Los españoles son
deliciosos
–Parafraseando el título del último libro de Anthony Bourdain, que narra los viajes de un chef, ¿usted ha encontrado en alguna parte la comida perfecta?
–Sí, pero para comerla una vez. Por ejemplo, el memorable surubí que comí en tal lado, o el memorable corderito salado que probé una vez en La Barra. Son experiencias irrepetibles, de una vez en la vida.
–¿Cuáles son los tres mejores restaurants en los que haya comido en su vida?
–A ver: el Lucas Carton de Alain Senderens en la rue Royale de París, frente a La Madelaine; Les Crayers, en Reims, donde era la casa de madame Pommery y cocina Gerard Boyer; y Le Carré des Feuillants, de Alain Dutournier, en la rue Castiglione de París, frente al hotel Continental. Son restaurants tres estrellas en los que se come bien, no como en los de Alain Ducasse, donde un caldito cuesta 90 euros.
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–¿Y donde le toco en suerte la comida más indigesta que haya probado?
–En Nairobi, que es muy pobre, donde fui a parar a una suerte de oasis en el que tuve que comer dos veces: una para la televisión y otra con mis anfitriones. Era un restaurant que cobraba diecisiete dólares por persona –algo muy caro para Kenia– y tenía una suerte de plancha giratoria muy grande, de unos cuatro metros de diámetro. Servían muslos de jirafa, sesos de mono, manos de león, carne de cebra, todo tipo de antílope y demás. Lo único rico era la carne del cocodrilo del Nilo. Me sentí muy mal, sobre todo con los muslos de la pobre jirafa.
–En términos gastronómicos, ¿cuál es el país más rico del mundo?
–Hoy yo le diría que el norte de España. Es más, debí mencionarle, entre los mejores restaurants que conozco, el de Juan Mari Arzak y el Akelarre de Pedro Subijana, ambos en San Sebastián, con una vista espectacular del Cantábrico. Son sitios ideales para ir a almorzar.
–Hablando de cocinas y países, el Río de la Plata también tiene una rica tradición de minutas, o de fast food local, alimentada de chivitos, sandwiches calientes y pizzas de bar como no hay en otras partes del mundo. ¿Por qué a pesar de esa tradición habrá prendido tanto la fast food extranjera entre la gente más joven?
–No sé, supongo que por la seducción y el poder del marketing extranjero, porque hay seiscientas mil Mc Donald´s en el mundo...
–E ideologías aparte, ¿cuál es su punto de vista gastronómico sobre esa comida?
–¡Me encanta! Los lunes, cuando no tengo cocinera en casa, yo paso por el Jumbo y compro pollo al spiedo con un kilo de ensalada rusa o paso por el Auto Mac y pido doce hamburguesas, porque yo no como menos de cuatro, mi mujer que es vegetariana igual se come dos, la mucama otro tanto y la bebita que tenemos con Mariana se come una o dos. A veces, hasta le llevo una cajita feliz y se queda loca de contenta.
Yo soy un pecador
–Se sabe que su amor por la gastronomía es herencia de su abuelo materno, Alberto Lagos, que fue amigo del mismísimo Picasso. ¿Pero cómo nació su gusto por la cocina?
–Mi abuelo, el turco Lagos, tenía unos enormes ojos avellana negros, era un gran deportista, venía a La Brava de Punta del Este cuando nadie se metía en el agua y la gente iba a verlo nadar. Yo lo veía cocinar de niño y me fascinaba. Él era mi ídolo.
–Para mucha gente, los olores son la mejor pista para recuperar recuerdos perdidos en el tiempo. Privilegiando el gusto, que es el sentido con el que usted trabaja, ¿cuál diría que es el sabor de su infancia?
–Una salsa de hongos, panceta, cebolla y vino tinto. Yo fui único hijo, mis padres eran muy salidores y tuve mucama de adentro, mucama de afuera, mucama de comedor, niñera y cocinera. Yo me aburría como loco en aquella casa enorme, y me sentaba en un banquito de la cocina a conversar con Pilar, que siempre estaba preparando aquellas salsas pesadas, con mucha manteca. Ese es el gusto que tengo impregnado en la memoria.
–Y ahora que no es un niño sino un hombre maduro, ¿a qué receta afrodisíaca apelaría para enamorar a una mujer en la primer cena?
–No existe la cocina afrodisíaca, existen los ratones que uno tiene en la cabeza. Existen las tetas de una mujer que se sienta con un gran escote a la mesa y uno se hace el sordo para acercarse y verla más de cerca. Existe la baba de una ostra que esa mujer se lleva a la boca y te vuelve loco. El resto es pura literatura.
–¿Ya que lo menciona, qué libro y qué película de cine le han resultado más inspiradores para su oficio?
–Entre los libros, La fisiología del gusto, de Brillat-Savarin, y cualquiera de esas películas llenas de errores, como La fiesta de Babette, que cae en un anacronismo total al mencionar las endibias, que recién son de los años veinte o treinta del siglo veinte.
–¿La buena gastronomía es incompatible con la salud y la belleza física?
–Totalmente. La comida hace mal. Así de fácil. Y al que le gusta comer, come, no pellizca. A mí me dicen Gato desde la época en que jugaba de inside al rugby y era rápido, ágil y veloz, pero hoy tengo ciento diez kilos. No sé hace cuántos años que no me veo el pito.
–Hablando del estado físico, basta reparar en su barriga para adivinar que su pecado capital es la gula. ¿Pero si el día del Juicio Final le pidieran cuentas por otro, cuál elegiría?
–Yo creo en el infierno, y como lo que más me gusta en el mundo es hacer el amor, diría que mi otro gran pecado es la lujuria. ¡Pero ojo, que cuando estoy con una mujer soy monógamo total! Voy por la cuarta. Las otras tres me dejaron. Espero que Mariana no me deje nunca.
–Y ya que estamos entre la gula y la lujuria, y usted parece cultivar las dos, ¿prefiere el sexo antes o después de una buena comida?
–¡Todo junto! Mucho champagne encima de mi mujer... y mucha porquería.
–¿Sería capaz de comerse a su mujer?
–¡Pero cómo! ¡Hasta con ketchup! |