Mitos y Leyendas

Creer o reventar. Las dichas y desdichas asociadas a los años bisiestos han desvelado a los supersticiosos desde la noche de los tiempos, y el corriente febrero, extendido por obra y gracia de un caprichoso 29, desempolva viejos mitos que ponen los pelos de punta a más de uno. He aquÍ algunas curiosidades de las calendas.

Por S.S.

Año bisiesto, ni uña, ni huerto, ni pan en el cesto”. “Año bisiesto, vende la hoja y quema el cesto”. “Año bisiesto pocos huevos en el cesto”.

Tradicionalmente los años bisiestos han sido considerados de poca fortuna. Según los refranes, las siembras son pobres y “el hambre entra en el cesto”.

Entre los supersticiosos se cree que no son buenos los años bisiestos. Antiguamente se los asoció con el hambre y la peste, con años en que “se mueren las cabras y ovejas no queda ninguna”.

Los más crédulos se han empeñado en revisar la historia buscando grandes catástrofes acontecidas en esos años. Algunos recuerdan que en 1932 un temblor mató mil 500 personas en Cuba, que en 1904 –otro desafortunado año bisiesto- estalló la guerra entre Japón y Rusia. Sin embargo, no existen marcas especialmente luctuosas que justifiquen la mala fama de estos años de 366 días. Mucho menos, datos científicos que los vinculen con la mala fortuna. Y tampoco han sido tan amargos como para merecer los calificativos y estigmas que les adjudica el refranero hispano, del tipo “año bisiesto, año siniestro”. Además, ¿en qué año no ha sucedido algún desastre?

Se sabe que, a pesar de las impresiones negativas, los años bisiestos pueden ser buenos o malos, alegres o aburridos, igual que cualquier otro periodo del calendario. Lo cierto es que estas anomalías de las calendas han dado que hablar en todas las épocas y dado pie a las más diversas costumbres, leyendas y tradiciones.

En Inglaterra, por ejemplo, existía la costumbre según la cual en el curso de los años bisiestos las jóvenes podían dejar la reserva impuesta por la tradición y pedir la mano del joven con quien desearan casarse. Al parecer, cualquier doncella, fuese de alta o baja condición, tenía libertad durante los años bisiestos de proponerle matrimonio al hombre elegido, y si el mancebo se negaba, debía indemnizarlas.

La costumbre es antiquísima, puesto que en una vieja crónica anglosajona anterior a la conquista de Inglaterra por los normandos se lee: “como este año es bisiesto las jóvenes propondrán los matrimonios y si son rechazadas reclamarán al que las rechace un vestido nuevo”.

Al parecer, fue San Patricio el inventor de tan romántica costumbre. Dice la creencia pagana, que el santo paseaba cuando Santa Brígida llorando le mencionó que las mujeres de Kildare estaban desoladas porque había pocos hombres que quisieran casarse con ellas, y por lo tanto reclamaban el derecho de hacer ellas mismas las proposiciones. San Patricio contestó que estaba de acuerdo en acceder a sus deseos, pero sólo un año de cada siete. La santa lloró y rogó que fuera un año de cada cuatro. San Patricio accedió diciendo: este año será bisiesto para que tus mujeres dispongan de un día más para poner en ejecución sus dulces proyectos.

Como ese año era bisiesto, Santa Brígida le pidió la mano al santo, y él la declinó regalándole un vestido nuevo.

Otra curiosa ceremonia relacionada al año bisiesto se celebraba entre los pobladores españoles de Villalcazar de Sirga. Allí, los 29 de febrero quedaba prohibida toda actividad laboral durante las 24 horas del día. La tradición dice que “no existiendo el día 29, nadie está obligado a trabajar hasta que el calendario recupere su normalidad”.

También se cree que si el niño nace en año bisiesto “tiene gracia para curar ciertas enfermedades”, “bisiesto ha de ser personaje de alto puesto”, e inlcuso “está libre de viruela quien nace en bisiesto”.

Como se ve, no todo era malaria y cestos vacíos en los años bisiestos.

Un día más

Aunque no se sabe con certeza qué es el tiempo, ya en antiguas civilizaciones existían formas más o menos exactas de medirlo. Pastores nómadas, astrónomos del antiguo Egipto y magos de Persa fueron, los primeros en observar los fenómenos elementales que dieron lugar a los primeros calendarios lunares.

La técnica estándar para medir el paso del tiempo consiste en encontrar algo que ocurra regularmente y utilizarlo de guía: la época de frío o de lluvia, cuando abren las flores, o maduran los frutos, la aparición de ciertas estrellas. El retorno periódico de los mismos fenómenos llevó al conocimiento del año solar.

Desde el principio de los tiempos el ser humano, observador y curioso por naturaleza, se percató de la existencia de tres ciclos fundamentales: el cambio entre el día y la noche que recibió el nombre de día, la variación de las fases de la luna que dio lugar a los meses, y un tercer ciclo más largo que surgió de la observación de las estaciones, el año.

Sin embargo, la medición del tiempo no es tan sencilla como puede parecer a simple vista ya que implica armonizar diferentes medidas que dependen de fenómenos astronómicos distintos: el día depende de la rotación de la Tierra, el mes de las lunaciones, y el año de la traslación del sol.

Vale decir, hay que compatibilizar el Sol, la Luna y la Tierra. Y no hay manera de que las tres medidas coincidan ya que en el año no cabe un número exacto de días, ni de meses lunares.

El primer ejercicio en la medición del tiempo fue la creación del calendario. En todos los tiempos, los calendarios han sido cuestiones importantes, que causaron más de un quebradero de cabeza a quienes se abocaron a elaborar los más variados sistemas cronológicos para contar segundos, minutos, días, semanas, meses, lunaciones, años, décadas, centurias, y milenios.

El problema básico en la creación de un calendario es que el número de días en un año no es regular. El tiempo que la Tierra tarda en dar una vuelta completa al Sol es de algo más de 365 días. Más precisamente 365 días y seis horas. Y más exactamente 365 días, cinco horas, 48 minutos y 46 segundos.

Esas pocas horas que no completan un día crearon un serio problema en el calendario, y desvelaron a emperadores, papas y astrónomos de todos los tiempos.

Fue precisamente el emperador romano Julio César quien avergonzado de que el calendario romano fuera inferior al de otros pueblos (al grado de apartarse 90 días con respecto al año astronómico), ajustó los antojadizos calendarios del imperio durante el año 46 a.C.

Asesorado por el astrónomo griego Sosígenes el calendario Juliano suplantó al Pompiliano. Estableció un año de 365 días y seis horas. Esas seis horas formarían un día cada cuatro años (el bis sextil) que se intercalaría en el mes de febrero y compensaría la inexactitud. Ese año recibiría el nombre de bisiesto.

Básicamente, un año bisiesto tiene un día más, es decir, 366 días, en lugar de 365. El día extra se añade al final de febrero, por lo cual ese mes pasa a tener 29 días, en vez de 28.



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