Amante en alza

Los invitados de honor, Lady Churchill y sir Winston Churchill, el estadista más respetado, el dios del pasado, el gigante del siglo XX, convertido, a los 85 años, en estatua de sí mismo. Para lo bueno y para lo malo: sufría incontinencia, y en el Christina había dos personas, pagadas a precio de director general, que se ocupaban de lavarle la ropa interior cinco veces al día. Y María Callas y esposo, Giovanni Battista Meneghini. Quienes nacieron a partir de los '60 difícilmente pueden hacerse una idea de lo que significaba María Callas, nacida Maria Anna Kalogeropoulos el 2 de diciembre de 1923, en Nueva York. Llevaba dentro de sí todas

las historias y todas las fábulas: el amor al padre ausente y el odio a la madre cruel y manipuladora (Electra), los celos hacia la hermosa hermana mayor (Cenicienta), el don de una voz divina y el matrimonio con un hombre mayor que la introdujo en los altos niveles operísticos (Pigmalión); la transformación, en 1954, de soprano gorda en prima donna esbelta y magnética (el patito feo). Había perdido 50 kilos y se había convertido en cisne gracias a una tenia, un parásito intestinal quizá ingerido voluntariamente. Pequeñas miserias íntimas. Quien la veía sobre un escenario, y eso es lo importante, no la olvidaba. Había voces más regulares, más trabajadas, en ocasiones fallaba. ¿Y qué? No existía una pasión como la suya. Su fama era portentosa. Era la diosa del presente.

El crucero por el Mediterráneo contaba, adicionalmente, con la amenidad de los visitantes ocasionales. En cada escala acudían al Christina primeros ministros, embajadores, sátrapas, generales. Del elenco de figurantes formaron parte don Juan de Borbón y su hijo Juan Carlos, invitados a una de las cenas griegas.

Onassis y la Callas tenían que enamorarse, casi por imperativo histórico. Eran los dos griegos más célebres del siglo. Eran culturalmente afines. Y se sentían dioses. Los cabeceos del Christina les ayudaron a estar solos, porque, a diferencia del resto del pasaje, disfrutaban de inmunidad al mareo. A Tina le importaban poco los flirteos de su marido, y el pobre señor Meneghini, al que sí le importaban los flirteos de su esposa, se pasaba la vida vomitando en el camarote. La presencia mayestática de sir Winston Churchill impedía que María y su Aristo (el público le llamaba Ari) expresaran de forma física sus sentimientos, aunque, antes de que concluyera el viaje, lograron hacer el amor por primera vez, ocultos en una lancha. Al regresar a Montecarlo, la suerte estaba echada. Tina se fue con los niños y María Callas envió a Meneghini a Milán y se marchó a París para reencontrarse con Aristo.

¿Qué encontró Onassis en la Callas? En sus propias palabras, “una mujer a mi altura”. Había más que eso. María Callas le colmaba de atenciones, se portaba con él como una esposa griega, devota y sumisa; comía su misma comida. Y le amaba con todo su corazón. La ópera no formaba parte de la ecuación. Según la definición de Onassis, al que sólo le gustaba la música tradicional de su país y se escapaba en cuanto podía a una taberna para romper platos, la ópera venía a ser “un grupo de cocineros italianos que cantan a gritos sus recetas”. Pero la Callas era la Callas, la gran diva, La Tigresa. Eso sí entraba en la ecuación.

¿Qué ganaba la Callas? “El primer hombre que no quiere sacar nada de mí y, en cambio, me lo da todo”, dijo. Algunas amistades hablan también de los primeros orgasmos, tras una monótona, monógama y, al parecer, muy insatisfactoria vida conyugal con Meneghini. Toda la fantástica energía de la diva, hasta entonces concentrada en el canto, se volcó sobre Onassis. Debió de ser una descarga fortísima. La Callas decidió que no quería más escenarios ni más grabaciones: sólo deseaba casarse con Aristo, tener con él un hijo, cocinar para él, ser bella para él.

María Callas, nacida para la tragedia, fracasó en el intento. Concibió un hijo de Aristo, en 1960, que murió al poco de nacer. No llegó a casarse, pese a que Onassis se había divorciado y volvía a ser libre: ella seguía legalmente atada a Meneghini, porque en Italia no existía el divorcio y Meneghini no se soltaba ni a tiros. Además, el hijo de Onassis, Alexander, la odiaba porque la consideraba responsable de la separación de sus padres, y la hermana mayor del magnate, la influyente Artemis, desaconsejó el matrimonio. A Artemis tampoco le gustaba María. Onassis, por otra parte, seguía obsesionado con dar bocados a la historia. Y en 1963 mordió otro pedacito: tuvo un romance con la princesa Lee Bouvier-Radziwill, hermana de Jacqueline Kennedy, cuñada del presidente de Estados Unidos.


Pirata en acción

Ése fue otro crucero sonado. Después de que Jackie Kennedy sufriera un aborto, Onassis la invitó, junto a su marido, a uno de sus famosos viajes a bordo del Christina. John Kennedy conocía la relación de su cuñada con Onassis y, sobre todo, conocía la reputación del magnate. Se negó a aceptar. Su comentario al recibir la invitación: “por Dios, Jackie, Onassis es un pirata internacional”. Pero ella acudió, acompañada por el subsecretario de Comercio, Franklin Roosevelt, hijo, rebajado para la ocasión al papel de carabina. Era el 4 de octubre de 1963.

El testimonio de la Callas: “yo estaba en París. Aristo me había echado. Me dijo que no podía tener a bordo a su concubina en presencia del presidente y la primera dama de Estados Unidos. Fue un insulto añadido a la bronca que habíamos tenido un mes atrás, cuando descubrí un estuche de Cartier vacío con una nota de amor de Aristo a Lee. Un par de noches después vi el brazalete Cartier en la muñeca de ella. ¡Cómo se atrevieron, delante de mis narices! Tengo las pruebas, he guardado la nota y el estuche”.

La pobre María ignoraba que lo peor estaba por llegar. Para Onassis, Lee representaba solamente un escalón hacia la hermana, que regresó intacta a

Washington y, para hacerse perdonar por el marido, le acompañó en un viaje electoral a Dallas, Tejas. En ese viaje, el 22 de noviembre de 1963, John Fitzgerald Kennedy fue asesinado.

Si Jackie Kennedy era atractiva antes, la condición de “viuda de América” la hizo, a ojos de Onassis, irresistible. El magnate empezó a cortejarla en cuanto terminó el luto oficial. Y ella correspondía: “si algún día vuelvo a casarme, será con Aristóteles Onassis”, comentó más de una vez. María Callas, mientras, declinaba lentamente. Su voz, forzada en exceso durante años, se escapaba a borbotones. Tuvo aún algunas noches memorables, pero se multiplicaban las críticas atroces. Vivía la vida de una concubina, encerrada a la espera de Aristo, en su apartamento parisino o en el Christina. Apenas pisaba la isla de Skorpios, el paraíso privado que Onassis había construido para sus hijos y para los hijos de Jackie, Caroline y John John, que podían permitirse allí todos los caprichos.

Onassis había encontrado, por primera vez, en Jackie, una mujer que le trataba con distancia, si no con cierto desprecio. Las cláusulas de su precontrato nupcial son reveladoras: Jackie podía seguir viviendo sola, Jackie organizaba sus propias vacaciones, Jackie tenía derecho a todos los lujos, Jackie no se comprometía a nada. Odiaba la cocina griega, se aburría en Skorpios, detestaba los gustos de Onassis (impuso fundas sobre los taburetes de piel de prepucio) y consideraba que el apartamento de París era un cuchitril infecto. Jacqueline sentía terror a un posible atentado, cosa en parte comprensible, y en una ocasión se presentó en el apartamento parisino con 20 policías y guardaespaldas, a los que instaló por todas partes. A Onassis le enfurecían esas cosas. Y le enloquecían de pasión. Había encontrado al fin a la diosa absoluta, la historia hecha mujer. “Con Jackie seré feliz”, prometió a su hermana.

Se casaron en Skorpios el 20 de octubre de 1968, poco después del asesinato de Robert Kennedy. A la mañana siguiente, Aristóteles, de 64 años, proclamó que esa noche habían hecho el amor seis veces.

La mayor parte de las joyas de María Callas, depositadas en la caja fuerte del Christina, pasaron a ser propiedad de Jackie. Onassis tenía pocos escrúpulos para esas cosas: eran sólo joyas, las compraba casi al peso. Y a María le daba lo mismo. Sólo le interesaba Aristo, que volvía a París de vez en cuando para estar con ella.

En realidad, el matrimonio de Aristóteles y Jackie funcionó razonablemente bien. Él disponía de su símbolo de carne y hueso, ella poseía la seguridad de una fortuna inmensa. Y eran dos personas interesantes, capaces de mantener una conversación amena. No aspiraban a más. Alexander, el hijo y heredero, definió de forma escueta el arreglo: “a mi padre le encantan los apellidos, y a Jackie le encanta el dinero”.

 

Hombre en retirada

Aristóteles Onassis empezó a morir en 1973, cuando Alexander falleció en un accidente aéreo. Dejó de tomar medicamentos, dejó de interesarse por los negocios, dejó de leer historia. Una enfermedad neuromuscular degenerativa, complicada por una infección de vesícula, le postró en cama a finales de 1974. Jackie decidió que los médicos atenienses no podían hacer nada por él y ordenó su traslado a un hospital de París. Onassis se despidió de sus empleados domésticos a su manera, regalando 300 dólares a cada uno, y consiguió llegar al coche por su propio pie. Se llevó un solo objeto en su último viaje: una manta roja que unas semanas antes, el 20 de enero, por su cumpleaños, le había regalado María Callas. Al llegar a París, logró entrar andando en el hospital Americano de Neully: “de momento me basto solo”, comentó a sus acompañantes, “a la salida tendréis que cargarme entre cuatro”.

Su última frase, ya entubado, la garabateó en una hoja destinada a su hija Christina: “Por favor, dejadme morir”. Falleció el 15 de marzo y fue enterrado en Skorpios.

María Callas murió, tras una larga reclusión en su piso de París, el 16 de setiembre de 1977. Las causas no quedaron claras. Estaba infinitamente triste.

(El País de Madrid. Derechos Exclusivos)




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