Aristóteles Onassis

Fue uno de los grandes seductores de la historia. Muy rico, muy culto, muy interesante, entre su nómina de conquistas se encontraban desde Greta Garbo hasta Evita Perón. Sin embargo, sólo tres mujeres marcaron su vida y le ayudaron a pasar a la historia: Tina Livanos, madre de sus dos hijos; MarÍa Callas, la gran diva de la ópera, y Jackie Kennedy, viuda de JFK.

Por Enric Gonzále
 


Dicen que los seductores se aman a sí mismos por encima de todo, y que conquistan por vanidad. Ése era el caso de Aristóteles Onassis. Había, sin embargo, algo más. A Onassis le excitaba la historia. Entendía el pasado y era capaz de intuir el futuro, lo cual le permitió acumular una fortuna fabulosa, pero le frustraba no poder abarcar todo el presente: necesitaba estar en todas partes, saberlo todo, encarnar en persona el devenir del mundo. Como no alcanzaba a tanto, se aupaba sobre sus mujeres. No las amaba por lo que eran, sino por lo que representaban. Aunque le interesaba de ellas el prestigio social, buscaba también algo más sutil y complejo: tenían que ser historia viva, personajes casi mitológicos.

Habría que dejar al margen a su primera esposa, Tina Livanos; en ese matrimonio pesó mucho el aspecto mercantil, el ascenso profesional. Y el sexo, al principio. Las otras fueron diosas. Las de una sola noche, como Eva Perón, o las que duraron más tiempo, como Jackie Kennedy, o las que se quedaron para siempre, como María Callas. Quiso a la Callas más que a ninguna otra, pero, de haber podido, se habría casado con su adorado Winston Churchill. Buscaba la historia. Tocarla. Poseerla. No medía sus fuerzas con otros humanos, sino con símbolos de una entidad intangible y superior.

Aristóteles Onassis nació en Esmirna (Turquía) en fecha desconocida. En sus documentos figuraba el 21 de setiembre de 1900. Él aseguraba haber nacido el 20 de enero de 1906. Nicholas Gage, su biógrafo más solvente, deduce que la fecha real tuvo que ser el 20 de enero de 1904. Fue miembro de los pueblos absorbidos por el Imperio Otomano, un griego de Asia Menor, y combinaba el cosmopolitismo con un feroz orgullo nacional. Su padre, Sócrates Onassoglou (el apellido Onassis fue una posterior simplificación americana), era un comerciante rico, y proporcionó al único hijo varón una educación de lujo: idiomas, cálculo y modales. Su madre, Penélope Dologlou, murió en 1912, cuando Aristóteles tenía ocho años. Ese hecho influyó probablemente en su personalidad y en su relación con las mujeres. En cualquier caso, cuando la historia se abatió sobre la familia, el 9 de setiembre de 1922, Aristóteles disponía ya de los dos talentos que configuraron su vida. Uno, sabía tasar con exactitud a las personas y las cosas. Dos, los vuelcos de la historia no le abrumaban; al contrario, le gustaba nadar sobre esas olas. Ese 9 de setiembre, las tropas turcas entraron en Esmirna para acabar con todo. Las mujeres de la familia lograron huir como refugiadas. El padre, Sócrates, fue detenido y condenado a muerte. Aristóteles, pequeño e imberbe, se hizo pasar por adolescente y en unas pocas jornadas se adueñó de la situación: compraba whisky en los buques de guerra estadounidenses atracados frente al puerto y lo vendía a los diplomáticos y a los oficiales turcos. Liquidó las posesiones paternas y escapó en el Edsall, un barco americano, disfrazado de marinero.

 

Empresario en potencia

En los años siguientes siguió al pie de la letra el manual del perfecto emprendedor. Emigró a Buenos Aires, importó tabaco griego y turco y compró sus primeros barcos, auténticos ataúdes flotantes, chatarra de desguace que, sin embargo, se movía por rutas poco transitadas y aprovechaba cualquier oportunidad de negocio. Cuando estalló la II Guerra Mundial ya tenía petroleros y la fortuna le sonrió dos veces: una parte de sus naves pudo seguir navegando libremente, porque enarbolaba una bandera neutral, la argentina; otras naves, retenidas durante todo el conflicto en los puertos neutrales escandinavos, quedaron intactas y a punto para aprovechar el boom del comercio posbélico desde el mismo día en que Alemania capituló.

En 1945, Aristóteles Onassis era inmensamente rico. Tenía ya 41 años. Y seguía soltero. Su comportamiento con las mujeres mostraba síntomas de bulimia: las cubría de regalos, las seducía, las poseía y no sabía qué más hacer con ellas. Tuvo entre los brazos a las reinas de Hollywood, a Veronica Lake, a Gloria Swanson, a Greta Garbo (incluso), sin que su sentido de la propia importancia le permitiera considerarlas algo más que entretenimientos.

Lo importante era su carrera. Tenía mucho dinero, pero le faltaba prestigio. En su mundo de entonces, el de los navieros griegos, el monarca se llamaba Stavros Livanos. Lo lógico, por tanto, era casarse con la hija del rey. Aunque sólo tuviera 15 años. Costó convencer al viejo Stavros (sólo un poco mayor que él), pero el 28 de diciembre de 1946, en cuanto Athina, Tina, cumplió los 16, se celebró el matrimonio en la catedral ortodoxa de Nueva York, seguido de cena y fiesta en el hotel Plaza.

Tina le gustaba mucho: joven, menuda, bellísima, educada para reinar en la alta sociedad. Pronto tuvieron dos hijos, al estilo griego: un primogénito varón, Alexander, el heredero, adorado por todos, guapo y simpático, y una niña, Christina, recibida con cierto desinterés, no especialmente agraciada y aleccionada desde la cuna a ejercer de sombra del hermano. Todo eso estaba muy bien: la esposa, la familia, el prestigio. Pero había otras cosas, otro tipo de mujeres. En 1947, en Italia, Onassis pasó una noche con su primera mujer-mito, Eva Perón. Pagó 10.000 dólares, en concepto de donativo a descamisados y demás menesterosos, por un revolcón y una tortilla cocinada por las mismísimas manos de Evita. Eva Perón era entonces una diosa en Argentina. Y Aristóteles Onassis viajaba con pasaporte argentino.

 

Seductor en vena

Onassis poseía un inmenso atractivo. Habría sido un gran seductor incluso sin dinero, aunque, obviamente, los diamantes ayudaban. Era culto y políglota, divertido, de trato sencillo, sabía escuchar y carecía de mezquindad. Por encima de todo, cuando estaba con una mujer, sólo existía esa mujer. El sexo, para él, formaba parte del rito, nada más. Le gustaba pregonar supuestas proezas amatorias, muy exageradas. Tina, su esposa, contaba una historia distinta. En cuanto pudo se buscó un amante joven, el playboy Reinaldo Herrera (más tarde, marido de la diseñadora Carolina Herrera), y no dejó pasar la oportunidad de algún lance con el semental más célebre de la época, el dominicano Porfirio Rubirosa. Onassis toleraba con deportividad esas infidelidades, mientras él seguía con las suyas: Margot Fonteyn, etcétera. A Tina sólo le exigía discreción.

Ese equilibrio se mantuvo hasta 1959. Hasta el crucero de placer más célebre de todos los tiempos. Hay que hacer un esfuerzo para concebir el impacto de ese viaje en la imaginación popular. Todo fue desmesurado, asombroso. Por primera vez, la prensa rosa y los periódicos más sesudos se arrojaron sobre la misma historia.

El punto de partida, Montecarlo. Onassis era el rey de Mónaco, para mal del pobre Rainiero. Poseía la mayoría de las acciones de la Société des Bains de Mer, el holding que aglutinaba el casino, los principales hoteles y la actividad inmobiliaria, y había ubicado en Montecarlo su propio holding de navieras, líneas aéreas, petróleo (transporte del 10 por ciento de la producción de Arabia Saudí), import-export y un poco de piratería. Grace Kelly y Rainiero se habían casado dos años antes y Mónaco vivía días de gloria. Era un paraíso, falso pero rentable.

La nave, el Christina, el mayor yate del planeta. Más de 100 metros, 42 tripulantes, piscina convertible en pista de baile gracias a una plataforma hidráulica (a Onassis le gustaba subir y bajar sobre ella), un Greco (quizá no del todo auténtico), grifos de oro, hidroavión. “El colmo de la opulencia”, en palabras del rey Faruk de Egipto, un tipo entendido en derroches y en gustos extremados. Se trataba de una vieja fragata canadiense reconvertida en palacio por César Pinnau, el mismo arquitecto que diseñó la mansión-refugio de Adolf Hitler en Berchtesgaden. La adición de una tercera cubierta había hecho inestable el barco, una coctelera en cuanto el mar se agitaba un poco, y lento. Cuestiones secundarias. Los taburetes del bar estaban tapizados con piel de prepucio de ballena. Onassis repetía una y otra vez la misma broma a sus invitadas: “Señora, se sienta usted sobre el pene más grande del mundo”.




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