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Aunque la pesadilla norteamericana de Columbine todavía parece cosa de otro mundo entre los uruguayos, la percepción de buena parte de la población es que los adolescentes están cada vez más violentos y que la delincuencia juvenil es un problema particularmente grave. La apreciación es correcta a medias, porque la violencia adolescente no es más que el fiel reflejo del contexto social en que se dispara, y evoluciona de la misma manera que otras modalidades. Sin embargo, es del caso recordar que la violencia entre los adolescentes no empieza ni termina con los casos que dos por tres saltan a los titulares de diarios e informativos: adopta una gran variedad de formas, menos rimbombantes pero igualmente dañinas, que van desde el desprecio por el otro, a la autodestrucción. |
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Desde el año 2001, el Programa de Seguridad Ciudadana del Ministerio del Interior y la Administración Nacional de Educación Pública capacitan a los docentes uruguayos para la prevención de la violencia. Por su parte, en la Asociación Uruguaya de Educadores Católicos hace tiempo que vienen trabajando en este asunto. La rama de educación no formal, que nuclea a 115 Organizaciones No Gubernamentales que trabajan en barrios deprimidos, organizó a fines de 2004 un taller para educadores con el sugestivo título de Violencia... ¿atrapados sin salida? El problema preocupa también a nivel de los 173 centros educativos que congrega la institución. “La violencia se nota y muchísimo, sobre todo en la forma de expresarla”, resume su secretario, Enrique Cardozo. Pruebas al canto. Según el doctor Jorge Baroffio, jefe del área médica de Unidad Coronaria Móvil, en los últimos tres años han aumentado “significativamente” las agresiones en locales bailables. “El alcohol, algo de drogas, el ambiente de la noche, más el estado de agresividad, hacen que cualquier mirada o pequeño roce derive en un acto de violencia”. Sin embargo, Baroffio aclara que esta especie de “virulencia” se percibe también en el tránsito o en los estadios de fútbol. “Asistimos casos con más saña, en los que, por ejemplo, tras una pelea una persona cae al piso y le siguen pegando, o sacan un fierro por cualquier motivo”. Como en la sociedad, la violencia está instalada entre adolescentes de todo pelo y señal. Homicidios, rapiñas y atracos son las formas que primero vienen a la mente. Pero la mayor parte de las modalidades de violencia son tan silenciosas como persistentes. Es poco probable que los adolescentes de niveles socioeconómicos medio y medio alto anden con navajas de aquí para allá, o se escapen de la Colonia Berro, pero no es nada improbable que muchos de ellos vivan inmersos en ambientes violentos, fruto del desencanto y la falta de perspectivas. Los educadores están desbordados. En un caldo de desprecio, pérdida de límites y desesperanza, lograr el clásico “clima de clase” se convierte en una tarea de titanes para los docentes. Santiago Conde trabaja en colegios privados de diversas zonas de Montevideo. En seis años de enseñar no tiene memoria de ningún incidente de sangre, pero en su ámbito laboral la violencia está instalada en “lo verbal y en el relacionamiento”, tanto entre chicos como con los docentes. “No es el típico conflicto con la autoridad”, entiende él, “sino que es constitutivo de sus personalidades, su tono y su actitud hacia todo”. Una colega que prefiere mantener el anonimato va más allá: “tienen el insulto incorporado al discurso, no se dan cuenta que viven en el permanente desprecio, ignorando al otro”. ¿Más ejemplos? Leonardo Galante, adscripto en un colegio de Punta Gorda, trabaja en la enseñanza hace casi 20 años. Nunca como ahora, empero, vivió un rebase tal de los límites. “Lo habitual es que el trato sea muy irrespetuoso, no aceptan un no y son muy proclives a hacer lo que les viene en gana”. Entre los adolescentes económicamente más acomodados, paradójicamente el poder adquisitivo juega en contra en varios sentidos. Acostumbrados a conseguir cualquier cosa con dinero, ponen como excusa a todo el hecho de que sus padres pagan para que ellos vayan a ese colegio. También tienen más fácil acceso a las drogas y el alcohol, lo que les acaba complicando la vida tanto a varones como a mujeres. |
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¿El huevo o la gallina? ¿Qué les está pasando a los adolescentes? ¿Son peores que los de antes? Al parecer, estas preguntas son sólo un reflejo miope de los adultos. La sicología responde señalando dos características básicas que tiene todo adolescente. De ayer y de hoy, de aquí y de la China, los adolescentes hacen lo que ven y en el proceso de formación de su propia identidad necesitan un referente adulto que los guíe. El problema es que el contexto que les toca vivir en esta época es sumamente inestable, y no son pocos los padres ausentes o infantilizados. “Veamos a los adolescentes y veremos a la sociedad”, es una máxima entre los que están acostumbrados a trabajar con jóvenes. “La violencia está en la sociedad toda y todos somos responsables en mayor o menor medida. Somos los adultos los que debemos tomar ciertas actitudes, hacernos cargo y buscar soluciones”, aboga Beatriz Ruben, sicóloga especializada en adolescentes, docente e investigadora en la Facultad de Psicología de la Universidad de la República. Ruben sabe de qué habla. El año pasado, entre otras consultorías, la llamaron para asistir a un liceo de la Costa de Oro por los altísimos índices de deserción estudiantil y a otro de Rivera por la seguidilla de suicidios adolescentes. “No se trata de echarse las culpas o buscar culpables”, aclara la experta, “sino de asumir que la violencia también está en mí”. Según su punto de vista, la violencia podrá asumir distintas modalidades pero esencialmente siempre consiste en lo mismo: “ejercer el poder de uno sobre otro, hacerlo objeto, no considerarlo un sujeto y desconocerlo como ser humano. A esto estamos todos acostumbrados y no nos damos cuenta”. Merced a una crisis social y económica globalizada, encarnada en la desocupación y la inseguridad, la sociedad toda vive convulsionada. Ante un “trauma” de este tipo es una consecuencia casi lógica que la violencia no pueda ser “procesada” o asimilada, “no se puede contener ni canalizar y se desborda”, explica Ruben. Este ambiente de ebullición deriva a su vez en una “desconfiguración familiar”. Hoy las funciones de cada uno están en tela de juicio, los roles que se desempeñan ya no son los “tradicionales”, con la dificultad agregada de que la siquis cambia más lento que la realidad. “No estamos aún preparados para enfrentar ese profundo cambio, lo que genera un ambiente de angustia y caos”. Así las cosas, los chicos crecen sin límites ni responsabilidades. |
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