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Extraña “mezcla de monjas y boxeadores”, como las definió el genial Maurice Béjart, las bailarinas deben sumar la devoción de una beata y la entrega de una deportista de alta competencia. “Pueden parecer regias desde la platea, pero tal vez en ese mismo momento tienen los dedos de los pies llenos de ampollas y les sale sangre. Suena terrible, aunque para un bailarín no lo es tanto. La gente piensa que la danza es una actividad muy sana y saludable, pero el desgaste físico es enorme. Nosotros tenemos un nivel de resistencia al dolor muy alto. Estamos acostumbrados al exceso de trabajo físico”, abre el fuego el director del Cuerpo de Baile del Sodre, Rodolfo Lastra, que fue cinco veces operado en las piernas por problemas de rodillas y tendones. Esos seres espigados, aparentemente frágiles, de cutis de porcelana y cuello de cisne, esconden tras de sí un historial de sacrificios y trabajo duro. El ballet tiene su propio idioma y hablarlo con el cuerpo no es nada sencillo. Renuncia, pasión y entrega son denominadores comunes de una profesión que reclama condiciones artísticas y físicas extremas. Por sus propias características, la danza clásica es una de las bellas artes en las que el cuerpo humano alcanza su máxima expresión: las manos deben hablar, y piernas y brazos ser lo suficientemente flexibles para que los desplazamientos del bailarín parezcan tan sutiles y ligeros como el aire. Trastornos alimenticios –bailarinas adultas que llegaron a pesar 39 kilos– y lesiones físicas como desgastes articulares, bursitis y tendinitis crónica, son sólo algunas de las enfermedades que acosan a los bailarines profesionales que pasan horas y horas ensayando. “El bailarín tiene que estar permanentemente en actividad. Siempre se está preparando algo”, dice la primera solista Patricia Martínez. |
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Eso no es todo: a las destrezas físicas hay que añadir el talento para lidiar con un repertorio que explora emociones muy variadas: del amor a la muerte, de los cuentos de hadas a los derroches de sensualidad. Pájaros moribun- dos, espectros, dioses de la mitología griega, hechiceras y demás seres sobrenaturales pueblan el repertorio del ballet clásico romántico. Y para eje- cutar semejante sinfonía, los artistas de la danza se valen de la mágica combinación de apenas cinco posiciones fundamentales, esta- blecidas por Beuchamp –un coreógrafo protegido de Luis XIV– hace casi cuatrocientos años. Escuela de sueños |
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A primera vista, la fachada de la escuela, en Julio Herrera y Uruguay, recuerda a cualquier otra dependencia del Estado: gris, venida a menos, y presidida por una bandera uruguaya acariciada por demasiados pamperos. Pero es adentro donde se juega el destino de los futuros bailarines. La primera exigencia para ingresar es la edad: lo ideal, es tener entre ocho y 11 años. Los varones la tienen más fácil que las niñas. A pesar que el ballet fue inicialmente cosa de hombres, y que Béjart volvió a imponer la presencia masculina en la danza hace ya unas cuantas décadas, todavía pesa mucho prejuicio sobre los niños que quieren dedicarse al ballet, de modo que cuando uno se anima a presentarse, difícilmente lo dejan escapar. Las pruebas parecen bastante sencillas. Los candidatos levantan las piernas para ver hasta dónde llegan, se evalúa su fuerza para saltar, y se los invita a bailar para observar si pueden seguir armoniosamente los compases musicales. Los postulantes deben estar descalzos y con las piernas a la vista para que el jurado pueda realizar una suerte de “radiografía” de su estructura ósea y condición muscular. Se escrutan el estado físico, el largo del torso, la postura y hasta la expresividad del rostro. El entrenado ojo del tribunal puede determinar, fácilmente, qué potencial tiene cada candidato, quién sigue en carrera y quién no. Se espera que los futuros bailarines sean esbeltos y apolíneos, y las bailarinas delgadas y armoniosas. “Espigaditas, de brazos, piernas y cuellos largos. Con buen empeine, flexibles, abiertas y, por supuesto, con la espalda derecha”, resume la directora de la Escuela Nacional de Danza, Marina Korolkov. “No hay un peso de balanza estipulado, pero hay que tener en cuenta que te va a ver el público, y que si estás excedida de peso podés lastimar un partenaire”, coincide la bailarina, maestra y coordinadora de la escuela Grabriela Peirano. Si están pasadas de peso les ponen una cruz. Lo mismo si son chuecas, duras, no tienen oído, gracia o fuerza; si tienen pie plano, cadera torcida, u hombros encogidos. Algunos años sólo aprueban el ingreso la mitad de las alumnas que se inscriben. Otros, no aceptan a ninguna. La dureza del fallo puede ser desgarradora. “Hemos visto llorar a madres y niñas. Es muy triste, pero es preferible, porque cuando uno es chico ni se da cuenta”, agrega la directora de la escuela, convencida de que “bailarina se nace, no siempre se hace”. El director del Cuerpo de Baile del Sodre parece darle la razón: “el rigor tiene que ver con la conciencia de lo que significa ser bailarín profesional. Sería canallesco estimular a una niñita si no tiene las condiciones básicas para bailar”, entiende Lastra. La maestra Hebe Rosa, que fundó la primera academia de danza moderna en Uruguay, recibe todos los años a muchos de los reprobados en la bendita prueba. “Llegan alicaídos porque les dijeron que no servían, pero yo tuve una alumna divina que perdió el concurso y hoy es una excelente bailarina”, cuenta Rosa, que a los 23 años colgó las zapatillas de punta y se dedicó a la danza contemporánea. Naturalmente, las cosas son bastante más duras en las renombradas escuelas rusas de ballet, donde las niñas son medidas de la cabeza a los pies, tratando de evaluar si sus cuerpos crecerán armoniosamente o no, si tendrán hermosos arcos en los pies, largas piernas que alcancen los 180 grados de abertura, espaldas flexibles, largos cuellos y pequeñas cabezas. |
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En Inglaterra, para ingresar al Royal Ballet los niños son sometidos a numerosas radio- grafías y les realizan exhaustivos estudios médicos para determinar cómo se van a desarrollar sus huesos y articulaciones. Claro que, tanto allá como acá, siempre hay consuelo. Los que no quieren darse por vencidos una vez reprobados, suelen recurrir a alguna de las varias academias privadas donde, por unos quinientos pesos al mes, toman dos clases por semana. Hay algunas célebres, como la que tiene a su cargo Olga Bérgolo, por donde pasaron a mejorar la postura o iniciarse en la danza clásica legiones de niñas montevideanas. Piruetas del tiempo |
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Nacido entre algodones, el ballet tiene sangre aristócrata italiana y francesa. Surgió en la corte de los mediceos, afines a las representaciones grandilocuentes y las veladas inolvidables, “como una forma de galantería, de refinamiento, capaz de transmitir los antiguos mitos griegos”, explica Lastra en Montevideo. Fueron los franceses quienes lo dotaron de nueva vitalidad, más exactamente los célebres Luises, del XIII al XVI. Durante un buen tiempo, bailar era cosa de nobles y reyes. Ya en el siglo XVIII, cuando se inauguró la primera Escuela de Danza, el ballet dejó de ser un pasatiempo cortesano para convertirse en una profesión. Es esa profesión la que quieren abrazar las uruguayas que se afanan cada día en la Escuela Nacional de Danza. A las dos de la tarde, una veintena de diminutas bailarinas con guardapolvos, mochilas y menos de doce años en sus espaldas, corren escaleras arriba y se preparan para tomar su clase de primer año. Son las petit rats, como las llaman en la Ópera de París, menudas aspirantes a bailarinas que comparten la pasión por el baile. La clase comienza en la barra, junto a la que se prepara el cuerpo para los ejercicios más complicados. “Y un...y dos...y tres...demi plié, demi relevé, baja, sostiene, suave”, repite la profesora una y otra vez. Algunas de las niñas vienen a cumplir el postergado sueño de una madre que quiso bailar, pero la abuela no la dejó. La mayoría, sin embargo, son hijas o familiares directos de bailarinas, como Valentina Cabo, de 8 años y sobrina de una profesional de la danza. “Siempre me gustó bailar” –confiesa la niña– “yo quería que mi tía me enseñara, entonces mi madre me mandó acá. Cuando llego a casa sigo practicando”. Otras alumnas, como Camila Florine (10), vivían cerca de una academia de danza donde empezaron por bailar jazz, folclore o ballet, y recibieron el estímulo de una profesora que les vio condiciones para ingresar a la escuela. Todas saben que les espera un camino estricto, donde tan importante como aprender a bailar es ser puntuales, que las zapatillas estén siempre limpias, las medias no estén agujereadas, el saco siempre sea negro y los calentadores rosados. Pero eso es apenas el principio. |
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