Más cerca en el tiempo, durante los Juegos Olímpicos celebrados en Münich en 1972, el príncipe Carlos Gustavo, por entonces heredero de la corona de Suecia, levantó vuelo y se enamoró de Silvia Sommerlath, un bombón germano-brasileño que trabajaba como azafata e intérprete. Hoy, Sommerlath es la reina de Suecia, y su matrimonio, que se celebró el 19 de junio de 1976 en Storkyrkan, la Catedral de Estocolmo, es considerado uno de los precedentes más fuertes de los enlaces entre plebeyas y aristócratas.

Los japoneses también rompieron algunas reglas. El príncipe Naruhito, educado en la Universidad de Oxford, entregó su corazón a una diplomática formada en los Estados Unidos, Masako Owada, con quien se casó en 1993.

Johan Friso de Holanda, segundo hijo de la reina Beatriz, renunció a sus derechos sucesorios para casarse con Mabel Wisse Smit Tran, en cuyo prontuario sentimental figura una relación con un conocido narcotraficante.

Su hermano Guillermo Alejandro dio otro tanto que hablar hace un par de años, cuando se casó con la argentina Máxima Zorreguieta, cuyo padre reclutó en las filas del gobierno militar de Jorge Rafael Videla como ministro de Agricultura.

Paradójicamente, en esa oportunidad las críticas más fuertes se hicieron oír desde filas “progresistas” y no “conservadoras”. Y como recordará más de uno, la Casa Real de Holanda no permitió que el ex funcionario de la dictadura argentina asistiera al casamiento de su hija, engalanado con acordes de Piazzola y traje de Valentino.

Por su lado, Emanuele Filiberto de Saboya, heredero del destronado trono italiano, se casó con la actriz francesa Clotilde Courau, embarazada de cuatro meses. Más de una casa real rechazó la invitación a la boda, y los paparazzi debieron centrar sus objetivos únicamente en Alberto de Mónaco, amigo íntimo del novio.

En Noruega, la joven Mette-Marit Tjesse debió salir en defensa propia alegando: “no soy una cenicienta. Simplemente soy una mujer joven que ha encontrado, por fin, al hombre de su vida, a su alma gemela”.

La muchacha, criticada por haberse convertido en madre soltera con la ayuda de un convicto, resumía así su amor por el príncipe Haakon, un candidato mucho más apetecible, claro, con el que se casó en el año 2001.

Esa pareja morganática constituyó, para muchos, el récord de las transgresiones. Los reyes Harald y Sonia de Noruega (en rigor, ella misma plebeya antes de casarse), debieron emitir un comunicado informando que la novia de su hijo había sido adicta. Para colmo de las desprolijidades, los tórtolos se habían conocido en un concierto de rock y habían convivido antes de casarse. Sin embargo, todos posaron sonrientes para la foto oficial de la boda, a cuyo centro aparecía el pequeño Markus, de 4 años de edad, fruto del amor entre Mette-Marit y el drogadicto encarcelado.

La hermana de Haakon, Marta Luisa de Noruega, también abandonó la soltería, pero tuvo que ceder parte de sus privilegios reales antes de contraer matrimonio con el escritor Ari Behn. Cuando las aguas de un escándalo se habían calmado, una nueva polémica llegaba para agitarlas: el escritor apareció semidesnudo en una revista y rodeado de prostitutas en un documental televisivo. No hizo falta mucho tiempo para que los ciudadanos de a pie lo apodaran como Mette-Marit II.

En Dinamarca, el príncipe Federico formó pareja con la abogada Mary Donaldson, a la que conoció durante los Juegos Olímpicos de Sydney. Demoraron más de tres años en conseguir que la reina Margarita aceptara el noviazgo pero, al fin, también ellos comerán perdices.

 

¿El principio del fin?

Lo dicho: aunque esté hoy en el ojo de la tormenta, Letizia Ortiz no está sola. De hecho, en filas de las monarquías europeas actuales, la lista de los matrimonios entre iguales es cada vez más corta. De todos los príncipes herederos que ya se han casado, sólo Felipe de Liechtenstein eligió como esposa a una sangre azul, la princesa Sofía de Baviera, con quien se casó en 1993.

Pero no hace falta ser antimonárquico para descubrir que la felicidad no tiene nada que ver con el color de la sangre. Y si no, que alguien le pregunte a Carlos de Inglaterra, que siempre estuvo enamorado de Camila Parker Bowles, otra plebeya.

A fuerza de estudiar y trabajar fuera de Palacio, y como lógica consecuencia del cada vez más necesario contacto con el pueblo, las monarquías parecen estar destinadas a la contaminación. Para unos, el principio del fin; para otros, la vuelta de tuerca necesaria para sobrevivir en un mundo donde las periodistas quieren ser reinas, y los príncipes, estrellas de rock.

Y lo que tenga que ser, será. Como decía una tal Pilar, de Pamplona, en un foro de internautas a propósito del romance entre el príncipe Felipe y la modelo Eva Sannum: “siempre se ha dicho que los Borbones eran unos mujeriegos, pero como en este país no se puede tocar el tema, no nos enteramos de nada. Si no se casa con ella, la tendrá de querida. ¿Es eso mejor?”.




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