Retrato de un Artista Mestizo
Desenchufado y sin el corazón partío, Alejandro Sanz se dispone a lanzar su nuevo disco, No es lo mismo. Éste es el retrato de una estrella internacional que vende millones pero no ha perdido la gracia del chico de barrio que soñaba ser famoso.

Una buena conversación con Alejandro Sanz puede comenzar con un vino Marqués de Cáceres, continuar con un Torres y concluir con un Alión de la Ribera del Duero. No es hombre de medianías. Lo demuestran esas oscuras ojeras que le velan la vista. El mentón encanecido. El Marlboro perenne. La pata negra que preside su cocina. O esos 15 kilos de los que acaba de librarse con el objetivo de volverse a enfundar una remera Replay por la que asoma el lomo de un toro de Picasso tatuado en su hombro izquierdo.

Disciplinado cuando hace falta. Nunca tibio. Melancólico. Complejo. Visceral. Un gallo: “Lo máximo no es bastante”. Pero más frágil de lo que muchos podrían imaginar: hace cuatro años, cuando la prensa amarilla comenzó a bucear en su vida (sexual y sentimental), tuvo una crisis que le sembró de lamparones el cuero cabelludo. Detrás de la estrella también hay una persona.

Un peligro cuando se levanta con el pie izquierdo. Recomiendan no exponerse a sus explosiones de ira. Encantador cuando quiere. Y cuando debe.

¿Cómo es en realidad? Tres versiones. Primera, la de una persona que ha trabajado a su lado: “No se moja. En las situaciones comprometidas tiene a alguien que da la cara por él”. Segunda, la de un importante ejecutivo de la competencia discográfica afincado en Miami: “Es un hombre muy seguro de lo que hace, pero con humildad; ha llegado a un nivel en el que podría tener mucha más tontería e ínfulas. No es un fantoche. Tiene un cierto sentido ético y estético de la vida. Le gustan los Jaguar, pero también tiene la sensibilidad de haber replantado un olivo centenario en su casa de Madrid y verlo crecer con pasión. Es un tipo de verdad”. Tercera, Íñigo Zabala, su descubridor y hoy presidente de Warner Latin America: “Sigue siendo un chico de barrio”.

“¡Soy como parece que soy! ¡No podría llevar tantos años fingiendo! Digo lo que pienso. Y con todo el derecho a equivocarme. Soy más ingenuo de lo que muchos piensan. Es como cuando empecé, y mi productor y el fotógrafo, que eran gays, me decían: ‘Álex, ponte allí de espaldas cantando, a ver cómo resultas’. Era para verme el culo. Y yo ni cuenta. La gente cree que me guardo algo. Me río e interpretan: ‘Es un listillo’. Y es una simple sonrisa. Hay gente para la que el show business es una partida de ajedrez. Y van seis jugadas por delante. Mientras, yo estoy recién en la primera. Pero tengo un ángel de la guarda que juega muy bien al ajedrez”.
Alejandro Sanz es un maestro del doble sentido. Una mezcla de gracejo andaluz y ácido desparpajo madrileño. Tiene un humor español, de barrio, que le salva de esa pedantería propia del divo. Una de las personas que mejor le conocen resume esa forma de interpretar la existencia como “esencia de la tierra”. “Álex no es sofisticado. No va de nada. No se olvida de dónde viene. Es como Almodóvar o Banderas, que empezaron abajo.

Gente del Sur. Y de ahí su aceptación popular. Alejandro hizo coros, tocó en puticlubs, sirvió cafés. Es un obrero. Y recuerda constantemente sus orígenes. Y a él, la prensa del corazón le provoca sarpullidos”.

Un hijo adorable. Siempre el nombre de sus padres, María y Jesuli, en los labios. Seguramente un tormento como amante. Aunque de eso sólo puede dar testimonio la bella y resolutiva modelo mexicana Jaydy Mitchell, a la que conoció en 1995 y con la que contrajo matrimonio en Bali en Diciembre de 1998. Un buen amigo al que hay que perdonar. Y una delicia como padre.

Apenas hay que contemplarle susurrando a Manuela, su hija, de dos años, I love you. O meciéndola al ritmo de Regálame la silla, uno de los temas de su nuevo disco (que interpreta junto al guitarrista Paco de Lucía). Ella, morena, guapa y redondita; inmóvil; con los ojos como platos. Él, mudo, las cejas enarcadas, los ojos húmedos y el labio superior ligeramente avanzado. En el monitor de audio, una gráfica de sismógrafo va desgranando notas. Casi es posible escuchar las entrañas de Paco de Lucía haciendo de caja de resonancia de su guitarra. “Aún me emociona mi música”.

Sangre mestiza
No, no es un hombre de medianías. “Me he castigado mucho. Y siempre me ha proporcionado más satisfacciones que dolores de cabeza”. Y, por la mezcla bastarda de tintos, tampoco un nacionalista: “Estoy a gusto en Miami y en Madrid, porque son ciudades apátridas. Nadie te exige pureza de sangre. Nadie ha nacido en ellas. Yo estoy a gusto en ese ambiente. Soy madrileño, pero si alguien se caga en Madrid, me tomo unas cervezas con él.
Estoy de acuerdo con aquella pintada de la transición: ¡Un patriota, un idiota!”.

Miami comenzó como una anécdota en su vida. El lugar donde hace un par de años iba a grabar El alma al aire. Mansión de alquiler con vistas a la bahía. Hoy es mucho más: su hogar. Aunque, de momento, seis meses al año. “Aquí estoy tranquilo. Es un sueño tener un barco en casa. Me gusta el clima y el mar. Y la mezcla de gentes, de culturas, de acentos. Fíjate en mí: giros mexicanos con acento gaditano. Todos los ritmos del mundo. Esto es vida”.

Miami es un exilio dorado. Sobre todo si se es rico y latino. Dos condiciones que Alejandro Sanz cumple. La puerta de entrada del mercado estadounidense: 40 millones de hispanos con un nivel adquisitivo más alto que el de los del resto del continente. La capital de Florida se ha convertido en la meca de la música latina. De la música en español sin distinción de nacionalidades ni estilos. Ha desbancado a Los Ángeles. En Miami se hace y se deshace. Se rueda y se graba. Las cinco grandes compañías discográficas mundiales tienen sede aquí. Y las dos principales cadenas de televisión hispanas. Y su residencia, desde el lobby Estefan (inventores del fenómeno a través de sus estudios de grabación Crescent Moon) hasta los Iglesias, desde Shakira hasta Jennifer López y Ricky Martin. Sólo entre ellos venden millones de discos cada año. Un negocio que mueve mil millones de dólares en esta ciudad tórrida y kitsch.

Aquí está también el cuartel general de invierno de Alejandro Sanz, una mansión tono albero de North Bay Road, bañada por el Atlántico y a pocos metros de la de Lenny Kravitz, donde vive una estrella que ha vendido 18 millones de discos. Pero también una familia. Y por lo que parece, “razonablemente feliz”.

La casa es fresca y desahogada. No muy grande. Arquitectura spanish colonial. Palmeras. Cocoteros. Mobiliario oriental. Lujo sin lujos. El máximo, el mar en la puerta. Y su barca Bulerías. Manuela juega con una guitarra de madera a su medida, en el fuego hay albóndigas y a Jaydy la precede el tintineo de las cuentas de su chal magrebí: se prepara para una clase de danza del vientre. Está muy delgada y tiene la melena corta y rubia y los ojos verdes. Bromea. Son las tres de la tarde. El artista duerme. Su horario es el propio de un flamenco adicto a la noche. Aunque sus últimos cuatro meses de juergas son 12 horas diarias de estudio. Da los toques finales a su disco. El ajuste fino. “Quiero que suene menos perfecto; menos grande; quitar en vez de poner”. Ayer estuvo trabajando hasta las seis de la mañana. Luego se durmió.

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