Mano a Mano con Isabel Allende
En su casa de San Francisco, animada por el reencuentro con una amiga con la que no se sentaba a desmenuzar la vida hace más de treinta años, la célebre escritora chilena abre su corazón y habla del dolor, el amor y el sexo.


Cuénteme de sus dolores.


-En el periodo en que murió Paulita y en que murió Jennifer, la hija de Willie, mi marido, yo me volví loca de dolor. Lo peor de la enfermedad de Paulita fueron los primeros meses de esperanza, que se frustraba siempre, en el hospital de Madrid. Eso fue como un ácido que me fue corroyendo por dentro. Podía verla sólo cinco minutos, y nunca se sabía cuándo eran esos cinco minutos, así es que vivía sentada en un corredor esperando que me avisaran.


-¿Qué era lo que más le dolía?

-Primero la angustia, el miedo; el miedo te hace sudar. Miedo a que se abriera la puerta y me dijeran: "se murió". No podía aceptar la idea de que se muriera. Estaba profundamente apegada a ella. Teníamos algo tan bueno, como lo mío con mi mamá. Era indispensable para mí, no se podía morir.


-Qué feroz esa lucha, la determinación de que Paula no se muriera.

-Yo estaba obsesionada, como poseída, tanto que no podía salir del hospital.

Cuando me la traje a California igual no podía separarme de ella, casi no salía de la casa. Contraté gente que me ayudara, con la idea de tomarle un poco de distancia, pero fue inútil. Íbamos al cine y, en la mitad de la película, le decía a Willie: "vámonos a la casa, no puedo más".

Estaba completamente obsesionada, loca. Y creo que me volvería a pasar lo mismo si se enferma mi otro hijo, Nicolás.

-¿Cómo fue que al final la soltó?

-Ella se fue deformando, porque con la parálisis la cabeza se va para un lado, las manos se caen. No se movía, no podía mover ni un dedo. Tenía una sonda conectada directamente al estómago.

Me pasaba mirando esos ojos para ver si había alguna respuesta a algo, algún parpadeo. Los ojos abiertos, mirando fijo, sin pestañar, eran como vacíos, no había ni una sola expresión.

En noviembre la vi muy mal, entonces me pareció que había llegado el momento de abrir una carta que le entregó a su marido, Ernesto, en la luna de miel, después de tener un sueño impresionante. Le pidió que la leyera en el momento de su muerte. Yo tenía esa carta.

Al verla empeorar llamé a Ernesto y él me dijo: "ábrela y me la lees". Me armé de valor y se la leí. Era tan claro en la carta que Paula ya se había despedido de la vida, que no quería estar atrapada en su cuerpo, que ahí por fin solté la batalla. Dije: "ya", y le dije a Ernesto: "yo creo que Paulita está atrapada en su cuerpo porque tú y yo no la dejamos ir".

Ernesto vino a pasar el fin de semana y nos encerramos en la pieza con ella los dos. Abrazados a ella, llorando, le pedimos que se fuera, que ya, que bastaba. A los pocos días murió. Ernesto ya no estaba, lo habían mandado a la China, así que no le dijimos a nadie que había muerto y esperamos su vuelta. Era invierno, y abrimos todas las ventanas de la pieza para que entrara el frío, nos vestimos con parkas y bufandas y nos sentamos ahí con ella esperando a Ernesto.


-¿Qué sentía ahí en esa pieza?

-Sentía un gran alivio, la sensación de que por fin ella se había liberado.

-Han pasado tantos años, pero debe quedarle un rastro, un trauma después de ese tiempo horroroso.

-Vivo con terror de que le pase algo a los niños. La verdad es que la sola idea de que le pueda pasar algo a Nicolás, que tiene porfiria, o a mis nietos, me da una angustia tan grande que parece que fuera a vomitar. A veces cuando voy en el auto y me acuerdo de un episodio de esa larga agonía de Paulita, empiezo a bramar de dolor.

-Sin embargo pareciera que el dolor no la consume.

-Ya no. Pero el dolor me ha dejado muchas veces aplastada en el suelo.


El padre ausente

-Cuando la conocí en Ginebra, en los años 60, era muy tímida, no se dejaba ver.

Cuénteme de esa tímida que todavía debe habitar en alguna parte de usted.


-Soy tímida en lo social. Me siento totalmente inadecuada. No soy tímida cuando me subo a un escenario, me ponen un micrófono y tengo que hablarle a mil personas.


Es como si no fuera yo. Me pongo mi traje de conferencia, me subo y me entrego a la gente, sin ningún pudor. Sin embargo, si hay un evento social de 20 personas después de la conferencia, me siento súper incomoda, no quiero estar ahí. Me siento muy chica, muy baja, como que a los demás los tengo que mirar para arriba.


-¿Cómo se explica eso, cuando toda esa gente está ahí para usted?

-Tal vez porque siempre fui pueblerina. Cuando llegamos de Lima a Santiago con mi mamá, después de su separación, yo tenía tres o cuatro años, y ella fue completamente rechazada, de una manera muy cruel, por su romance con su segundo marido, el tío Ramón. Además no teníamos plata. Me vestían con ropa heredada, no me invitaban a ninguna parte.

Yo crecí muy sola, encerrada en mi mundo y en los libros. He trabajado esta cuestión en terapia y lo que aparece es esa gran soledad, y una sensación de que todo había que ganárselo con un esfuerzo sobrehumano. El amor había que ganárselo, la aceptación había que ganársela, había que ser muy buena para que a uno la aceptaran. Y no había nunca que mostrar una debilidad. La idea era aparentar que las cosas estaban muy bien. Viví mucho de las apariencias.


-¿Cuánto tiempo se conformó con eso?

-Desde muy chica empecé a decir las cosas que no había que decir. Fui muy subversiva, me fui de la iglesia, me fui de la casa, me fui de todo. Gracias a Dios sin pelearme con mi mamá. Pero desafiando a todo. La primera vez que sentí que participaba en algo, que era parte de un grupo, cuando empecé a trabajar en la revista Paula de Chile. Nunca antes.


-¿Qué produjo en su vida la ausencia del señor Allende, su padre genético?


-Lo he trabajado en terapia. Es el primer gran abandono. Ahí me falló la imagen del hombre para siempre. Yo nunca más he vuelto a confiar mi vida en las manos de un hombre. Eso me ha dado una fuerza brutal. Yo trabajo como un burro para mantenerme sola y mantener a mis hijos. Si el hombre se va, yo puedo mantener a flote ese buque, como sea.


-¿En qué reconoce esa mitad de su genética que es de su papá?

-En nada. La gente me ha dicho que era un hombre absolutamente brillante. Irónico, malo, mentiroso, pero brillante.

-Usted cuenta en Paula que cuando las abandonó lo descubrieron en una dudosa fiesta vestido con portaligas y sostén. ¿Da a entender que era homosexual?


-Puede haber sido bisexual, yo creo. Debe haber sido una combinación de cocaína, sexualidad rara, deudas. Pero mi mamá no me habla nunca de eso.
-Usted hizo una jugada muy fuerte cuando todavía estaba casada con Michael, y se fue con un amor a España dejando a sus hijos en Venezuela.


¿Qué fibra le tocó ese hombre?

-Yo estaba en el desierto total, muy sola. Michael estaba por allá lejos trabajando en la sierra mientras yo estaba en Caracas. Nuestro matrimonio no funcionaba para nada. Cada vez que él venía yo fingía que todo estaba bien pero no estaba bien. Me sentía tremendamente insatisfecha con mi vida en Venezuela, con la soledad, con la falta de trabajo.

La pobreza me botó. Los niños lo único que querían era volver a Chile, lloraban porque querían volver. En esa desolación apareció este señor. Era muy inteligente, un típico bonaerense arrogante, con una lengua viperina, irónico, que conocía el mundo de la música, el mundo del espectáculo, un gran lector.

Me enamoré locamente de él. Teníamos una relación sexual fantástica y él me inflaba, decía que yo tenía talento. Pero él se quería ir de Caracas y me decía: "vente conmigo, vente conmigo". "¿Pero cómo me voy a ir sin los niños?", le decía yo. Por fin tomé la decisión y partí con él a España.


-¿Y cómo terminó?

-En España él no tenía trabajo, yo no tenía trabajo, y no tenía plata ni para el pasaje de vuelta. Al final tuve que decidir entre seguir en esa aventura o volver con los niños. Volví.

-¿Cómo se las arregló para poder dejar a los niños?

-No los dejé, en realidad. No les dije a lo que iba, un poco como si me hubiera ido de vacaciones a España. Paula tenía 15 y Nicolás 13. Eran muy chicos todavía. En el avión iba a encontrarme con mi amor pero iba llorando porque había dejado a los niños.

-¿La perdonaron?

-No quisieron hablar del tema durante años. Cuando estaban en la Universidad, grandes ya, lo hablamos.

-En su página de Internet hay una foto de Nicolás y de Paula cuando eran chiquitos y usted dice que siempre le da pena cuando mira esa foto. ¿Qué le da pena?

-Me da pena porque se me fue ese tiempo no sé como, entre los dedos. Eran chiquitos y vulnerables y ¡yo los adoraba! ...pero no los aproveché. Estuvieron mucho en manos de mi suegra, de mis amigas, de empleadas, y yo trabajando, tan ocupada por estar haciendo cosas.

Me da la impresión de que no los gocé como estoy gozando a los nietos. No los vi, crecieron a mi lado como malezas. Y luego me los llevé de Chile sin darles una explicación, sin decirles adonde nos íbamos y por qué nos íbamos, y lo pasaron pésimo allá. Todas esas cosas me dan pena. Cuando veo la foto de Paulita me da pena también porque no la voy a ver nunca con canas.


Hombres y Amores

-¿Cómo ve ahora su matrimonio con Michael?

-En los comienzos fue romántico, completamente idealizado, inventado, como muchas cosas en mi vida. Yo me paso una película de cómo las cosas deben ser y cuando no se ajustan a ese sueño, trabajo, trabajo, trabajo y lo trato de meter en una camisa de fuerza para que calce. Y no resulta, pues.

-¿Cómo fue su historia sexual con él, cuán traumada llegó a la primera vez?


-No fue la primera noche de casados, fue antes. Al principio fue malo, naturalmente, hasta que llegamos a conocernos bien. Después estuvo muy bien por años.

Lo que nos separó no fue eso. Fue la vida. Y es que yo había inventado un personaje y llegó el momento en que había que aterrizar a la realidad: a las limitaciones mías y las limitaciones de él.

Yo creo que mi historia con Michael es un cuento mío que nunca lo chequeé con la realidad y nunca lo chequeé conmigo. Me da la impresión de que no le permití desarrollarse en muchas cosas: me adueñé de los niños, de la maternidad, de la casa, de todo.

-En la época que usted trabajaba en Paula Chile, usted parecía la esposa modelo. La más feminista de todas, pero lo esperaba a su llegada del trabajo con un pisco sour a media luz.


-El feminismo era de los dientes para afuera, porque todo lo que ganaba iba a parar a la casa, al supermercado, a la ropa de los niños.


O sea: este cuento de que había que ser independiente económicamente lo decía pero no lo hacía. Y en esto de que no había que servir al marido, yo era para la risa porque poco menos que le cortaba la carne.

Lo atendía como una mamá, lo infantilicé completamente, creyendo que yo era la mujer perfecta, que lo estaba haciendo fantástico. Él tenía que estar muy feliz porque yo estaba haciendo esto por él. Y como he sido siempre tan enérgica y compulsiva y dinámica no me daba un respiro para verle la cara, a ver si estaba contento o no. Nada. Pasaba como un tanque por encima.

-Con esos antecedentes, ¿no ha pensado alguna vez que inventó a Willie también?

-A veces me lo he preguntado, pero en él había la materia prima, era potencialmente esa persona que yo creía que podía ser. Además me ha dado mucho más de lo que yo creía que me iba a dar. Mucho más. Nunca me imaginé todo lo que me iba a ayudar: con las casas, con los arreglos, con las compras ¡hasta con la cocina!

-¿Cómo han sido sus crisis con él?
-La peor fue después de que escribí Paula. Escribir ese libro fue como una catarsis, pero cuando terminé me vino una gran depresión. Willie estaba pésimo con sus hijos, la casa era un horror.

Yo empecé a hablar de divorcio porque la cosa no pegaba por ninguna parte. No había ningún momento de paz ni de agrado. Y en esto se muere la hija de Willie y deja a una beba prematura y con parálisis cerebral.

Entonces comienza la tragedia de Willie. Yo estaba tan metida en la mía que no vi que él estaba sufriendo lo mismo que yo. Me parecía que era demasiado malo el karma, que no deberíamos estar juntos porque nada nos resultaba. Además, no pude escribir más. Se me secó la escritura, pensaba que nunca más me iba a volver.

A mis sugerencias de divorcio, Willie dijo: "no, vamos a terapia". Yo no había ido nunca a terapia, me pareció que la idea era descabellada. Pero, a insistencia de Willie, fui.

-Fue a la rastra...

-Sí, porque estaba completamente encerrada en la rabia y en el dolor. Llegamos a la primera sesión, nos sentamos prácticamente dándonos la espalda, y el terapeuta nos preguntó por qué veníamos. Cada uno le dijo su versión. Él se quedó callado, durante un rato largo no dijo nada, mientras yo calculaba cuánto nos estaba costando por minuto la sesión. Y de repente abrió los ojos y nos dijo: "yo veo tanta tristeza".

Al oírlo decir eso se me empezaron a caer las lágrimas, no podía parar, y me volteé y Willie estaba llorando también. Al salir de ahí nos abrazamos y lloramos, llegamos a la casa y seguimos llorando, no podíamos parar, llorábamos por los hijos, él por los suyos, yo por Paula, por Nicolás que se estaba separando dolorosamente de su mujer, y así, llorando y llorando, empezó el camino de vuelta.

Fue una terapia fantástica, de varios meses, que terminó porque el terapeuta se fue a Los Angeles. Nos dimos cuenta de que estábamos los dos con el corazón roto. Y como somos muy fuertes y muy luchadores y había mucho que hacer, no nos habíamos dado la pausa para decir "estamos destrozados, no podemos más". Aprendimos a hablar de otra manera, a entendernos mejor.

Y comenzó una etapa cada vez más expansiva y un encuentro maravilloso con Willie. Cuando nos reconciliamos empezó rápidamente a crecer la relación y a hacerse cada vez más íntima y más calma.


-¿Cuál es el secreto de esa tremenda vitalidad suya, esa capacidad para no dejarse vencer?

-Tengo la sensación de que muchas veces he estado de rodillas, pero siempre estoy pensando cuándo y cómo me voy a volver a parar.

-¿Y cuándo va a entregar la toalla de la juventud?

-Yo creo que eso es una cosa paulatina, que uno la va entregando de a poco. Yo ya perdí la esperanza de verme bien en traje de baño, perdí esa antena sexual que uno tiene en la juventud con la que entras a una pieza y te das cuenta que alguien te está mirando. Cuando veo fotos de antes y después de lo de Paulita, es impresionante ver lo que me pasó. Envejecí de golpe y porrazo.


-¿A qué le tiene más miedo de la vejez?

-Tengo miedo de depender, de que llegue un momento en que no me pueda valer por mí misma, porque la lucha de mi vida ha sido por no depender de nadie. Por ahora me sigo tiñendo el pelo, me compro buena ropa.

A Willie no le importa nada. Me puedo teñir el pelo de verde y él no me va a decir ni una palabra. Sin embargo, si no me ve sonriendo, o si me ve taimada o si me ve callada, enseguida empieza a preguntar, me dice: "háblame". Me lleva a la pieza y me dice: "háblame".

Porque yo cuando me enojo me callo, y puedo pasar callada una eternidad.
-Me da la impresión de que le tiene una verdadera adicción a la pareja,

¿cuánto tiempo no estuvo casada, entre Michael y Willie?

-Tres meses. De julio a octubre. Después de separarme de Michael yo tenía 45 años, los hijos grandes, y nada que perder. Podía lanzarme de cabeza a la aventura.

-¿Y cuánto tiempo le ha durado la aventura?

-Quince años. Pero no es una adicción, está equivocada. Tampoco es miedo a estar sola. A mí, realmente, me duele estar separada de Willie. Por ejemplo: ayer se fue a Europa y no me ha llamado todavía. Estoy pendiente del teléfono.
-Será porque el señor Allende la abandonó...

-Eso apareció mucho en la terapia, el miedo al abandono. Ese abandono quedó en la siquis y, por suerte, no se ha repetido. La otra cosa que traigo de mi crianza es eso que el amor había que ganárselo. No te lo dan. No te lo mereces. Tienes que cumplir, cumplir, cumplir. Yo creo que nada me va a caer gratis nunca.
-Ni el amor de Willie.

-El amor de Willie me lo tengo que ganar. No en el sentido de que tengo que hacer cosas extraordinarias, pero tampoco puedo ponerlo a prueba.

-Y afectivamente, ¿se siente llena con él?


-Lo más importante de mi vida es que tengo esa tremenda solidez emocional con él. No necesito otro hombre, me siento satisfecha. A veces veo un tipo que me encanta y digo "¡ay! Si le pudiera echar el ojo aunque sea para decirle una cosa linda". Pero no lo hago, porque para qué voy a herir a Willie. Él me dice que no me preocupe de hacer dieta, de arreglarme, lo que quiere es poder abrazarme, estar en la cama conmigo, sentir el calorcito.


-¿Por qué ha sido importante la sexualidad para usted?


-Porque en mi experiencia las únicas personas con que se tiene intimidad física es con los niños chicos y con tu pareja sexual. Yo necesito, me gusta esa intimidad física. Con Michael fue muy importante hasta que dejó de serlo. Con Willie es fundamental. Lo importante para mí va más allá de lo sexual: es lo sensorial, el tocarse, la cercanía de los cuerpos.


-¿Qué ha descubierto en el ámbito sexual que se pueda contar?


-Para mí lo que es más afrodisíaco, más que cualquier cosa, es el espacio y el tiempo que le dediques a hacer el amor. Me impresiona cómo tanta gente se da tiempo para hacer ejercicio, para tomar vacaciones, pero no para estar a solas con la pareja. Con Willie nos damos ese tiempo. No lo hicimos al principio porque estábamos atorados con los hijos, pero cuando empezamos a hacerlo cambió nuestra relación. Ahora nos damos cita. Cualquiera de los dos invita, le dice al otro: "¿podemos tener una cita hoy o mañana?". Entonces el otro dice sí o no, de acuerdo a cómo se sienta anímicamente.

-¿No se lastima con un "no"?

-Nunca es "no", sino que es "no hoy", o "no mañana", porque a los dos nos gusta estar juntos. Entonces ese día llegamos temprano a la casa, comemos rico, nos tomamos un vinito, ponemos música. Si te tomas el tiempo para ir con un amante a un hotel, ¿por qué no haces lo mismo con tu marido?, a lo mejor no necesitarías un amante.

-Va a cumplir 60 años y sigue siendo la misma romántica de siempre.

-Yo no quisiera que se me acabara el romanticismo en la vida por ningún motivo. Yo la quiero mantener romántica, viva, efervescente, sexual. Si no, ¿para qué vas a estar con un señor que es como un socio?

-¿Y van a seguir apareciendo en sus novelas esos deliciosos romances?


-Yo no tengo idea qué voy a escribir mañana, Delia, porque depende de lo que pase en la vida. ¿Usted cree que alguna vez pensé que iba a escribir un libro como Paula?


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