Baila conmigo


A medida que las clases avanzan se vuelven más exigentes y las performances más elevadas. “Posición, bien estiraditos, ombligos adentro, brazos abajo...Y un...y dos...y tres”. La pianista marca el compás y la maestra Estela Losardo acomoda puntas, rodillas, colas, caderas y nucas mientras once niñas y cinco varones –algunos de cursos más avanzados– se esfuerzan en completar su rutina en forma prolija y sincronizada.

Llegan a clase desde lugares tan distantes del Centro de la capital como Canelones o San José, y más de uno estudia durante las horas muertas dentro de un ómnibus o en la terminal.


Francisco Seoane (13) viene de Rodríguez, un pueblo que dista unos 30 minutos de la capital maragata. Tiene más de dos horas de ida y otro tanto de vuelta cada día. “Almuerzo y estudio en el ómnibus. Hago los deberes cuando llego”, cuenta el adolescente, que es hijo de una bailarina de ballet y le duele el tobillo de tanto bailar.

Promediando el segundo año, las estudiantes pueden empezar a “hacer puntas” con las clásicas zapatillas, ese famoso implemento que impuso el ballet romántico en el siglo XIX.

Hay madres que se precipitan, cuenta Korolkov: “fuerzan al niño a bailar a los tres o cuatro años de edad. Si apenas saben caminar, ¿cómo van a bailar? Y encima quieren que las nenas hagan puntas, pero para eso hay que prepararlas, hay que ir de a poco. Cuando se los fuerza, empiezan los problemas”, advierte la directora de la Escuela Nacional de Danza.

El piso del salón está deslucido, las tablas astilladas, uno de los tubos de luz no funciona y el frío es apenas combatido por una estufa, a todas luces insuficiente. Nada de eso parece importarle a los alumnos, que suben y bajan al compás de la música esforzándose para que piruetas y arabescos salgan perfectamente balanceados, perfectamente bellos.

Unas sueñan con bailar como María Noel Riccetto o Rosana Borghetti (una de las tres primeras bailarinas uruguayas), otras fantasean con una gala en el Colón o con formar parte del Royal Ballet. Con apenas nueve años, una alumna dice que su máxima aspiración es irse del país.

Los alumnos de los cursos más avanzados ensayan una coreografía con el bailarín uruguayo radicado en Chile Pablo Arahnian, hoy integrante del Ballet de Santiago. Para ellos, la carga horaria es más pesada y deben cursar, además, baile español, moderno, clases de carácter, de música y pas de deux. Entran a la escuela a las dos de la tarde y salen a las ocho de la noche. “La agenda es exigente, pero sólo lo suficiente para que lleguemos a bailar bien”, dice una de las alumnas, consustanciada con la consigna de la escuela de formar “buenas bailarinas”. “Tenemos claro que es una carrera que cuesta mucho y dura poco”, agrega una compañera.

Todos los bailarines saben de sacrificios. El argentino Iñaki Urlezaga no se cansa de repetir que se levantaba metódicamente a las cinco de la mañana, incluso antes que sonara el despertador, para asistir a clases en el teatro Colón. A su compatriota Paloma Herrera, que también madrugó desde niña, le llevaba una hora hacerse el rodete en el cabello y otro tanto ponerse las medias y el vestido para llegar impecable al templo porteño de la calle Libertad.

Los sacrificios no conocen límite. En el camino, muchos alumnos aban- donan, repiten el año, o son descalificados en los exámenes eli- minatorios. En promedio, completan la carrera apenas cuatro bailarines uruguayos por año.

Por si fuera poco, bailar es caro. Sólo las zapatillas, que no se producen en Uruguay, cuestan entre 800 pesos y 90 dólares, de- pendiendo de su calidad. A eso hay que sumar los zapatos de baile español, la ropa de fajina, las clases particulares y los gastos de transporte.

Este año, por primera vez en las tres décadas de vida de la escuela, los padres de los alumnos se quejaron al Ministerio de Educación y Cultura porque el presupuesto anual de la institución bajó de seis mil dólares a cero. Ya no hay rubros para montar los ballets, contratar a

los músicos, comprar zapatillas ni arreglar los pisos.  Las profesoras se las ingenian para grabar la música, la que puede lleva un cierre, una consigue las telas, otra las lentejuelas, y así siguen adelante. Desilusionada, Korolkov se pregunta si las autoridades piensan que el arte es frivolidad.


Ritmos burocráticos

Luego de egresar de la Escuela Nacional de Danza, la meta lógica de toda bailarina es ingresar al Cuerpo de Baile del Sodre, que actualmente cuenta con 56 bailarines activos y seis en espera de una jubilación que nunca llega. Como hace años no existen los retiros no hay movilidad. No ingresa, ni sale nadie, desde 1995.

Así las cosas, la escuela es, para muchos, “el mayor lujo de la pobreza”. “Estamos formando bailarines para que se vayan del país”, advierte Eduardo Ramírez, que dirigió el Cuerpo de Baile del Sodre durante años.

Según Patricia Martínez, en el Sodre todo funciona a contramano. “Hay mucha desorganización, no existen políticas culturales, los directivos no son idóneos en el tema y no conocen las necesidades de los bailarines. Las cosas se manejan como en una oficina pública. Nunca sabemos cuándo vamos a estrenar o cuántas funciones vamos a hacer. Somos rehenes de esa situación. Los sueldos son miserables, hace treinta y tres años que estamos esperando la reconstrucción del antiguo teatro del Sodre que se quemó. ¿Qué carga puede significar para el Estado que se jubilen seis bailarines?”, pregunta la bailarina, que a los 42 años comienza a atravesar una etapa de incertidumbre: tiene que seguir bailando para que no la echen.

Por su lado, la vicepresidenta del Consejo Directivo del Sodre, Julia Rodríguez Larreta, deja saber que durante la gestión presidida por Adela Reta se votó una pensión graciable –de ocho salarios mínimos– para que se retirara un grupo de bailarines. “Algunas se quedaron, cobran el sueldo, tienen la pensión y sus propias academias. En realidad, en el Sodre hay vacantes, pero la ley 17.556 de la Rendición de Cuentas prohibe el ingreso a la función pública hasta el 2015. Próximamente habrá concurso, pero quienes ganen quedarán en régimen de ganadores y se los contratará como bailarines extras o meritorios”.

¿Cuál es la recompensa después de tanto esfuerzo? “El sueldo básico de una primera solista es un chiste. No llega a los dos mil pesos. Si sumás compensaciones por antigüedad, hogar constituido y otros rubros, después de 24 años de trabajo, se ganan menos de doce mil pesos por mes. Por eso, el que no da clases, cose o es peluquero. ¿Pero qué uruguayo no hace eso?”, ironiza Martínez.

Una primer bailarina uruguaya gana alrededor de 17 mil pesos al mes, mientras una colega de la prestigiosa compañía estadounidense American Ballet Theatre percibe unos tres mil dólares por semana. Puede sonar disparatado para la realidad nacional, pero también en ese centro privilegiado hay quejas. A fin de cuentas, llegar a esas alturas en New York no da menos trabajo que ganar la Copa Davis, pero la paga de un artista es, por lejos, mucho menor que la de un deportista de la misma categoría.

En todas partes, la satisfacción mayor de los artistas pasa por el aplauso del público. “Uruguay supo tener un público muy bueno, conocedor. Hoy la gente piensa que el ballet es cosa de viejos, que es aburrido. Hubo épocas en que la gente hacía cola antes que abriera la boletería, hoy hay funciones para veinte personas. Hay que acercar el ballet a la gente. Años atrás bailábamos en el Tajamar de Carrasco, en el Lago del Parque Rodó, todo eso se ha ido perdiendo”, lamenta Martínez.

El año pasado se gastaron 6 millones de pesos para los tres cuerpos estables del Sodre. Este año, se lleva gastado un millón. “A pesar de los problemas y las deficiencias, cuando el cuerpo de baile está bien dirigido se obtienen muy buenos resultados y ballets muy dignos y buenos”, defiende la vicepresidenta del Sodre.

En el Auditorio no hay carteles luminosos, marquesinas con fotos de los artistas, ni nada que llame la atención a quien pase por allí. Apenas una hoja blanca, pintada a mano, anuncia el programa de la nueva temporada. “Hemos pintado, cambiamos la moquette, mejoramos el aire acondicionado, pusimos un nuevo piso y estamos arreglando la parte eléctrica. Se hacen muchas cosas que tal vez de afuera no lucen”, dice Rodríguez Larreta cuando se le pregunta por la falta de atractivos del Auditorio.

Con semejante panorama, ¿por qué embarcarse en una carrera donde hay que andar sobre las puntas de los pies, extremadamente arqueados, tratando de parecerse lo más posible a un cisne pero siendo tratado como un patito feo?

En su libro La Danza. Su técnica y lesiones más frecuentes, la maestra Olga Ferrari ensaya una respuesta: “no hay profesión artística que requiera más sacrificio, más abnegación y más entrega que la danza clásica. Ella exige un entrenamiento cotidiano intensivo y un régimen de vida muy severo. La carrera es breve y el éxito difícil, las frustraciones numerosas, y el medio cruel. Entonces ¿por qué esta obstinación? ¿Por qué este fervor por ejercer esta profesión? Pues porque siempre está la esperanza de la consagración, de poder adquirir la técnica suficiente (...) Porque con la técnica se logran milagrosos momentos de expansión total, cuando gracias al virtuosismo alcanzado, el peso del cuerpo es vencido y las leyes del equilibrio desafiadas; y después de horas de esfuerzo y trabajo, las dificultades se desvanecen. (...) Cuando se haya alcanzado la técnica perfecta se habrá ganado la batalla contra sí mismo. Pero más allá está el medio de expresión que hace sentir la emoción a otros seres a través del gesto, de la plástica, de la expresión de un cuerpo desde los pies hasta la leve crispación de los labios. Una mirada, una inclinación de cabeza, una comunicación espiritual que se logra a través del movimiento que proporciona una alegría de cualidades extrañas”.




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