Un oficio duro

La tarde del 28 de mayo de 2003, el sol caía a plomo sobre Madrid. Un helicóptero AS-332b Superpuma de la Fuerza Aérea Española se elevó sobre la pista de aterrizaje de la base de Torrejón en dirección al palacio de la Zarzuela. A bordo, el silencio se podía cortar con un cuchillo. Las lágrimas de la Reina lo decían todo. La familia real acababa de vivir un momento difícil: el funeral por los 62 militares fallecidos en el accidente del avión Yakovlev-42 en Trabzon (Turquía). Minutos antes, los Reyes y su heredero habían consolado a las viudas, los hijos, los padres de los fallecidos. Carlos Ripollés, hermano de uno de los militares muertos, describe el momento: “aguantamos gracias a los Reyes y al Príncipe, que estuvieron humanos, entregados, cariñosos. Si no llega a ser por ellos, no sé qué hubiera pasado… Era impensable que Aznar hubiera encabezado el duelo”.

Durante el regreso en helicóptero hasta La Zarzuela, ningún miembro de la familia real abrió la boca. Vestido de comandante del Ejército del Aire, con los ojos entornados y la mandíbula tensa, en ese gesto de dureza que se dibuja en su rostro cuando está concentrado, a Felipe de Borbón quizá le vinieron a la mente otros momentos trágicos vividos por la familia real. Otros abrazos emocionados que simbolizaban la solidaridad de toda España. “Piden estar en toda situación en la que puedan echar una mano”, explica un profesional que conoce bien la Casa. “Ahí no hay campañas de imagen. Nadie le pidió al Rey que celebrara su 60º cumpleaños con las tropas españolas en Bosnia. Nadie le sugirió a la familia real que saludara uno por uno a los familiares de las víctimas del 11-M en la catedral de la Almudena. Eso les sale a ellos. Como cuando el Príncipe fue a las Rías Bajas a conocer el desastre del Prestige: quiso ir al sitio peor, donde pudiera echar una mano. Y lo pasó muy mal viendo sufrir a los gallegos por su tierra”.

Es la parte más dura de su trabajo. La que no se ve. En La Zarzuela recuerdan la cara de inmensa congoja del Príncipe a la vuelta de la manifestación en repulsa por los atentados del 11-M. Los ojos enrojecidos, la pesadumbre que reflejaba el momento que acababa de vivir. O la visita a los hospitales, cuando los familiares de las víctimas le preguntaban al Príncipe y a su prometida por los desaparecidos. O aquel 7 de noviembre de 1997, en el que asistió solo, bajo un diluvio, a los funerales por las víctimas de las riadas de Badajoz. Eran sus primeros pasos en un oficio en el que sólo tiene una referencia: su padre.

El Rey es el modelo del Príncipe. El ser que más admira y más influye en su juicio. Es el jefe: la voz de mando de una Casa en la que se funciona a toque de silbato. El consejero y amigo. La confianza entre ambos es total. El Príncipe tiene capacidad de decisión sobre sus actividades y agenda. “Nadie le dice que se tome la sopa”, dice un antiguo colaborador. Pero cuántas veces habrá dicho a los miembros de su secretaría antes de tomar una determinación: “esto lo dejamos aparte, para que lo hable primero con el Rey”. Y cuántas veces, tras una intervención brillante del heredero, el Rey habrá comentado en privado a sus colaboradores: “oye, ¿has visto qué bien ha estado el Príncipe? ¡Qué tío!”.

¿Un ejemplo de trabajo bien hecho? El encuentro del Príncipe, en junio de 2003, en Moscú, con los niños de la guerra: aquellos hijos de republicanos que fueron enviados como refugiados a la URSS durante la Guerra Civil Española y nunca más volvieron a España. Hoy son dos centenares de ancianos que reciben una pequeña pensión del gobierno español. Francisco Mansilla, un ingeniero de 77 años que huyó de Madrid con ocho recién cumplidos, relata desde Moscú el día que descubrieron al Príncipe: “Lo que más nos sorprendía era su forma de hablar y de comportarse, era como nosotros. Conocía nuestra historia, nuestro destino trágico. Nos escuchó. Y se vino con nosotros en el microbús, en vez de en la limusina de la Embajada, a inaugurar el monumento a los españoles que perdieron la vida

luchando contra el fascismo. Hubo muchas lágrimas. Allí estábamos nosotros, hijos de obreros; nuestros padres defendieron la causa del Frente Popular. Y él un día será rey. Y nos entendimos”.

Al Rey y al Príncipe les une una obsesión: hacerlo bien. Buscar el prestigio de España. Con estilos muy distintos. El hijo aún carece del olfato político del Rey, de su tirón popular. Es mucho más pudoroso en sus manifestaciones de afecto. Más ingenuo en su visión del mundo. “No tiene el colmillo retorcido de un político”, describe un ex ministro. Lo suple con esfuerzo y disciplina. “Empollando”, dicen los que le conocen.

Es un hombre de largas reflexiones. Sesudo, concienzudo. Odia la precipitación y la simplificación. Se toma su tiempo. Antes de afrontar un problema lee, consulta, le da vueltas. Pregunta. Tiene mucha información. Y la digiere bien. Cuando toma una decisión, rara vez se echa atrás: es de una coherencia inusual, rayana en la testarudez.

 

Un hombre sensible

También en el amor. Es curioso (incluso emocionante) que todas las declaraciones que el Príncipe ha realizado durante su vida en relación con la elección de su pareja (todas) hayan estado basadas en dos premisas: casarse por amor y con alguien que cumpla dignamente las obligaciones de futura reina de España. Y nunca se ha apartado de esa línea. Cuando dijo adiós a Eva Sannum supo que su siguiente elección no supondría un nuevo goteo de rumores. No habría un referéndum previo. Sería su elección. Personal e intransferible. Se casaría por amor, nunca por razones de Estado. Y eligió a Letizia. Con el apoyo incondicional de los Reyes. “Nunca hubo ultimátum. Nunca hubo desacuerdo de los Reyes. Eso es una enorme mentira que sólo busca hacer daño”. “La Reina quiere a Letizia como una hija, está volcada con ella”, explican dos fuentes cercanas a La Zarzuela.

No hay que olvidar que son, ante todo, una familia. Según un miembro del Gobierno saliente, “Felipe de Borbón ha heredado de su padre el conocimiento instintivo, casi genético, de España y los españoles: cómo son y qué esperan de su rey”. Según otras fuentes, también les une el convencimiento de que nadie elige el lugar donde nace y de que a ellos les ha tocado estar en la punta de la pirámide y tienen la obligación de hacerlo bien. Una idea que el Príncipe explicaba hace cuatro años a este periodista: “esto es una especie de servicio público. Tienes que estar siempre disponible para ser útil a tu país”.

La utilidad. La clave de su pensamiento. No concibe su trabajo de otra manera. Lo confirma un personaje cercano a la Casa del Rey: “si hay algo que odia el Príncipe son los viajes de balcón. Necesita dotar de contenido cada cosa que hace. Tiene miedo al vacío, a convertirse en un objeto decorativo”. Reniega de esa imagen. Cuando le convierten en un personaje del corazón se sube por las paredes. “Claro que se enfada; es una persona, no es un robot que lee dossiers”, aclara un amigo de la infancia. “No tiene nada que ver con esos herederos europeos frívolos y avefrías; él tiene profundidad, vida interior, quiere dar sentido a su existencia”, explica otro viejo amigo.

Desde 1996, año en que se dio por concluido su periodo de formación académica, Felipe de Borbón ha realizado 79 viajes oficiales al extranjero, asistido a 2.400 actos oficiales, recibido a 8.000 personas en La Zarzuela, visitado oficialmente 13 comunidades autónomas y asistido a la toma de posesión de 31 jefes de Estado iberoamericanos. Se ha entrevistado con Blair, Schröder, Berlusconi, Chirac y Putin. Tiene línea directa con Abdalá de Jordania y Mohamed VI de Marruecos. Ha realizado intensas visitas de trabajo a todos (todos) los organismos constitucionales. Se sumergió cinco semanas en la Unión Europea, a comienzos de 1999 –“le pasamos literalmente por la turmix”, recuerda el embajador Javier Elorza–, y otras dos semanas en la OTAN y las instituciones de seguridad y defensa europeas, en septiembre de 2002 –“en las que demostró su formación y su talla internacional”, comenta Javier Solana, alto representante de la UE para la Política Europea de Seguridad y Cooperación–. Y ha apoyado el comercio exterior en São Paulo, Nueva Delhi, Tokio, Estambul o Moscú. “Cuando el Príncipe acompaña a los empresarios en el exterior, esos países lo perciben como una muestra de que es algo serio, que el Estado español está detrás”, comenta José Manuel Reyero, ex vicepresidente ejecutivo del Icex. “El Príncipe abre muchas puertas a nuestros empresarios”.

Al margen, el Príncipe tiene una agenda privada de encuentros. Gente que le interesa conocer de forma discreta. Por ejemplo, en Barcelona, una ciudad en la que se mueve con comodidad. También fuera de España. En su última visita a Estados Unidos, el pasado mes de octubre, aprovechó para mantener contactos al más alto nivel. Primero, una reunión en Washington, en la residencia de su amigo James Wolfensonh, presidente del Banco Mundial, con Alan Greenspan, gobernador de la Reserva Federal; su mujer, Andrea Mitchell, jefa de política exterior de la cadena televisiva NBC, y el congresista demócrata Patrick Kennedy, hijo del senador Ted Kennedy. El Príncipe salió satisfecho: “Es impresionante charlar con el hombre que, con un par de frases, hace temblar todas las bolsas del mundo”. El único español testigo del encuentro, Javier Rupérez, embajador en Washington, relata que el Príncipe no paró de preguntar a los señores de la economía mundial “sin cortarse un pelo; fue apasionante”. Tras Washington, Nueva York. Encuentro con jóvenes artistas españoles que viven en Manhattan. Una cita con el secretario general de la ONU, Kofi Annan; el embajador John Negroponte, y los embajadores iberoamericanos. Más tarde, con los premios Príncipe de Asturias norteamericanos; entre ellos, dos premios Nobel. Y por fin, una cena en casa de su amigo Woody Allen: un mito para unos príncipes de Asturias cinéfilos.




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