Retrato de Felipe de Borbón

España es su trabajo. Hacerlo bien, su obsesión.Una tarea para la que Felipe de Borbón ha sido entrenado desde el día de su nacimiento y que ya comparte con Letizia, su flamante esposa. Ésta es la historia de un heredero profesional, concienzudo y prudente, que lucha porque su esfuerzo tenga sentido y contenido.

 

El 7 de agosto de 2002, Felipe de Borbón descubrió de golpe que ser príncipe puede convertirse en algo muy peligroso. Fue durante la toma de posesión del presidente de Colombia, Álvaro Uribe, en Bogotá. En el momento en que la comitiva llegaba al Parlamento, seis cohetes cargados de dinamita disparados por las FARC impactaron a escasa distancia del lugar donde se encontraban las representaciones diplomáticas. El resultado, 13 muertos y 30 heridos. Él mismo lo relata: “estábamos entrando en el edificio cuando comenzaron las explosiones. Y nos intentaban tranquilizar: ‘no se preocupen, que son las salvas de honores'. Y yo pensaba: ¿salvas de honores? …eso es fuego de mortero. Y seguían los impactos, y mirábamos la cúpula de cristal del edificio y pensábamos: como esto se caiga… ¿Miedo? Es extraño, en aquel momento no tuve sensación de riesgo; me di cuenta cuando lo vi por televisión esa noche”.

El entonces embajador de España en Colombia, Yago Pico de Coaña, recuerda: “el Príncipe, ni pestañeó. Y eso que hubo una desbandada de jefes de Estado; algunos no se quedaron ni al cóctel. Analizamos la situación. Lo primero era su seguridad: el Príncipe no es sustituible. Teníamos una cena programada con cinco premios Príncipe de Asturias, desde Belisario Betancur hasta Manuel Patarroyo. Le consultamos. Y él lo tuvo muy claro: ‘¡nos quedamos!”.

No hay un manual de instrucciones del heredero. El papel del Príncipe no está escrito. Ni siquiera en la Constitución. Por eso, Felipe de Borbón debe ganarse la legitimidad cada día. Y desde el 22 de mayo, también su esposa, la nueva princesa de Asturias. Hace cuatro siglos, los príncipes quedaban automáticamente legitimados por la sangre; hoy, por el ejercicio. Deben ser útiles a su país. Apoyar al Monarca sin restarle protagonismo. Rey sólo hay uno, y nadie le puede sustituir. Por más que, como cuenta Sabino Fernández Campo, pieza clave en el palacio de la Zarzuela entre 1977 y 1993, aquel día en que don Juan Carlos y Fidel Castro se conocieron, en la I Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado, en Guadalajara (México), el 19 de julio de 1991, el comandante le hizo al monarca español una pregunta imprevista: “Majestad, y ese hijo tuyo tan alto, ¿qué es? ¿Una especie de vicerrey?”. “Y no fue fácil de responderle”, continúa Fernández Campo. “Nunca nos habíamos puesto a pensar qué iba a hacer el Príncipe cuando fuera mayor. No había nada regulado. Al principio, era muy niño, y todo nos parecía lejano. Y luego, cuando empezó los estudios universitarios, parecía que aún había tiempo de sobra. Piense que en los primeros años de la Monarquía estaba todo por hacer”.

El hombre que ocupará un día el trono de España es un gran desconocido. Aún peor, está envuelto en tópicos. Contemplándole en acción, hay algo que al periodista no le encaja: el cliché de frivolidad con el que algunos medios le presentan es diametralmente opuesto a la imagen de eficacia que se obtiene de él mientras habla con jueces, empresarios, diplomáticos, artistas o deportistas. Con políticos extranjeros. Con profesores universitarios. Cuando se expresa en perfecto inglés o se esfuerza en catalán. De cerca, el Príncipe es un tipo cordial y bien informado. Tal vez demasiado correcto; algo hierático, con una intimidad blindada, aunque quizá sea su altura la que marque las distancias: es enormemente incómodo dialogar con alguien que mide 1,97. Él contrarresta ese efecto con una sonrisa. Es capaz incluso de reírse de sí mismo: “cuando al final de un acto público, después de cinco discursos, me toca a mí decir el último, y veo a la gente bostezando, pienso: ahora viene la puntilla”.

 

Un rey en carrera

Su vida no ha sido fácil. Los que le conocieron en la infancia coinciden en recordar a un niño curioso e inquieto, con el labio y la barbilla partidos en sendos accidentes de esquí y monopatín, que en público mutaba en un muchachito tímido y formal. Que observaba mucho y hablaba poco. Siempre atento a las indicaciones de los Reyes. Acostumbrado a obedecer, a ser prudente. Su padre se lo advirtió cuando marchó a estudiar a Canadá, en 1984: todo lo que hiciera en la vida, cada acto, cada gesto, cada palabra, sería observado con lupa. Tomó nota. Y eso que por aquel entonces vivía el complicado sarampión de la adolescencia. Pero fue un alumno intachable. Siempre ha sido consciente de su responsabilidad. Es su destino. Y él lo acepta.

No, no es un ser normal. Tiene un oficio singular: sólo hay un príncipe entre 40 millones de españoles. Incluso la boda de mayo no es una mera portada de revista, es mucho más: la apuesta por el futuro de una institución clave en la Constitución que basa su existencia en el derecho sucesorio. Siempre los dos gorros: el de príncipe y el de persona. Él reconocía un mes antes del enlace que le gustaría que su generación le detectase “como representante de la Corona, pero también como ciudadano; hay una misión, pero también una vida privada”.

Cada paso de su vida ha sido cuidadosamente diseñado. El capítulo de los estudios del futuro rey ya supuso una auténtica cuestión de Estado. No había referencias válidas, no había precedentes inmediatos. Hubo que empezar desde cero. La educación del Príncipe supuso un profundo y discreto debate entre la Casa Real y el resto de los poderes. La primera duda fue si debía o no debía ser militar. Tras un tira y afloja se optó porque el Príncipe fuera un año a cada una de las factorías de oficiales de los tres ejércitos.

¿Se siente militar el Príncipe? Un antiguo responsable civil del Ministerio de Defensa de aquella época intenta responder: “no sé si es un militar de cabeza, pero valora mucho la institución. Su padre le ha hecho apreciar el ejército desde niño. Para el Rey, la relación con los militares ha sido básica –piense en el tránsito a la democracia, en la noche del 23-F– y eso se lo ha transmitido al hijo. El Príncipe se entiende, se siente a gusto con ellos. Y eso es básico en su futuro papel constitucional de mando

supremo de las Fuerzas Armadas”.

“Y ahora, a civilizar al Príncipe”, exclamó en 1988 un responsable de la Casa de Su Majestad. Tras pasar por las academias, Felipe de Borbón necesitaba un baño de mundo civil. El problema era qué carrera y dónde estudiarla. Enrique Fuentes Quintana, catedrático de Hacienda Pública y ex ministro de Economía, opinaba que debía estudiar ciencias económicas. Aurelio Menéndez, catedrático de Derecho Mercantil y ex ministro de Educación, derecho. Otros apostaban por una ingeniería y hasta por la carrera de música. Hubo una solución de consenso: derecho con las asignaturas básicas de ciencias económicas.

¿Y dónde iba a estudiar? Hubo ofertas: Santiago, Sevilla, Barcelona. Salamanca tuvo muchas papeletas. Se optó por la Autónoma de Madrid, que estaba cerca de La Zarzuela, era considerada una universidad moderna y de calidad, y estaba poco masificada. Además, algún destacado miembro del Gobierno –como Javier Solana, por aquel entonces ministro de Educación– había sido profesor en sus aulas. Cinco años. El 25 de junio de 1993, Felipe de Borbón aprobaba el último examen de la licenciatura de derecho. Misión cumplida. Sería el primer rey de la historia de España con una carrera universitaria. Una de las personas que dirigieron su programa de estudios da su particular interpretación de su estancia en la universidad: “le sirvió para chapuzarse de libertad. En la universidad había profesores muy comprometidos con la democracia, antifranquistas, comunistas; era la primera vez que el Príncipe hablaba con gente así. Y se entendió con ellos. Y su compromiso con la democracia se hizo más firme”.

En 1993, dos diplomáticos, Fernando Almansa y Rafael Spottorno, se hacían cargo de la Casa del Rey. Y en 1996, el Partido Popular ganaba las elecciones. A ellos les tocaría diseñar el futuro profesional del Príncipe. Antes, la última decisión del equipo saliente fue que estudiara un master en relaciones internacionales en la Edmund A. Walsh School, de la Universidad de Georgetown (Washington): la gran cantera de la diplomacia estadounidense. Se evaluaron otras escuelas en las mejores universidades americanas: Fletcher, Columbia, Harvard, Berkeley. La última palabra la tuvo el Príncipe. Comenzaba a tomar las riendas de su vida. Georgetown. Dos años de anonimato, los primeros y últimos de su vida. El 26 de mayo de 1995 recibía el diploma de graduado rodeado por su familia. Máxima calificación: summa cum laude. Tenía 27 años. Había llegado el momento de poner en práctica lo aprendido. Trabajar. ¿Pero en qué?

Una de las personas que participaron en el diseño de su labor como príncipe heredero resume: “se empezó a estudiar el tema seis meses antes de que el Príncipe volviera a España. Lo primero fue crearle una pequeña estructura de apoyo, una secretaría dependiente de la secretaría general de la Casa del Rey, en la que se incluían tres ayudantes militares y un secretario. Para este cargo se eligió a Jaime Alfonsín, un abogado del Estado que también había pasado por la empresa privada, conocía la Administración como la palma de su mano y tenía menos de 40 años. En cuanto al trabajo del Príncipe, nuestra intención era la cuadratura del círculo: que lo que hiciera fuera útil para España, útil para él y que además le satisficiera como persona”.

–¿En qué iba a consistir su trabajo?

–Para empezar, en apoyar al Rey y descargarle de actividades representativas. En segundo lugar, en ir conociendo las obligaciones de un jefe de Estado y la vida institucional y administrativa del país. Y para continuar, conocer España y su estructura autonómica; hablar con gente de todo tipo y de todos los sectores. Era fundamental que esa gente fuera viendo que el Príncipe es un hombre sensato, con interés por las cosas, por formarse una idea de lo que los españoles le van a pedir y él les puede dar. También debía absorber todo el entramado educativo, cultural, científico, social y artístico de este país. Es un trabajo que no es fácil de concretar. La Constitución no asigna al príncipe heredero ningún papel. Tiene libertad absoluta para irse formando durante años. Hasta que un día, de pronto, se convertirá en jefe del Estado. Y tiene que estar preparado para hacer frente a esa responsabilidad. Preparado para lo bueno y para lo malo.




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