Los argentinos son todos ordinarios
–Mucha gente identifica el negocio de la gastronomía con una forma de la diversión y ha fantaseado alguna vez en la vida con poner un restaurant. En algunas zonas de Montevideo, de hecho, nuevos reductos gastronómicos florecen como hongos pero cierran muy pocos meses después. ¿Por qué es tan difícil ese negocio?
–Es muy sencillo: porque es una inversión de alto riesgo. Si la gente no va a un restaurant de entrada, no va a ir nunca más. En segundo lugar, la mayoría de los capitalistas que ponen la plata no entienden un carajo. Esta debe ser una de las profesiones más embromadas del mundo. Si yo tengo un gran cocinero en el restaurant, al lado debo tener un gran director económico. Y nunca puedo poner al creativo al lado del directivo, porque seguramente va a tratar de comérselo para ahorrar en un langostino. |
 |
–Otra gente identifica la gastronomía con el relax, y no son pocos los que se ponen a cocinar para combatir el estrés. El año pasado, sus colegas de Europa se vieron conmovidos por el suicidio del célebre Bernard Loiseau, aparentemente jaqueado por problemas económicos y devastado espiritualmente porque una guía especializada le había bajado la nota a uno de sus restaurants. ¿Con qué grado de estrés encara usted su tarea y hasta qué punto es esclavo de la crítica especializada y de la aprobación del público?
–Mire, el último restaurant que yo manejé fue en Punta del Este, en Casapueblo, hace ya unos años. Un buen día llegó un argentino, ordinario como todos, que apareció con su mujer y sus hijos, gordos y ordinarios como él. Habían almorzado muy bien, era un día magnífico, se pasaron dos horas de sobremesa mirando pasar los barcos por Punta Ballena y tomando café. Justo cuando pidieron la cuenta la moza se sintió mal, se desmayó o algo así, y la cuenta demoró unos minutos en llegar a la mesa. El tipo se levantó y empezó a las puteadas. Fui, le expliqué lo que pasaba, pero el tipo seguía gritando y diciendo que lo de la chica no le importaba un carajo. Me lo tuvieron que sacar de encima porque lo mataba. Nunca más puse un restaurant. Ya no estoy dispuesto a bancarme la mala educación de individuos que, tal vez, justo en ese momento se están enterando que la mujer les mete cuernos, que perdieron quién sabe cuánto en la bolsa, o que perdieron un juicio. Ya no soporto la mala educación. Y voy a agregarle algo que va contra todo lo que se dice habitualmente: el cliente nunca tiene la razón. ¿Por qué? Porque el que sabe es el dueño del restaurant, siempre que sea un profesional. Nuestros nuevos ricos son muy mal educados. Y aunque Loiseau era un suicida nato, lo que se dice acerca del estrés de los cocineros es muy cierto. Es curioso, porque a mis clases de formación no profesional van muchos médicos intensivistas, que en lugar de ir al analista a tratar sus problemas, se juntan entre tres o cuatro colegas, cocinan, charlan, se toman unos vinos y se van a dormir contentos. ¡Yo no puedo hacer eso! Como yo vivo cocinando, me saco el estrés dedicándome a mis rosales. Lo hago tres o cuatro horas todos los sábados y domingos, llueva o truene.
–Para quienes no son apasionados de la cocina, no es fácil entender el enorme éxito de un canal de televisión como Gourmet, cuyos fans siguen con la misma fruición con que un adicto a la pornografía consume Venus o Playboy. ¿A qué atribuye usted el éxito de esa propuesta?
–Diría que la gente está cocinando cada vez más, y en especial los hombres, que están incorporando la cocina como hobby. Los hombres ven esos programas de televisión, después entran a internet para bajar las recetas y el fin de semana invitan gente a casa para cocinarles, lo que se ha transformado en un programa en sí mismo. La inseguridad callejera también ha aportado lo suyo. Ahora Gourmet nos está pidiendo que insistamos en las recetas fáciles de la cocina tradicional y no en pelotudeces modernas, justamente para que esos hombres puedan cocinar sin problemas en su casa. Cualquiera puede hacer cocina clásica, cualquiera puede preparar una sopa de cebollas, un coq au vin, un vitello tonnato o una pasta alla bolognesa.
–La gente suele no creerle a los chefs televisivos cuando afirman que se puede comer muy bien y muy rico por poca plata. ¿Se atreve a poner un ejemplo que desmienta a los incrédulos?
–Es muy fácil. Compre un paquete de moñitas secas y cien gramos de salmón ahumado, que hoy en día es muy barato porque son todos de criadero. Agregue un poco de crema de leche y un poco de mostaza, y si quiere hierva medio pollo sin piel y luego corte la carne en cubitos. Eso queda riquísimo y no cuesta prácticamente nada. Hay que tener habilidad, nada más.
Los ingleses son
unos pelotudos
–Volviendo por un instante a los buenos y malos modales de la gente, hace algún tiempo su colega Francis Mallmann levantó un pequeño revuelo cuando afirmó en una entrevista que le parecía perfecto mojar el pan con la salsa de un plato en un buen restaurant. Desde su punto de vista, ¿qué cosas están bien y qué cosas mal cuando uno se sienta a la mesa?
–Para empezar, yo creo que la educación nunca pasa de moda. Un chico bien educado es bien educado hoy, hace cien años, o hace dos mil años. Por ejemplo, un hombre no tiene que entrar al restaurant antes que la mujer. Hoy se abre la puerta y aparece un pibe con la mina atrás. Pésimo. Llegan a la mesa y el pibe se ubica en la banqueta que mira al salón y deja a la chica mirando a la pared. Pésimo. Y si es la chica quien entra primero al restaurant, no es difícil que sea ella la que se dirija al maître o elija la mesa. Pésimo. La mujer no debe hablarle al personal de un restaurant. Si quiere tomar agua, tiene que pedirle al hombre para que éste se dirija al mozo o al maître. La gente deja los cubiertos sobre el plato como si fueran los bigotes de una Ford T. Y en cuanto a mojar el pan con la salsa, eso se podía hacer cuando los cocineros salseaban bien. Antes se salseaba mucho por arriba, después vino Bocuse e impuso la salseada por abajo, que fue lo único genial que inventó. Mojar el pan con la salsa –cosa que debe hacerse con la mano, no con el tenedor– se podía hacer en esa época. Hoy los cocineros están dos días para hacer una salsa y después pasan por la farmacia para comprar un gotero y servirte dos gotas en el plato porque queda bien. Hoy se trabaja el food styling, se trabaja más para una sesión de fotografía que para agradar al gusto y al paladar.
–Ya que lo menciona, cuando los cocineros trabajan con recetas novedosas o ingredientes originales suelen referirse al concepto de gusto adquirido. ¿Usted cree que se puede educar el gusto de las personas?
–Sí, cuesta mucho, pero se puede. Voy a hacerle otro cuento. Me acuerdo que una vez, en un restaurant mío, Amalita Lacroze y su marido Fortabat, que todavía vivía, pidieron unas langostas vivas de Ecuador. Va el sommelier, le pregunta a Fortabat qué querían tomar, y le ofrece un vino blanco francés muy ahumando. Ahí se mete Amalita y dice que quiere un vino algo más fuerte. Muerto de vergüenza, el sommelier le ofrece un portugués rosado, un vinito liviano, con algo de burbujitas, muy alegre para una langosta fresca. Ella insiste en algo más fuerte aún, y ordena un tinto de Lyon con el que terminó acompañando la langosta. Yo entendí la lección. Para beber, hay que beber lo que uno quiere y no lo que te dice un inglés pelotudo que ordena los manners pero nunca en su puta vida plantó una uva ni pisó un viñedo. En eso yo soy, como decía mi amigo Federico Peralta Ramos, un “gánico”. Hago lo que tengo ganas de hacer. Y si tengo ganas de acompañar un pejerrey grillado con un vino tinto en un balde de hielo, lo hago. ¿Quién me va a decir que no? No me canso de enseñar que uno siempre será un dominado si acepta que su vida esté regida por las costumbres impuestas por otro.
|
|