Vicio en Polleras

Empiezan mechando los trámites en el Centro o las compras en el shopping con una escapadita a los slots. Acaban mintiendo en la casa, se vuelven adictas al juego y repiten la rutina varias veces por semana. En el Uruguay 2004, la timba tiene cara de mujer. .

Una tarde cualquiera, las ocho salas de juegos del área metropolitana (sumando los casinos Parque Hotel, Carrasco, Oceanía y Radisson, más las salas de esparcimientos de Maroñas Entertainment de Montevideo Shopping, Geant, 18 de Julio y Las Piedras) están llenas de gente jugando a los slots. Siete de cada diez personas son mujeres.

Las máquinas tragamonedas constituyen el último grito del entretenimiento adulto en Uruguay, y su clientela tiene un acentuado perfil femenino. La nueva oferta, más amplia, más cómoda y más aceptada socialmente que antes, ha conquistado a un público que hace apenas unos años atrás nunca se hubiera asociado al juego.

Sin distinción de sexo, los uruguayos están apasionados con los slots. Las cifras echan por tierra cualquier sospecha de exageración: sólo a las salas de Maroñas Entertainment inauguradas el año pasado acuden unas 300.000 personas por mes, clientela casi un 50 por ciento mayor que la de los cines, estipulada en 212.000 espectadores mensuales durante el año 2003. ¿Más comparaciones? A los slots va 16 veces más gente que al teatro y 20 veces más gente que a la Biblioteca Nacional.

En términos generales, el fenómeno abarca todas las edades y todos los bolsillos. El público está constituido por parejas, grupos de amigos, solos y solas, pero la contundente mayoría que anima las salas de slots está alimentada por mujeres que pasan las 35 primaveras.

El look y el curriculum, como la alegría, van por barrio. En la sala de Maroñas de 18 de Julio y Yaguarón, así como en el casino del Radisson Victoria Plaza,  la fauna femenina es bastante ecléctica. Por su lado, los slots de Montevideo Shopping y el casino del Oceanía congregan un público más paquete. En el supermercado Geant las parejas se hacen sentir con más fuerza, al tiempo que en el Parque Hotel y el Casino Carrasco la nueva generación de apostadoras todavía no le hace sombra a la vieja guardia de adictos a la ruleta. En promedio, la mitad de las mujeres que frecuentan estos juegos de moda lo hacen entre dos y tres veces por semana, y pasan allí entre dos y tres horas cada vez.


Lluvia de monedas

Los tiempos cambian. Incluso en el legendario Parque Hotel, donde hasta hace pocos meses un conocido cliente cambiaba 300 mil pesos cada noche, la ruleta ha quedado relegada a un rincón para cederle terreno a las tragamonedas, que ocupan unos dos tercios de la sala. Esa tendencia a reemplazar los juegos de paño por los slots, que sigue la corriente internacional, terminó por imponerse del todo en Montevideo con la inauguración de las cuatro salas de Maroñas Entertainment. Sumando unas mil tragamonedas, dichos locales duplicaron la oferta en Montevideo. Y las uruguayas se vieron tentadas por las alfombras mullidas, el ambiente distendido, el personal amable y, no menos, la oportunidad de pasar una tarde divertida con pocos pesos: hay fichas desde 50 centésimos, aunque el promedio de los jugadores invierte unos 225 pesos en cada incursión a los slots.

La irrupción de las polleras en las salas de juego, tradicionalmente dominadas por los varones, ha cambiado algunas reglas. La vieja guardia machista mira los slots con cierto desprecio. “No tienen gracia”, “no hay que pensar”, “sólo tenés que mover un dedo”, repiten ellos. “Gastás menos”, “no tenés que pensar en nada”, “pasás el rato entretenida”, responden ellas. Según el empresario Everly Rodríguez, propietario del casino del Hotel Oceanía, que abrió sus puertas hace dos años, los slots eran “un nicho de mercado que esperaba silencioso”.

Diversión en alza

A las tres de la tarde, las clientas de Rodríguez hacen fila en la puerta esperando que abra el casino de Punta Gorda. Según él, “con más espíritu de diversión que de fanatismo. Hay mucha soledad a esa hora de la tarde”.

Contra lo que algún malpensado pudiera suponer, las mujeres no van a buscar allí otra cosa que diversión. Y dinero. “Se ven con otra gente allí y nada más”, despeja Rodríguez para tranquilidad de más de uno, asegurando que las relaciones no se prolongan fuera de las cuatro paredes del casino.

También Martín Cánepa, presidente de Hípica Rioplatense (concesionaria de Maroñas Entertainment) insiste en que la propuesta de este tipo de salas descansa en el entretenimiento. Según él, el público acude con la siguiente sicología: “si pierdo, no me importa”.

En las salas de Maroñas los gustos de varones y mujeres aparecen claramente diferenciados: ellas dominan en los slots, ellos en las apuestas de caballos. Algo parecido ocurre en el Radisson Victoria Plaza, donde la calle Colonia, que pasa debajo del edificio, oficia de frontera entre los sexos. De un lado, el paraíso femenino de las tragamonedas. Del otro, la tierra varonil de los juegos de paño.

El otro cambio impuesto por las mujeres tiene que ver con los horarios. Antes asociadas a la noche, el humo y el alcohol, las apuestas de hoy copan la tarde. Y para agasajar a las señoras que prefieren esa franja horaria, no faltan las promociones que amenizan las horas frente a las máquinas tragamonedas: tartas y café o té por 42 pesos, ofertas de cosméticos, magos y hasta charlas sobre numerología.

Hambre voraz

El canto de los slots es la banda de sonido de este espectáculo. La música, intensa y monótona a la vez, no alcanza a tener melodía, pero su sonido, ensordecedor para el que pisa ese suelo por primera vez, resulta envolvente para las iniciadas. Cada jugadora está ensimismada en su tragamonedas y su suerte. Obreras del azar, alimentan a la máquina metódicamente. Ella siempre tiene hambre. Y cada tanto, vomita un premio. En general, semejante halago es correspondido con más alimento.

Parecen robots. Introducen la ficha, eligen la modalidad de apuesta, presionan un botón y juegan. Introducen, eligen, juegan. Introducen, eligen, juegan. El movimiento es tan mecánico que casi no da lugar a pestañeos. La mirada está fija en la máquina y se pierde quién sabe en qué pensamientos. No hay carcajadas ni broncas, las emociones parecen controladas.

Así pasan las horas. Una señora, que debe rondar los 60, no espera a sacarse la campera de paño a cuadros ni la boina roja de crochet para empezar a jugar. Ni siquiera atina a sentarse. Parada frente a la máquina, sólo mueve sus dedos índice y mayor derechos. Así se quedará, sin hacer otro movimiento, al menos unos 30 minutos.

Chas, chas, chas, chas. Las doradas monedas caen una tras otra, y su metálico sonido hace vibrar a la ludópata que todas llevan dentro, despertando el olfato de las jugadoras vecinas que, envidiosas, distraen por un momento la mirada de su máquina para ver por dónde anda rondando la esquiva suerte.

Silencio de tumbas

Mientras buena parte de la sociedad sigue estigmatizando los juegos de azar –a pesar de su legalidad– las nuevas salas contribuyeron a “blanquear” una práctica que ya no se asocia exclusivamente a tahúres y fanáticos. De todas formas, es mínimo el porcentaje de apostadoras que confiesa sin tapujos su condición de tal. Sabios conocedores de esa realidad, los funcionarios de las salas de entretenimientos y casinos hacen de la discreción una regla de oro. Son ciegos, sordos y mudos si alguien intenta averiguar algo sobre sus clientas. Cuando Everly Rodríguez intentó armar una base de datos e instrumentar un sistema de micros para que pasara a buscar a las señoras que viven en la zona de influencia del Oceanía, se volvió loco: nadie quiso largar prenda, ni decir quién es quién allá afuera.

La sombra de la condena social siempre está presente. Naturalmente, no todos los apostadores terminan enganchados en el juego en grado patológico. Pero que los hay, los hay. Los porcentajes varían de acuerdo a diversos estudios. Unos hablan del 3 por ciento de la clientela de las salas de juego; otros, de entre el 1 y el 4 por ciento de la población total. En Estados Unidos, la Asociación Americana de Psiquiatría (que en 1980 reconoció a la ludopatía como una enfermedad) los ubica entre el 0,5 y el 2,5 por ciento de la población adulta.

Estados Unidos se ubica a la cabeza en la lista de países con mayor incidencia de ludópatas, mientras en la Unión Europea, España es el que más dinero gasta per cápita en juego: 25.000 millones de euros en el año 2000.

En Uruguay, como era de esperar, no hay estadísticas al respecto. Pero algunos indicios permiten sospechar que la enfermedad (también así cataloga a la ludopatía la Organización Mundial de la Salud) va en ascenso.

En Jugadores Anónimos, asociación que funciona en el país hace 17 años, perciben un sensible incremento de casos. De hecho, hace un par de mese debieron abrir un grupo nuevo ante la gran demanda. En los primeros 15 días de julio, se inscribieron 34 personas. Y en el Casmu, la siquiatra Sandra Chele, que trata pacientes con esta afección hace un buen tiempo, pasó de recibir una consulta cada dos meses a atender una por semana.



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