Sanz desenchufado

Alejandro Sánchez Pizarro (Madrid, 1968) amanece en silencio. Sus apariciones son inesperadas, discretas, fantasmales. Surge de entre las sombras de su casa. Como pidiendo permiso. Sonrisa tímida. De las que desarman a los adictos. No muy alto; mentón sin afeitar, anchos muslos y espaldas; arrugado pantalón de lino, camiseta, gorra beisbolera y chancletas. Manos pequeñas y cuidadas. Un grueso anillo de plata en el pulgar con el que juguetea. Bronceado caribeño. Primer cigarrito del día. Primera promoción del año: “Ahora viene todo lo divertido junto”, rezonga.
Hacen cola delante de su puerta 50 medios de comunicación de Latinoamérica, Europa y Estados Unidos, para saber todo sobre su disco. Y, de paso, sobre él. Un calvario para un tipo desconfiado que odia hacerse fotos.

La línea de salida. A partir de ahora, Sanz dará la octava vuelta de tuerca a su carrera. Once canciones bajo el título No es lo mismo. Él en estado puro. Sin intermediarios. Sin aditivos ni colorantes. Para bien o para mal, es su disco. Raíces flamencas. Sonidos de la calle. Rap y funky. Incluso, dice, retales de Linkin Park: el máximo exponente del heavy metal de nueva generación. Letras más comprometidas: palo a Fidel (Labana); leña a los críticos musicales y los seudoinformadores (12 por 8). No a la guerra. No a las listas negras. Y un acabado más sucio, menos grandilocuente, menos intelectual que su anterior trabajo de estudio (El alma al aire, 2000). Una evolución que ya empezó con su último disco acústico, (Unplugged, 2001). Para un crítico musical que prefiere el anonimato: “El desenchufado ya suponía borrón y cuenta nueva con un sonido anterior muy de factoría; muy miamense. Un modelo que le dio buenos réditos (vendió cerca de tres millones de discos), pero que agotó por completo. Con el Unplugged se desembarazaba del sonido italiano (que había dado a sus tres últimos trabajos su anterior productor, Emanuele Ruffinengo) y comenzaba la gestación de algo propio”.

No sólo el sonido. Su propia imagen. El concepto: esa palabra talismán que repiten sin cesar los miembros de su equipo. Jaime López, alias Jaime de Laiguana, fotógrafo barcelonés de moda y creador de estéticas crudas e impactantes, ha ideado un Alejandro Sanz callejero, inquietante. En blanco y negro. Sin maquillaje. Sin yates ni palmeras. Con ojeras y sudor. Adiós a Armani, Boss y Miró. Bienvenido al hombre sin marca. Sólo las del rostro. Risas, las justas. “Ya estaba harto de sonreír todo el día. Era como una mueca. El fotógrafo me decía: ‘Sonríe’. Y yo a sonreír. Y quiero sonreír, pero en mi casa. Y no como un muñeco de feria”.

–Señal de que se está haciendo viejo.

–Me han regalado un Scalextric y todavía no lo he abierto. Mala señal.
No es lo mismo fue el último tema que concibió Alejandro Sanz para este disco. Un golpe de suerte: le proporcionaba un buen título y un leit motiv en el que apoyar todo el superlanzamiento. Todo el marketing. El famoso concepto: el cambio; el renacimiento. La novedad. Una canción que llegó por casualidad. Aquel día que comenzó a acariciar un tres, esa especie de guitarra cubana con tres cuerdas dobles. No sabe explicar cómo. “Salió”.

Uno de esos pequeños flashes de inspiración de los que habla. Engrasados con mucho trabajo. Primero, la música. Luego, la letra, “que en mi caso tiene mucho más que ver con uno de lo que uno quisiera”.

–¿La creatividad se agota?

–Yo creo que no. Sabina está escribiendo ahora sus mejores canciones.
“No es lo mismo es un canto a la individualidad, a la diferencia. El extremo opuesto a la globalización. Las personas, como las olas, somos todas distintas”.

Cinco meses de estudio. Un año y medio de trabajo. Tres de reflexión. “Apenas acabé el disco anterior, El alma al aire, en Julio de 2000, me planteé hacia dónde quería ir. En otoño de 2002 saqué de mi estudio todos los trastos de pintar: los cuadros, los caballetes, los pinceles. Desempolvé mis casetes, las ideas que había ido acumulando. Y empecé a trabajar en serio. Durante las últimas navidades, en mi casa de Madrid, cada maqueta sonaba ya como un disco. Todo estaba muy amarrado. Era lo que yo quería”.

–¿Y qué quería?

–Volcar todo lo que he aprendido en estos años. Atreverme con nuevos instrumentos. Mezclar flamenco y son cubano. Conseguir un disco que no fuera perfecto, que no fuera cuadrado (lo cuadrado a los flamencos nos da repelús), pero que fuera totalmente mío.

–¿Más flamenco que nunca?

–Es mi base musical desde los doce años.

–¿Pero lo ha estudiado?

–El flamenco no se estudia. Se aprende con la gente del flamenco. Yo empecé en mis veranos en El Rinconcillo (Cádiz), con Ramoncito, el sobrino de Paco de Lucía, y otros amigos. El flamenco es una transmisión oral.

–¿Que usted domina?

–He aprendido mucho. Y eso lo he visto en el tema que he grabado con Paco. He hablado con él por primera vez de música sin miedo. En un mismo idioma. Yo le escuchaba con siete años. Él me creó la inquietud del arte. Estoy en esto por él. Y ahora ya hay una mayor cercanía entre los dos. Aunque para mí siempre será alguien que canta con la guitarra en vez de con la garganta.

–La guitarra es también su base musical. Su herramienta. ¿Es usted un buen guitarrista?

–En teoría, no. Nunca he podido hacer escalas, aprender en serio, porque, en cuanto cojo una guitarra, lo que me pide el cuerpo es componer. No soy uno de los grandes, pero transmito. Keith Richards o Eric Clapton son malos guitarristas en teoría, pero ¡a ver quién hace lo que hacen ellos! ¿Qué es ser un gran guitarrista? Puede que los más grandes no puedan hacer lo que yo hago.
Busco mi destino
–¿Por qué producir su propio disco? ¿Una cuestión de vanidad?
–Lo importante es que fuera un disco mío de principio a fin. Estar en todo el proceso. Cuando empecé a pensar en él, la compañía me habló de Quincey Jones para producirlo. Y a mí me apetecía hacerlo yo mismo. Pero tenía dudas. No sabía si sería capaz. Tiré para adelante. Quería hacer mi disco, no el de Quincey Jones. Quería que el resultado final sonara como yo lo había imaginado. Un disco es una actitud ante la vida. Un compromiso.

–¿No le daba vértigo?

–La autocrítica me la guardo para la intimidad. Todo lo que quieras en la vida lo puedes conseguir si te lo propones. Nunca te sale mal algo en lo que realmente crees. Es cuestión de constancia.

–¿Se plantea el fracaso?

–No hay tanta diferencia entre el éxito y el fracaso. Están muy cerca. Te pasas la vida buscando el éxito… y no es para tanto. Resulta que cuando lo tienes, no te hace más alto ni más rubio. Lo que me llena no es la meta, sino el camino. Es más divertido.

Alejandro Sanz controla. Y exige. Pide resultados a su equipo. Como todas las grandes estrellas. Aunque lo haga con aspecto de no despeinarse. Un ejecutivo de su entorno afirma que domina cada pormenor económico, comercial o mediático de su carrera: “Él es el único que controla toda la tarta; el resto, dominamos cada uno nuestra porción; pero sólo él tiene toda la información de la compañía, el management, el merchandising, los derechos de autor, los patrocinadores: es decir, todo el rompecabezas”.
Íñigo Zabala, presidente de Warner Latin America, con sede en Miami, fue el primer profesional que escuchó una maqueta de Alejandro Sánchez Pizarro. Era 1991. Y Alejandro, un estudiante de administrativo confuso y pendenciero enganchado al heavy. El tema era Se le apagó la luz. La historia teenager de un accidente de moto. “Le contraté sin pensarlo. Álex iba a contracorriente, era un solista melódico, de tipo italiano, con mucha poesía, en un momento en el que en España triunfaban las bandas de pop. Pero era un compositor impresionante y se quería comer el mundo. Tenía unas ansias enormes de triunfo. De su primer disco, Viviendo deprisa, vendió un millón. Nos sorprendió a todos. Nos esperábamos algo grande… pero no tanto. A partir de ahí ha sabido evolucionar. Cuando salió con Pisando fuerte, ¿quién iba a pensar que iba a hacer Corazón partío?

¿Alguien se imagina llegando al éxtasis con un tema titulado Corazón partío? Inconcebible. Sin embargo, en la primavera de 1997, algún ejecutivo discográfico intentó que Alejandro Sanz cambiara su hoy universal y desgarrado partío por el más políticamente correcto partido. No lo consiguió. “Él toma la decisión final y aquí lo tenía muy claro”, recuerda uno de aquellos directivos pacatos. “Es muy difícil hacerle cambiar de idea. Y eso que con una elección de ese tipo te juegas mucho dinero y el trabajo de mucha gente, una circunstancia que le tendría que provocar mayor estrés. Pero él se fía de su instinto. Hasta ahora le ha salido bien”.

En sus propias palabras: “Nunca, nunca me he sentido manipulado. Siempre he decidido, incluso desde mi primer disco. He buscado mi camino. Mi estilo. Hago lo que quiero y como quiero. ¿De qué te vale conseguir el éxito si no eres capaz de coger tu vida por los cuernos?”.

Ropa tendida en la fachada y bombonas de butano adornando las terrazas. El bar donde su padre esperaba delante de una cervecita a la hora de la comida. La galería de alimentación en la que su madre no entraba porque le daba asco el bigote del tendero. Esa cuesta que subían renqueantes las vespas arrullando al niño Álex las noches de verano. Plantarse delante del modesto edificio en el que Alejandro Sánchez Pizarro nació en Diciembre de 1968, en el barrio madrileño de Pueblo Nuevo, desvela muchas cosas. El mestizaje. La retranca. Su pasión por salir adelante. El tesón. Las ganas de triunfar. Cada vez que tiene un ataque de nostalgia, vuelve a patearse aquellas calles que hoy reciben su segunda ola de inmigrantes, esta vez latinoamericanos. Y recuerda. Mil anécdotas. Las de un chaval inconformista que soñaba con ser una estrella. “Tendría catorce o quince años, y los domingos nos íbamos al escaparate de una tienda de instrumentos musicales y veíamos las guitarras, las baterías, y pensábamos: ‘Imagínate que ahora llega un millonario y nos regala lo que queramos. ¡Qué conciertos íbamos a dar!’. Menos mal que nunca vino, porque a lo mejor era pederasta… Lo que le quiero decir es que ya entonces mi horizonte en este mundo era la música. Era mi destino”.

Hombre de luces y sombras. Un maestro de las tablas. Inseguro tras su enorme carisma. Sus íntimos (y los que no lo son tanto) coinciden: “Es encantador”. “Es un tío enrollado”. Lo es. Y también un vendedor. “Van a decir que estoy vendiendo mi disco…”. Todo un profesional. Pero, afortunadamente, con una venita canalla.

–¿Quiere añadir algo más?

–Por supuesto. Recuerdos a mi tía de Algeciras, que me estará leyendo.
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