan los tripulantes y los curiosos, el personal de mantenimiento y los delivery, los visitantes distendidos que salen a caminar con el perro y las muchachas que conversan confundiendo el lugar con una pasarela. No cabe un alma. El mayor puerto deportivo del país está a tope cuando se pasa revista en pleno verano. El lobo de mar no se inmuta, sin embargo. Se sumerge, caza una raya y la mastica frente a los turistas que pasan comentando. Mientras algunos carteles dan cuenta de que no hay cupo –tampoco en la guardería de barcos, en tierra firme–, otros del Ministerio de Transporte y Obras Públicas anuncian reformas inminentes. Hay varias obras en proceso, ya que el recinto portuario se inicia en la Parada 3. Un cambio consiste en el reacondicionamiento de la señalización y en la reparación de las estructuras portuarias. Incluye el muelle oficial, los de transición, las marinas uno y dos, los muros de ribera, el muelle interior y la escollera. Esa obra empezó el año pasado pero se detuvo antes de que diera inicio la temporada. Los trabajos pararon el 30 de noviembre y se reanudarán a partir del 1 de abril. Hace más de una década que no se pone a punto esa área. Si bien se efectúan labores de mantenimiento y pintura dos veces al año, las características climatológicas y su condición de puerto oceánico exponen las estructuras a un desgaste considerable. Éstas y otras obras insumirán un presupuesto cercano a los 10 millones de dólares.

Historia y presente
Descubierto en 1516 y denominado primeramente Puerto de la Candelaria por cumplirse el 2 de febrero día de esa santa patrona, la expedición pionera estuvo al mando de Juan Díaz de Solís. Como es previsible, mucha agua tuvo que correr hasta que en 1829 don Francisco Aguilar fundara allí Villa Ituzaingó. En 1843 la península y la Isla de Gorriti fueron vendidas a dos hermanos británicos apellidados Lafone y desde 1907 la zona es conocida por su actual nombre. Fue frente a sus costas que el 13 de diciembre de 1939 se libró la Batalla del Río de la Plata, que culminó con el hundimiento del Graf Spee. Afortunadamente, hace tiempo que las visitas son menos beligerantes. No se trata ya de acorazados sino de cruceros. u Se espera que más de un centenar haya pasado por Punta del Este al finalizar esta temporada. Destino ampliamente solicitado por este tipo de pasajeros, cuyos barcos suelen fondear en las costas de la isla Gorriti, este año el puerto los recibió con cubiertas livianas (toldos para que no se mojen ni esperen al rayo del sol) sobre el muelle principal y un sector de escollera, dos de los tres puestos de desembarque. Hay que visualizar un tráfico total de aproximadamente 200 mil pasajeros. En ellos y su desprendimiento piensan los músicos callejeros apostados en la rambla y los pasajes circundantes. Los días que llegan esas embarcaciones grandes como edificios se multiplican los guitarristas y hasta es posible escuchar a un hombre de ceño fruncido tocando un arpa. Los vendedores ambulantes también están atentos a los barcos que atracan.

 

Algunos, como los que ofrecen sombreros, esperan en las inmediaciones con su mercadería, listos para huir de los inspectores municipales. Por eso apenas hablan y sólo revelan su nombre de pila. Luis, oriundo de San Carlos, llegó los primeros días de enero y dice que sus compradores han sido principalmente brasileños. El gorro blanco a 200 pesos es lo que más aceptación tiene. Un buen día de ventas para Raúl, en cambio, significa 30 o 40 sombreros de paja colocados a 150 pesos cada uno. Peón de la construcción en Montevideo, va y viene de la capital de acuerdo a las fechas de los cruceros y trabaja a comisión. “En Punta del Este son muy caras las pensiones”, dice. Debido a eso, aunque lleva siete años haciendo temporada con los sombreros, nunca probó suerte en las obras esteñas. Otros, en cambio, trabajan con la habilitación en regla y montan su puesto con sombrilla incluida. “Esto es majestuoso, pero son noventa días y después quedo sola mirando el mar y los sueños”, se queja algo poética María Migueles, que hace 12 años se gana la vida vendiendo en el puerto pastelitos a horno de leña y empanaditas por las playas. Fue la salida que encontró cuando perdió el negocio al que le había dedicado 32 años. Frente a su canasto de dulzuras se han detenido algunas estrellas de TV, como Osvaldo Laport o Andrea del Boca, recuerda María. Los pasteles llevan relleno de dulce casero y cuestan treinta pesos, aunque esta señora de uniforme esmerado tiene tarifa diferencial para turistas y “laburantes”.

A tope
“Esto es puramente placer”, confiesa sin culpas Charly, un bonaerense que tocó puerto como tripulante del Proios Titis, compitiendo en el Circuito Atlántico Sur por la copa Rolex. Junto a su equipo, en las amarras, despliega los trajes y los numerosos petates en el poco espacio que queda libre en cubierta y parte de la marina. Llegó la hora de poner orden. Responsable de la táctica, es el capitán pero no el dueño del barco, para más datos, de nueve metros de eslora, con un calado de 1.80 y una manga de tres. Un sloop básicamente pensado para correr, en el cual entran seis personas pero sin las comodidades de otras embarcaciones. “Si bien cada uno tiene un puesto determinado, en una regata como ésta, en la que pasás la noche, hay que hacer guardias y ahí hacés de todo: cambiás velas, timoneás o hacés bandas, que es cuando te sentás en los costados para equilibrar y enderezar el barco. Llegar a Punta del Este fue bravo porque tuvimos Pampero, se largó con vientos que llegaron hasta 40 nudos y se movió muchísimo”. Suena como todo un profesional, pero se apura a aclarar que el deporte sigue siendo amateur a pesar de que los que corren no lo son. “Acá no hay plata. Todo el mundo corre por el honor”, recalca este porteño que navega desde que tiene uso de razón. “Con el dueño del barco somos amigos desde los 15 años, prácticamente hermanos. Mis padres me iniciaron en la náutica cuando casi no caminaba. Nacimos en el agua”, remata.
Su rutina diaria, en el otro extremo, está lejos de las olas y la aventura, al frente de una inmobiliaria. Las marinas tres y cuatro, las más antiguas del puerto de Punta del Este, serán demolidas y vueltas a levantar a partir del 15 de marzo. La tres ocupará el mismo lugar que ahora, pero con un talón entre ambas que permitirá poner embarcaciones de mayor eslora, adelanta el técnico Carlos Ferreira Silva, jefe de puerto. Además, se construirá una quinta marina. Con ello subirá a 540 el número de amarras, que hoy en día asciende a 512.

 

De ésas hay que considerar que tres se destinan a la Dirección Nacional de Hidrografía, tres más a servicios, otras tantas a la Prefectura Nacional Naval, 24 para embarcaciones de pesca artesanal y 20 para embarcaciones de tráfico, es decir, las que organizan salidas a Isla Gorriti e Isla de Lobos, entre otros paseos. El resto, lo contrata quien quiere y puede. “Tenemos una demanda muy grande los meses de enero y febrero. Se puede decir que seguro se completarían dos puertos. El tema es que en baja temporada la ocupación es de un 50 por ciento”, subraya el técnico. “Hoy el puerto no puede recibir embarcaciones de 50 metros, por ejemplo. Varias de ésas están acá en temporada pero al ancla. En otros puertos esos barcos pueden ir a muelle. Acá no tenemos estructura para ellos, lo máximo son 30 metros y generalmente esos lugares están cubiertos. Nuestras reservas se hacen con un año de anticipación, entonces es complicado. Esto es como un hotel: te dicen ´está ocupado` y te vas porque no hay lugar”. De acuerdo a lo que señala, no hay muchas alternativas para no perder a ese turista. “Evacúan la duda telefónicamente; si no hay lugar no zarpan y no vienen.
El día antes de una regata, por ejemplo, hay 40 amarras que se tienen que ir, y la mayoría no quiere”. Cuando hay regata se acomodan, por usar una falacia, dos barcos por amarra. Del desalojo amable a veces se benefician otros puertos deportivos, que también administra Hidrografía, como los más cercanos de La Paloma y Piriápolis. Pero lo usual es que esos también estén completos. La demanda es mucha porque sólo el parque náutico argentino son 150 mil embarcaciones, y poco a poco se ha ido incorporando, además, el parque náutico brasileño, en particular el de Rio Grande do Sul, que son 300 mil embarcaciones. Punta del Este es un hermoso vertedero de los puertos de la región, pero pide ampliación en forma urgente. A metros de allí, en el edificio Yateste, Pablo Defazio atiende interminables pedidos cada vez que hay regata. Construido en 1980 como local delYatchClub de Punta del Este con objetivos diversos –desde bar informal hasta suites para socios y sede de la Comisión de Regatas y de las clases de vela–, las funciones del edificio y de la casa lindera se han ido ampliando. Conocedor del paño, como regatista que es, Defazio se arma de paciencia y trata de cumplir con todos los que llegan, vela en mano, pidiendo una reparación. Con 27 años de edad, Defazio ya es experimentado, puesto que navega desde que tenía nueve. Actualmente lo hace en un Snipe, para dos personas, o en el barco que lo inviten. Detrás de la máquina de coser, el muchacho arregla los desperfectos ocasionados por las travesías: velas de regata y crucero, fundas, lonas y carpas. El trabajo es contrarreloj: los barcos deben volver a competir. “Hace dos años, durante la regata Rolex, estuvimos dos noches sin dormir”, narra. El service es complicado en esas condiciones, porque las roturas de una regata son numerosas. Las velas blancas distan mucho de una sábana blanca. Son comúnmente de dacron, una tela similar al poliéster, utilizada en cruceros. Hay otras laminadas, una mezcla de film y tejido, más resistentes y livianas, indicadas para regatas. Se pueden arreglar hasta que se desgastan indefectiblemente. Los barcos llevan varias velas, una para cada viento, pero los repuestos no van a bordo, porque son peso muerto. Una vela puede costar unos mil dólares y ponerle un parche, con el que se puede estirar su vida útil un año, se cobra cerca de 100. Con los precios estimados a la vista se entiende por qué los competidores hacen cola para que les emparchen las velas, al menos, una vez más.

Memorias de la pesca
Un barco de arrastre que sale anualmente de La Paloma consigue los caracoles que terminan vendiéndose en Punta del Este. Descartada la pulpa, queda la carcasa, que se valora de acuerdo a su tamaño: treinta pesos la más chica, doscientos la mediana y cuatrocientos la grande. Igual que esta última cuesta la mandíbula de angelito, pez que llega a pesar unos treinta quilos. Un souvenir más accesible es la estrella de mar, a sólo diez pesos. Es cuestión de vagar por la zona de tráfico del puerto y encontrar los puestos. Sentado en El argonauta, un barco construido en 1912 que lo acompaña desde hace un cuarto de siglo, Walter Franco espera a sus clientes debajo del muelle principal. “Siempre dije que un día quería vivir de mi hobby y lo logré”, resume. Tiene 65 años, se crió en el campo, pero hace 35 devino hombre de mar. El uruguayo no suele contratarlo para las salidas de pesca deportiva o de paseo, pero sí el turista regional o el europeo, y también los orientales. “Los japoneses se vuelven locos”, sostiene Franco. “Corvina, brótola, pescadilla, parvo, congrio, chuchos… hay de todo”, enumera el pescador. “El que está en hotel deja la pesca, pero el que está alquilando y puede cocinar se lo lleva. Acá en el puerto se lo filetean; se lo lleva lim-pi-to. En casa le pone sal y al sartén. Ya está”. Hay dos tipos de viajes posibles a bordo de El argonauta. Cuesta 70 dólares la hora para las familias. El precio prevé todos los enseres, y dos personas que se encargan de encarnar y sacarles luego los anzuelos a los peces. “Los que nos ensuciamos las manos somos nosotros”, aclara el pescador, divertido. El turista prácticamente hace la mímica de la pesca: se sienta con todo listo y espera que pique. El otro tipo de alquiler es compartido, cuando se forma un grupo de al menos seis personas, y en ese caso se cobran 35 dólares por las tres horas de pesca. Franco sale todos los días, dos o tres veces, salvo durante y después de un temporal porque, se sabe, el mar queda revuelto. Más allá de las cañas, el paseo a la Gorriti, a una hora de distancia, lo cobra 90 dólares la hora para el grupo de hasta diez personas. ¿Momentos memorables en El Argonauta? “Las grandes pescas con los amigos. Ponemos un lechón arriba de la mesa, vino, whisky, y hasta que no se acaba no los dejo irse”.
 

Antes de zarpar
Eugenio, nacido hace 16 años en Rafaela, provincia argentina de Santa Fe, es el orgulloso dueño de una moto de agua y un jet ski que comparte con su padre y su hermana. En Rafaela, imposible usarlas, por eso las tienen todo el año en el Delta del Tigre, en Buenos Aires. Claro que hace ocho años que las vacaciones en el Este no son tales si no llevan las motos. Las usa casi todas las tardes, pero desiste cuando el mar está picado. Una vez que se hace al mar puede estar siete horas andando, siempre con precauciones: usar salvavidas, estar atento a las maniobras de los demás y “tenerle respeto”, advierte. Sucede que actualmente las motos acuáticas vienen con dos llaves de seguridad, una para andar más rápido que otra. Para suerte de fanáticos como él, el horario de regreso a puerto se extendió hasta las 22. Todo esto cuenta mientras va a buscar su moto a la guardería, donde el mecánico Agustín Ponce de León le hace el mantenimiento. Hasta hace dos años se organizaba una competición que unía Solanas y Piriápolis ida y vuelta, pero el evento se suspendió por falta de sponsors. La idea, cuenta Ponce de León, es reflotar las carreras off shore para que el público pueda seguir la competencia desde la costa. “El parque náutico ha crecido muchísimo en pocos años, a nivel de tamaño de las embarcaciones y de motos nuevas, entonces, ya la capacidad del puerto es muy limitada para el usufructo de este deporte”, explica el experto. En los talleres se atienden problemas comunes como baterías que no arrancan o recambio de aceite. Entre las torpezas que constatan los mecánicos figuran las consecuencias de andar arriba de la arena o de no lavar el vehículo con agua dulce, lo cual, por supuesto, termina dañando motores y carrocerías. “Aquí hay una lista de espera de 150 personas. A la gente se le pasa la temporada, entonces van a la parada 4, la 7, la 18 o a Solanas, que son lugares deportivos, pero allí la guardería es en la arena. Cuando hay creciente, las motos quedan a la deriva. Es muy sacrificado su trabajo”.
En la misma explanada, rodeado de embarcaciones, trabaja Salgado, tal como se identifica.

 

Es un salteño que hace 25 años quedó vinculado al puerto. Empezó manejando los tractores que arrastran los barcos. Ahora él y sus hijos integran una de las tantas empresas familiares que se dedican a tareas de mantenimiento y limpieza. Su jornada empieza a las siete de la mañana. Manguera en mano, lava todo: las cañas de pescar, las escamas que quedan esparcidas, los cabos de esquiar, de amarre, el ancla. Dice que la arena, el agua salada o las botellas tiradas se quitan fácilmente pero que la mugre de la pesca, incluyendo las carnadas pegadas, es lo más trabajoso. “Hay quien tiene cuidado, pero la mayoría no. Usan el barco como hobby, no son profesionales. En verano se trabaja duro. Hay gente que sale todo el año, pero en invierno hay mucho viento”, asegura. Salgado demora una hora y media en poner a punto una lancha de pesca, incluyendo el camarote. Él se ocupa de llenar los tanques de agua; la nafta por lo general la carga el dueño. Atiende una media docena de barcos por día. Entre el mediodía y las siete de la tarde no hay mucho para hacer. Pero con el regreso de las embarcaciones todo vuelve a comenzar. “A veces uno mete la pata, como olvidarse del tapón del casco. Si se olvida se le hace agua el barco, pero eso le pasa una vez sola, después el propio dueño se fija”, cuenta entre los errores propios. De los ajenos, señala que quien no conoce el puerto, puede llegar a agarrar piedras con la hélice. Su trabajo no comprende asuntos mecánicos pero sí repasar la pintura del casco. No es cualquier pintura. El antifolium contiene un veneno para que no se adhiera el mejillón, según explica, porque el mejillón le quita velocidad al barco. Esa pintura especial vence a los 60 días. Antes, la lucha con el bivalvo era manual, ya que se contrataba a un buzo para limpiar el casco. Salgado cobra por mes y a partir de los 150 dólares, según el tamaño de la embarcación. “Hace cuatro años que en tierra se empieza a llenar”, observa desde la explanada del puerto. “En enero no da abasto, en febrero ya encontrás lugar”. El servicio de botar y varar las lanchas que lleva adelante personal de Hidrografía va de 7 de la mañana hasta las 21.30, cuando anochece.

Se presta a todas las embarcaciones de hasta nueve metros, aproximadamente. Van a buscar el trailer, las sacan del agua y las ponen en su lugar, una especie de estacionamiento que, como tal, implica el pago de un ticket. Se cobran 320 pesos por día la estadía del trailer, 227 pesos por botar y varar y 22 pesos por el consumo de agua.
En enero había 324 embarcaciones en la explanada e ingresaban unas 15 diariamente. Las nuevas tarifas han ocasionado en Punta del Este casi tantos comentarios como la crisis mundial. Sobre los pormenores del reajuste, el jefe de puerto explica que hace años que debieron hacerlo, ya que los precios estaban desfasados con respecto a otros puertos.
El expediente del aumento comenzó a circular hace dos años. Como decreto del Poder Ejecutivo, recién obtuvo la firma el pasado 11 de noviembre, entrando en vigencia recién 60 días después. Los precios en guardería de barcos ya se sintieron, porque allí se admiten las embarcaciones por orden de llegada, pero el incremento sobre las amarras se va a empezar a sentir en marzo, estimó Ferreira, cuando comiencen las reservas para el año próximo.

A toda vela
A las 8.45 la cita es en el Yateste. Los futuros navegantes hacen sus pinitos con los barcos de Optimist.
Son los propios niños quienes llevan las embarcaciones hasta el agua, se colocan el salvavidas y siguen las instrucciones. Un barco de apoyo –el Don Federico– y un gomón supervisan la clase. En el barco de madera, más estable, las dos profesoras, pero los chiquilines prefieren esperar su turno en los Optimist yendo en el gomón, que va más rápido y que, además, maneja Alejandro “Jano” Foglia, el regatista clase Láser que llevó la bandera uruguaya en los Juego Olímpicos de Beijing. Hay dos escuelas paralelas funcionando todo el año. Aparte de la sede de Punta del Este, el club tiene una sucursal en el faro de Puntas Carretas. En verano, entre los tres turnos, sólo en Punta del Este llegan a dar clases a más de 60 niños.
Algunos ya han hecho la escuela de vela años anteriores; otros recién se inician en el deporte. El club otorga tres o cuatro días de prueba y luego, si la clase agrada,

 

solicita que se hagan socios. Nadar no es estrictamente necesario; alcanza con que se sientan cómodos en el agua, aclara Claudia Rafaniello, parte del plantel de instructores. Diseñado para niños, el Optimist provee las bases para continuar luego en cualquier barco a vela. La edad mínima recomendada es de ocho años y se puede practicar en forma competitiva hasta los 15. “El niño está solo en el agua, sin papá y mamá, tomando decisiones por sí mismo y asumiendo las consecuencias. Es un deporte que les enseña a adaptarse a condiciones que no controlan, como el viento y el agua, y tomarlas a su favor. Es muy completo. Por otro lado, no importa el físico. Es más bien una cuestión estratégica y táctica, si hablamos de competición”, explica Rafaniello, que se inició de chica, igual que sus alumnos, y hace diez años que da clases. El Yatch, que este 14 de febrero cumple 85 años, tiene además seis barcos Punta del Este, únicos en su clase, diseñados específicamente para las lecciones de los adultos. Lo más complicado de aprender es la terminología, reflexiona Diego de los Santos, dueño del Bayuca, donde instruye a mayores de edad en la navegación costera. Empezando por babor y estribor, en el mar hay un vocabulario aparte y cada clase de cuerda tiene un nombre distinto. De los Santos tiene la originalidad de no provenir de una familia de marineros, sino de ciclistas. Pero a él le tiró el mar, tanto así que a los 18 años se fue hasta Rio de Janeiro embarcado en un velero inglés de 30 metros, en el que aprendió las nociones y un poco más. Después siguió a Europa, donde estuvo nueve años. Trabajaba diez meses en un barco y durante sus vacaciones volvía al Río de la Plata para hacer temporada. Arrancó como tripulante, desde lo más sencillo, hasta llegar a skipper o patrón de a bordo, lo que el vulgo llama capitán. Nuevamente el léxico poniendo distancia con la gente de a pie. “Podés llegar a ganar muy bien”, admite De los Santos, sobre todo haciendo transferencias oceánicas, es decir, llevar un barco desde un país a otro. Para esas misiones lleva por lo menos tres personas de su confianza, y arma guardias de cuatro horas cada una. Una vez aceptó el trabajo con un solo acompañante, para que el

 

presupuesto rindiera más. Con ese dinero logró comprar su casa, pero no piensa repetir la experiencia, agotadora desde todo punto de vista. Desde cómo salir de la amarra, prender el motor y coser una vela, manejarse en el mar es lo que transmite en su barco. Las clases en verano, de tres horas y pico, cuestan 40 dólares. Los precios de invierno bajan a 25. Las normas de convivencia son otro punto que, por lo visto, habría que contagiar. “Los barcos a vela tienen preferencia sobre los de motor. El 50 por ciento no te lo respeta. Tenés que andar a los gritos o cambiar de rumbo, porque el velero tiene menos capacidad de maniobra. Tampoco respetan las velocidades adentro; muchos no saben de señales o de códigos. Lo mismo pasa en la isla, donde los barcos están con los chicos bañándose alrededor y te pasan al lado con los jet ski”.
Problemas similares a los de la calle, en suma, con la diferencia de que en la ciudad hay calles con un sentido.
En el mar el control es más difícil. A todo esto, ¿qué opina de vivir a bordo? “Una vez que mis hijos crezcan, la idea es comprar un barco más grande, dedicarme de lleno a esto y que de mí sepan por postales”, amenaza con un brillo en los ojos. Los perros labradores y los barcos son las dos pasiones del economista Jaime Mezzera. Pasión, esta última, que heredó de su padre, quien lo introdujo en las artes náuticas desde los 12 años.
Fue en La Biguá, una lancha comprada a un argentino en la década del 50, con la cual aprendió a navegar. Desde entonces, como él menciona, tiene la doble nacionalidad: es socio del Yatch Club uruguayo y de su par puntaesteño, del que también integró la directiva. Tras conocer de tormentas, de peligros y de respeto a las aguas, comenzó a comprar sus propios veleros, y los siguió llamando Biguá, que es un tipo de pato de pelaje oscuro. Hubo así un Biguá Río y un Biguá Tres. Después se mudó a Chile, a Brasil, a Estados Unidos. “En 2003 volví y casi la primera cosa que hice fue comprarme un velero de regata para recuperar el tiempo perdido, en el mejor estilo de Proust”, recapitula. Ese fue el Biguá Delta (Biguá Cuatro le sonaba muy mal). Luego, enamorado del diseño, compró el Biguá V al astillero francés Dufour. A duras penas

 

confiesa que le “costó un platal”, pero no da cifras aproximadas. “Tú ves lo que es: es un mueble por dentro”, señala orgulloso, enseñando la mesa, el barcito, el baño con ducha y agua caliente, las camas, la capacidad para que duerman seis personas si es necesario. Cuando Mezzera empezó, las cartas náuticas eran una herramienta indispensable. Por reglamento las rutas en papel se siguen utilizando, aunque su barco cuenta con un plotter, una moderna pantalla que indica las coordenadas. El Biguá V no fue únicamente un tema de desembolsos. Es un derrotero romántico, por decirlo de algún modo. Mezzera no resulta exagerado cuando sostiene que “el auto es un bien de uso. Esto es un amor”. Sin mástil, sin timón y sin quilla, lo colocó en un carguero, luego de matricularlo en Estados Unidos, porque era más práctico. Así lo llevó a Buenos Aires, donde lo armaron. Ponerle la quilla, que pesa dos mil quilos, es asunto serio. Se la coloca vertical y se le echa el barco encima, cruzando los dedos para que los bulones encajen perfectamente en el casco. “Sudé tinta”, cuenta de aquel momento, que inmortalizó en fotos.

 

“Después nos vinimos navegando”. Con el Biguá V corre cuanta regata hay. “No tengo edad de correr”, aduce a sus 66 años de edad, pero su tripulación lo respeta como capitán. “Cuando tenés ocho personas que corren amateur, tenés que tener en el banco cuatro más. En las regatas largas me quedo yo. En las cortas hago la parte táctica, skipper o peso, porque soy el más pesado”. Mezzera navegó en el lago de Brasilia, en el Caribe, en Angra dos Reis, pero su asignatura pendiente es probar en Grecia. “En las épocas en que yo empecé éramos unos indígenas, tirábamos botellas al agua, cualquier cosa. En estos momentos a nadie se le ocurre arrojar aceite. La conciencia ecológica crece enormemente a medida que tenés más barcos”, celebra del actual ambiente en el puerto de Punta del Este. “Esto es el paraíso de los paraísos”, dice el viejo lobo de mar, desde la cubierta impecable de su barco en boya. El salitre del aire es sumamente agradable y el sol se refleja en el espejo de agua como en las postales más cursis. A veces el paisaje mejor logrado peca por bello y se niega a parecer real. Sin embargo, allí está.

Reprimir la sonrisa es lo más complicado cuando se está a bordo del yate propio o ajeno, navegando sin clicks ni mouse, surcando el mar o brindando al reparo del puerto.
 
     
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