Dumas en su salsa
De jugosa conversación y picante decir, el popular cocinero argentino es capaz de dar la vuelta al mundo alrededor de un plato y condimentar el viaje con sabrosas opiniones sobre la soberbia, la gula, la lujuria y otros pecados que se sientan a la mesa. ¿Quién se atreve a probar este menú?
Por: Marcello Figueredo

La gastronomía es a todas luces una importante manifestación cultural, pero hoy en día también es campo orégano para mucha gente sin cultura alguna, que no tiene idea de lo que está haciendo y cocina alegremente. ¿Le parece ésta una opinión de recibo o una exageración?

–No es ninguna exageración. Estoy realmente convencido de que es así. Cuando yo dejé la arquitectura y me hice cocinero profesional, mis amigos opinaban que yo no había nacido para servir. No se daban cuenta de la nobleza del concepto de servicio. Un arquitecto brinda un servicio para que uno pueda vivir mejor, un médico brinda un servicio para que uno no se muera antes de lo que corresponde. Un cocinero también, pero la palabra servicio no estaba bien vista en los años sesenta, se la asociaba básicamente al servicio doméstico. Hoy la gente me pregunta si yo enseño gastronomía para devolverle a la cocina todo lo que me dio. En honor a la verdad, yo pienso que es al revés: la gastronomía me debe todo a mí. Discúlpeme la pedantería de decirlo así, pero si no lo digo yo, no lo dice nadie. En cuanto a los snobs que cocinan sin cultura, son tipos que creen que por comer todos los días ya saben de cocina. No es así. Yo vivo en una casa y no por eso soy arquitecto.

–Hablando de profesiones y títulos, se nota el aprecio con que usted pronuncia la palabra cocinero, mientras muchos jóvenes recién egresados de una escuela, que jamás han mandado a nadie, se hacen llamar chefs. ¿Usted no les enseñará eso a sus alumnos, no?

–¡Al revés! Yo siempre digo que eso es como egresar del colegio militar y ser general a los diecinueve años. No se estudia gastronomía para ser chef, del mismo modo que uno no se operaría del corazón con un pendejo que acaba de salir de la facultad de Medicina. El problema es que todos los chicos quieren ser Gato Dumas. Lo primero que hacen es encargarse tarjetas que dicen cheff, naturalmente mal escrito, con doble efe. No saben ni escribir, pero se hacen llamar chef. Una vez, una señora me pidió una entrevista, me trajo a su nena, de diecinueve años, y me preguntó si yo no necesitaba una chef.

En aquel entonces yo tenía trabajando conmigo a unos veintisiete cocineros, que no venían precisamente de cuna de oro, sino de Tucumán o Santiago del Estero, y si yo les ponía una pendeja en la cocina seguro que la tiraban arriba de una mesa y la culeaban entre todos. Yo le pregunté a la señora: “¿usted pretende que esta chica maneje a los veintisiete borrachos que yo tengo en la cocina?”. En aquella primera época las cocinas argentinas no estaban pobladas por la elite que luego impuso Francis Mallmann, convencido con razón de que un cocinero es un artista. Así como para pintar bien un pintor necesita saber de deportes, de política, y de cultura; un cocinero también, porque ejecuta un arte efímera, pero arte al fin. Pero la gente no cree que aprender sea importante. Yo estoy convencido de que la culpa es de estos chicos, hijos de la convertibilidad del uno a uno, que si no cocinaban con Beluga de tres mil quinientos dólares el kilo no cocinaban con otra cosa. Todo era foie gras, langosta, caviar. Ahora que no hay nada de eso, veremos los pingos en la cancha.

–De esa época dorada también datan los restaurants donde la decoración compite por el protagonismo con la cocina. ¿Usted ve ese fenómeno con cierto recelo o le parece atractivo?

–Mire, este negocio es muy lindo, pero terriblemente pesado. Es muy lindo vestirse de blanco, como un buen chef, o vestirse de negro de pies a cabeza para sacarse fotos. Lo que no saben los chicos que se meten en esto es que una cocina es una verdadera usina sin ventanas por las que pasan chicas en topless o pendejos musculosos como Martiniano Molina. Una cocina es un sótano con una campana que hace un ruido ensordecedor, un sótano donde uno tiene los testículos a setenta grados. Eso vuelve locos y esquizofrénicos a los cocineros. La gastronomía no es la joda que parece, sino una verdadera joda. A mis alumnos, antes de agarrar el primer cuchillo, les digo que deben dejar toda pedantería de lado. En cuanto a la excesiva decoración de los restaurants, le digo que me jode un poco, pero entiendo que eso debe existir. Yo estoy hoy en una línea muy net, en los colores grises y los ángulos rectos, en una mesa moderna y sobria que no me moleste. No quiero plantas, ni cuadros, ni florcitas. La vedette debe ser la comida. Los techos deben ser muy altos, debe haber un wine bar y una bodega, una cocina a la vista y luz gris. No quiero velas que me jodan todo lo que sirvo en la mesa.

–De la mano de la sofisticación gastronómica también ha habido un gran cambio en el área de los servicios. Hoy los restaurants son atendidos por chicas y chicos jóvenes, lindos y bien vestidos, pero a veces se echa de menos a los viejos mozos que sabían servir una ensalada o un arroz con dos cucharas sin volcar nada sobre la mesa. ¿Cuál es su punto de vista sobre la calidad del servicio en el Río de la Plata?

–Es pésima, pero va a mejorar. Desde hace unos años, cualquier restaurant de Estados Unidos y Europa está atendido por ese tipo de chicos que usted menciona. Pero un gran restaurant europeo o estadounidense está atendido por grandes mozos, que ganan fortunas. Sin embargo, no hay que olvidar que una comida en un restaurant tres estrellas de Europa cuesta alrededor de doscientos cincuenta euros. En cuanto al servicio en nuestros países, por algo hay que empezar. Y del cero al diez no se llega así nomás. Tenemos que bajar la cabeza. Le voy a contar algo que en una entrevista como esta me dijo a mí Paul Bocuse cuando le pregunté qué fallas veía en los cocineros del Río de la Plata. ¿Sabe lo que me contestó ese viejo de mierda al que no le tengo ninguna simpatía? Me dijo: “Gato, ustedes van a llegar a algo cuando nos dejen de copiar, cuando se olviden de que somos los mejores”. ¡Ésa es una lección! ¿Qué hicieron los vascos y los catalanes para imponerse? ¡Se cagaron en los franceses! Hoy en día, hay treinta españoles mejores que el mejor francés. Mientras nosotros sigamos mirándolos a ellos, vamos a seguir siendo de quinta.

Los uruguayos
no entienden nada


–La globalización ha llegado a la mesa y hoy ofrecen el mismo plato, digamos por ejemplo un magret de pato con chutney de mango, en todas partes. A un hombre que conoce tanto de las cocinas regionales y de la raíz cultural de la gastronomía, ¿le fastidia que le sirvan el mismo plato en Buenos Aires, Londres y Bangkok?

–En verdad, yo estoy totalmente en contra de las cocinas regionales o folclóricas. Eso desapareció. ¿Por qué? Porque la papa es peruana, pero sin embargo la usa todo el mundo; el maíz es mexicano, pero lo usa todo el mundo; lo mismo con el trigo, la cebolla o el arroz. Y para ser sinceros, ese magret de pato con chutney de mango se lo ofrecerán en un restaurant de quinta categoría. Yo le serviría, por ejemplo, un magret con espuma de polvo de pico de pato. ¿Pero quién puede decir que el locro es argentino si en México, donde son los dueños del maíz, hacen un guiso que es idéntico al locro o aún más rico? El folclore se acabó. Hoy lo que existe es un tratamiento de texturas, pero no todo el mundo lo entiende. La penúltima vez que estuve en Montevideo, cociné en Sacramento. En lugar de arrancar en la tradición para luego llegar a lo moderno, yo arranqué en el 2015, me fui al 2050 y luego caí en un tradicional ojo de bife con cebollitas y una salsa fantástica de vino tinto, cuya receta debe ser de 1550.

–Acaba de mencionar la palabra tradición, concepto en el que usted insiste mucho en sus apariciones televisivas. ¿Le parece que la cocina tradicional está en condiciones de volver a imponerse en un mundo seducido por la cocina exótica, la cocina étnica y ese engendro que alguien ha dado en llamar cocina fusión?

–No, pero como decía Picasso, para ser un gran pintor primero hay que ser un gran dibujante. Si yo no tengo idea de lo que es la cocina antigua o tradicional, jamás podré hacer algo moderno que tenga cierta lógica. Yo puedo dedicarme a inventar, a posar de cocinero creativo, y después hacer una cagada tras otra. Pero si yo tomo por ejemplo un quinoto, lo corto por la mitad, y le saco los pelitos y las semillas, con eso puedo hacer una salsa agridulce espectacular. Descubrí que la piel del quinoto es dulce, mientras el jugo de su carne es terriblemente ácido. Con esa cáscara, con ese azúcar, con esa carne y con ese jugo se puede hacer un almíbar memorable. O se puede tomar un jengibre y sacarle el licor a medias, sin quitarle el perfume. La cocina es química, pero lamentablemente hay muchos chicos que creen ser creativos mezclando pelotudeces. Están totalmente equivocados. ¿Sabe qué más cociné en Montevideo aquella vez? Primero un raviol de calabaza con una mousse de queso y un pistou de almendras cruzado con aceto balsámico. Luego venían unos fideos de arroz hechos en un aceite a doscientos y pico de grados, con una salsa cítrica y unos langostinos pasados por pistacho y kummel. Después les hice un shot, servido en copitas de licor donde puse agua salada de José Ignacio, algas y violetas tamizadas, jugo de remolacha, arándanos y vodka. Serví la espuma de mar con un sifón y arriba de las copitas puse unos hilos de almíbar muy finitos. Nadie entendió nada. Sin embargo, repetí la idea en Buenos Aires, durante una entrega de premios, y la gente se volvió loca. Se lo devoraron, pasaban el dedo por la copa para tomar más. Yo estoy aburrido del presente. Yo no cocino para el 2004, yo cocino para el 2015, para el 2030. Sin embargo, no creo que la experiencia en Montevideo haya sido un fracaso. Yo no pretendo que todo el mundo me siga, que todo el mundo me entienda, pero pretendo avanzar.

–Hace poco tiempo, y dejando de lado altercados presidenciales, uruguayos y argentinos libramos una nueva batalla de la guerra fraternal que tanto nos apasiona discutiendo por la nacionalidad del dulce de leche. ¿Usted cree que haya una cocina uruguaya y una cocina argentina? Y en tal caso, ¿cuáles son sus máximos exponentes?
  –Yo estoy convencido de que hay una cocina rioplatense. Pero si quiere que le hable de Uruguay, ustedes tienen un cordero como no hay otro en el mundo, en especial el que se alimenta en la costa atlántica; tienen unos chanchos y unos duraznos increíbles. Son las tres cosas imbatibles del Uruguay. Los argentinos tenemos otras. Y parece ser cierto que el dulce de leche viene de Chile, pero me cago en los chilenos. Los chilenos no existen.



Copyright © Revista Paula diario El Pais. Todos los derechos reservados

Optimizado para una resolución de monitor de 800X600
<%certificaPath="/suplementos/paula/"%>