Otra vuelta

Según los expertos, el alcohólico puro generalmente es una persona adulta –de entre 30 y 40 años– con cierto historial de consumo. Rara vez un joven.

El umbral entre moderación y adicción es muy frágil. La diferencia entre el abuso de alcohol y el alcoholismo es que éste incluye el deseo y la necesidad compulsiva de beber alcohol, así como dependencia sicológica y física. Es más probable que un joven no sepa tomar, o no tenga “cultura alcohólica”, a que sea adicto al alcohol.

La línea que separa al bebedor social de un alcohólico es la pérdida de control sobre la ingestión: el adicto no puede elegir el momento de tomar un trago, ni su cantidad, ni controlar los efectos que la bebida producirá en su organismo. El alcohólico, sencillamente no puede confrontar con un vaso vacío: simplemente lo vuelve a llenar. Padece una enfermedad primaria, crónica, con factores genéticos, sicosociales y ambientales que influyen en su desarrollo y manifestación.

El alcoholismo no tiene su génesis en una personalidad extraña, o pervertida –como se creyó antiguamente– aunque a la larga logre deformar la personalidad y crear un extraño. En palabras del doctor George Vaillante, de la escuela médica de la Universidad de Harvard: “la personalidad no desarrolla el alcoholismo sino el alcoholismo desarrolla la personalidad alcohólica”.

Según los últimos estudios, una persona se convierte en alcohólica porque es biológicamente vulnerable. Al parecer, los orígenes de esta enfermedad llegan a través del misterio de la creación, y se heredan igual que un determinado tipo de sonrisa o color de ojos.

“Está comprobado que existe una predisposición genética al alcoholismo en aquellas personas con padres alcohólicos”, resume en Montevideo la profesora adjunta del Departamento de Toxicología del Hospital de Clínicas, Cecilia Dell’ Acqua.

Aunque no se sabe con exactitud si el alcoholismo depende de un gen, enzima o neurotransmisor en particular, parece claro que el alcohólico no metaboliza el alcohol de la misma manera que el resto de las personas: reacciona primero ajustándose al impacto, luego acomodándose a su presencia, y finalmente volviéndose adicto. A la larga, se siente sin alcohol como pez fuera del agua.

Por su lado, el consumo abusivo se ve propiciado cuando los factores de riesgo superan a los de protección. “Desde el punto de vista social, se vincula al hecho de vivir en una sociedad que estimula el consumo, y a la ruptura de los lazos sociales. En el plano familiar, se relaciona con la falta de rituales hogareños. En lo personal, puede existir una predisposición en las personas que sufrieron situaciones tremendamente traumáticas, catástrofes, o accidentes graves”, explica la siquiatra uruguaya María Lorenzo y Losada.

Según la experta, el denominador común que lleva a más de un alcohólico a beber sin ton ni son es el síndrome de amenaza depresiva: “un francés que estudió arduamente el tema, Alain Bracconiere, se percató que cuando estás deprimido el cuadro es lo suficientemente completo como para que no haga falta nada. En cambio, si el cuadro es de amenaza depresiva –esos momentos en que uno siente que no hace nada bien, y que todo va de mal en peor– uno está más sensible a vincularse con algo que lo salve de esa sensación, como el alcohol. Porque no hay nada peor que la ansiedad o el temor de entrar en una depresión”, explica Lorenzo y Losada.
El momento preciso en que se desencadenan los problemas con el alcohol es algo imposible de determinar. El primer whisky puede ser el inicio de una adicción, “pero si no tenés la capacidad de vincularte adictivamente con un objeto, no hay forma de que ello ocurra”, avanza la siquiatra para tranquilidad de más de uno.

Tragos amargos

El alcohol etílico o etanol (CH2OH), responsable de los efectos sicoactivos de las bebidas, es una sustancia producida por microorganismos inferiores como levaduras o bacterias a partir de la fermentación de productos vegetales como uvas, manzanas, cebada o maíz. El hombre prehistórico descubrió la manera de fabricarlo alrededor del año 6.400 A.C. Hacia el siglo XII aparecieron los procesos de destilación que permitieron crear bebidas destiladas de alto contenido alcohólico: whisky, vodka, ron, entre otras.

A diferencia de lo que comúnmente se piensa, el alcohol no es un estimulante sino un depresor. Cuando la concentración de alcohol en la sangre es de cien miligramos por ciento de alcoholemia la mayoría de los individuos presentan euforia y desinhibición.

Buena parte de los problemas aparecen con grados leves de embriaguez, porque disminuye la coordinación, la reacción ante el peligro, no es posible realizar tareas complejas, y cambia la conducta. A medida que los niveles aumentan, se hacen más evidentes los efectos depresores. Las dosis por encima de 400 miligramos pueden ser letales, porque afectan los centros nerviosos que controlan la respiración. A la larga, la forma delicada, armoniosa en que las células cerebrales fueron diseñadas para mantener la vida, pensar, recordar, reaccionar ante el peligro, y disfrutar, se ve profundamente alterada.

Una vez que el alcohol entra al organismo el hígado lo transforma en distintas sustancias. Una de ellas es el acetaldehido, que en altas dosis provoca nauseas, mareo, taquicardia, confusión mental y resaca. Un hígado normal puede procesar eficientemente 20 miligramos por ciento de alcohol por hora. Si se ingiere alcohol más rápidamente, el exceso entra en el torrente sanguíneo y eventualmente llega al cerebro. De ahí la receta dada por el músico de rock Glenn Fry al director de cine Cameron Crowe (cuando éste era un adolescente que escribía para la revista Rolling Stone) para manejar correctamente una borrachera: “entrás en una fiesta, tomás dos cervezas rápido. Después tomás una cerveza cada una hora y cuarto. Así estás permanentemente en pedo y en ningún momento hacés grandes papelones”. ¿Clarito?

Según explica Dell’ Acqua, en tono mucho más académico, la capacidad adictiva del alcohol radica en su acción sobre un núcleo cerebral llamado acumbens, un área vinculada al placer. El alcohol es capaz de producir sensaciones de bienestar, aplacar la ansiedad, la tristeza y el dolor. Por desgracia, las afecciones que produce son igualmente múltiples. “No existe un órgano del cuerpo humano que no sea afectado por el consumo abusivo de alcohol”, sentencia la experta.

Las personas que beben mucho pueden aumentar el riesgo de desarrollar distintos tipos de cáncer, daño cerebral, gastritis, dolor abdominal, polineuritis (hormigueo de las extremidades), atrofia de los músculos y otros tantos síntomas indeseables como temblores, nerviosismo, irritabilidad, anemia y taquicardia.

Eso no es todo: el daño que causa el consumo desmedido de alcohol también se mide en matrimonios destrozados, familias deshechas, y muertes prematuras.

En Estados Unidos se calcula que el alcoholismo es responsable del 30 por ciento de los suicidios, el 55 por ciento de los accidentes de tránsito, el 60 por ciento de los abusos a niños, el 65 por ciento de los ahogos por inmersión, y el 85 por ciento de toda la violencia familiar.

En Uruguay, mueren 600 personas por año en accidentes de tránsito, y 8 mil son lesionadas. El 90 por ciento de esos accidentes se debe a fallos en la conducta humana: concretamente al consumo de alcohol o drogas, y a excesos de velocidad. En lo que va del año, de 950 accidentes reg istraedos en carreteras nacionales, 128 se debieron a la ingesta excesiva de alcohol.

Por extraño que suene, para la Justicia uruguaya estar alcoholizado no constituye agravante cuando se comete un delito, excepto si la persona se embriagó premeditadamente para disminuir su estado de conciencia y delinquir sin remordimientos. Es más: cometer un crimen en estado de ebriedad incluso puede constituir causa de inimputabilidad.

“Seguramente, en algún momento el legislador tendrá que preguntarse por qué es un agravante cometer un delito bajo la influencia de una droga prohibida, y no bajo el influjo de una droga no prohibida. Habrá que tomarlo en serio, estudiarlo, valorar todos los elementos que existen. No creo que sea algo que se solucione importando fórmulas o improvisando soluciones sin un debido estudio que las respalde”, opina el abogado Alejandro Montes de Oca, asesor de la Junta Nacional de Drogas.

En Uruguay la cifra de alcoholemia legalmente permitida para conducir es de 0.8 gramos por litro de sangre. Y a diferencia de lo que ocurre en otras partes del mundo (como en Estados Unidos) manejar alcoholizado da lugar a una sanción de tipo administrativo y no penal.

Conducir en estado de ebriedad es extremadamente peligroso: disminuye el campo visual, se pierden estímulos en los laterales, se subestima el riesgo, hay una apreciación inexacta de las distancias y la velocidad, y disminuyen los reflejos, entre otras cosas.

Según fuentes de la Intendencia de Montevideo, la multa por manejar ebrio es de 3.295 pesos uruguayos, en unidades reajustables. Además, al infractor se le retira la libreta de conducir durante seis meses, siempre y cuando no existan antecedentes que ameriten otro tipo de sanciones. De lo contrario, se estudia cómo manejar la situación. Estar alcoholizado y cometer un delito al volante es un agravante para las compañías de seguros, que sencillamente no cubren ningún tipo de daños.
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