María Noel Riccetto
Lleva puesto el tutú amarillo que utilizó para el segundo acto de Corsario. A los 24 años, y dueña de un buen humor contagioso, es la bailarina que toda alumna de ballet quiere ser.
   

Basta verla sobre el escenario para comprobar que cada pirueta suya encanta y gratifica el espíritu, aunque ella insiste en que “lo que realmente mueve a la gente no es cuántas piruetas hagas, ni qué tan alto saltes, sino cómo lo hagas. La gente que no sabe de ballet no te mira los pies, se muere contigo porque hay algo que la transporta. Eso se aprende, se copia en muchos casos, o se tiene”, dice la talentosa bailarina uruguaya. De paso por Montevideo para bailar el Quijote en el flamante Solís de la mano del bailarín argentino Iñaki Urlezaga, Riccetto conversó con Paula.

– ¿Cómo es tu rutina en Nueva York?

– Las temporadas en el Metropolitan son dos meses con funciones todos los días menos los domingos y miércoles. Los sábados hay doble función. Entre una y otra sentís que no podés más, pero hay que seguir. Salís al escenario y te olvidás. Las clases son a las once de la mañana. Me levanto a las nueve y media, llego al teatro, me cambio, hago la clase. A la una empiezan los ensayos, hasta las siete menos cuarto de la noche. El Metropolitan está en el West y yo vivo en el East Manhattan. Voy en taxi, aunque no debería, pero son dos meses en los que no hago otra cosa. Son diez minutos más para dormir, y para mí son oro, son sagrados. A las ocho empieza la función. Mientras te sacás el maquillaje, te cambiás, te bañás, se te van gastando las últimas pilas. Llegás a tu casa a las once, y terminás de comer a las doce, pero quedás con tanta adrenalina que te dormís a las dos de la mañana. Al otro día, vuelta a tomar el taxi (risas).

–¿Cómo llegaste al American Ballet Theatre?

-–Yo obtuve una beca para bailar en Carolina del Norte, uno de mis maestros me llevó a audicionar. La audición consiste en tomar una clase con la compañía. Allá no hay concurso para entrar, hay tantas funciones que estás siempre expuesta y ellos se guían por lo que ven en el día a día, se dan cuenta de tu rendimiento, tus facilidades y tu técnica. Yo esperaba que me dijeran “muchas gracias”, pero me ofrecieron un contrato.

–¿Qué hubiera pasado si te quedabas en Uruguay?

–O me hubiera dedicado a estudiar, cosa que pensé hacer en cierto momento, o estaría en el Sodre como tanta gente, bailando una vez cada no sé cuántos meses. Es la triste realidad. Pero eso no lo sabés hasta que no lo vivís.

–¿Qué es lo máximo a que puede aspirar una bailarina uruguaya?

–Llegar a ser primera bailarina.

–¿Cómo influye una buena infraestructura a la hora de salir a bailar al escenario?

–Realmente uno se da cuenta de lo que hay cuando sale. Te das cuenta que en Uruguay la gente baila por amor al arte, nada más. El nuevo Solís, por fin, va a ser un teatro como debe ser. No va sólo en las dimensiones del escenario, sino en todo lo que hay atrás. Cuando bailás en un teatro con todas las letras, cambia el espíritu, cambia todo. Cuando te gusta bailar, como le pasa a la gente que hay acá, bailás en cualquier lado, no importa que el piso sea de portland o tenga cámara de aire, pero cuando salís y te das cuenta de lo que es un buen teatro, no podés creer lo que hiciste y no podés creer lo que estás haciendo. También está el riesgo de irte un poco al otro extremo. En la compañía del American Ballet cada vez que bailás como primera bailarina tenés una persona al lado tuyo con un vaso de agua y un Kleenex. Allá cada ballet tiene su vestuario,  hay  tres o cuatro tutús

para cada rol. Acá desarman uno para hacer el otro. No hay rubros. Yo sé que hay un montón de cosas en el país que no están funcionando, pero el arte es algo que tendría que estar más presente en un país como Uruguay. Ojalá que las puertas se abran para las personas que quieren hacer cosas. Me encantaría darle posibilidades a gente que quiere realmente bailar, no tener un lugar por tener un lugar y cobrar el sueldo todos los meses, sino bailar. Y acá a veces se pierde eso.




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