Cuénteme de sus dolores.
-En el periodo en que murió Paulita y en que murió Jennifer,
la hija de Willie, mi marido, yo me volví loca de dolor. Lo peor
de la enfermedad de Paulita fueron los primeros meses de esperanza, que
se frustraba siempre, en el hospital de Madrid. Eso fue como un ácido
que me fue corroyendo por dentro. Podía verla sólo cinco
minutos, y nunca se sabía cuándo eran esos cinco minutos,
así es que vivía sentada en un corredor esperando que me
avisaran.
-¿Qué era lo que más le dolía?
-Primero la angustia, el miedo; el miedo te hace sudar. Miedo a que se
abriera la puerta y me dijeran: "se murió". No podía
aceptar la idea de que se muriera. Estaba profundamente apegada a ella.
Teníamos algo tan bueno, como lo mío con mi mamá.
Era indispensable para mí, no se podía morir.
-Qué feroz esa lucha, la determinación de que Paula no
se muriera.
-Yo estaba obsesionada, como poseída, tanto que no podía
salir del hospital.
Cuando me la traje a California igual no podía separarme de ella,
casi no salía de la casa. Contraté gente que me ayudara,
con la idea de tomarle un poco de distancia, pero fue inútil. Íbamos
al cine y, en la mitad de la película, le decía a Willie:
"vámonos a la casa, no puedo más".
Estaba completamente obsesionada, loca. Y creo que me volvería
a pasar lo mismo si se enferma mi otro hijo, Nicolás.
-¿Cómo fue que al final la soltó?
-Ella se fue deformando, porque con la parálisis la cabeza se
va para un lado, las manos se caen. No se movía, no podía
mover ni un dedo. Tenía una sonda conectada directamente al estómago.
Me pasaba mirando esos ojos para ver si había alguna respuesta
a algo, algún parpadeo. Los ojos abiertos, mirando fijo, sin pestañar,
eran como vacíos, no había ni una sola expresión.
En noviembre la vi muy mal, entonces me pareció que había
llegado el momento de abrir una carta que le entregó a su marido,
Ernesto, en la luna de miel, después de tener un sueño impresionante.
Le pidió que la leyera en el momento de su muerte. Yo tenía
esa carta.
Al verla empeorar llamé a Ernesto y él me dijo: "ábrela
y me la lees". Me armé de valor y se la leí. Era tan
claro en la carta que Paula ya se había despedido de la vida, que
no quería estar atrapada en su cuerpo, que ahí por fin solté
la batalla. Dije: "ya", y le dije a Ernesto: "yo creo que
Paulita está atrapada en su cuerpo porque tú y yo no la
dejamos ir".
Ernesto vino a pasar el fin de semana y nos encerramos en la pieza con
ella los dos. Abrazados a ella, llorando, le pedimos que se fuera, que
ya, que bastaba. A los pocos días murió. Ernesto ya no estaba,
lo habían mandado a la China, así que no le dijimos a nadie
que había muerto y esperamos su vuelta. Era invierno, y abrimos
todas las ventanas de la pieza para que entrara el frío, nos vestimos
con parkas y bufandas y nos sentamos ahí con ella esperando a Ernesto.
-¿Qué sentía ahí en esa pieza?
-Sentía un gran alivio, la sensación de que por fin ella
se había liberado.
-Han pasado tantos años, pero debe quedarle un rastro,
un trauma después de ese tiempo horroroso.
-Vivo con terror de que le pase algo a los niños. La verdad es
que la sola idea de que le pueda pasar algo a Nicolás, que tiene
porfiria, o a mis nietos, me da una angustia tan grande que parece que
fuera a vomitar. A veces cuando voy en el auto y me acuerdo de un episodio
de esa larga agonía de Paulita, empiezo a bramar de dolor.
-Sin embargo pareciera que el dolor no la consume.
-Ya no. Pero el dolor me ha dejado muchas veces aplastada en el suelo.
El
padre ausente
-Cuando
la conocí en Ginebra, en los años 60, era muy tímida,
no se dejaba ver.
Cuénteme de esa tímida que todavía debe habitar
en alguna parte de usted.
-Soy tímida en lo social. Me siento totalmente inadecuada. No
soy tímida cuando me subo a un escenario, me ponen un micrófono
y tengo que hablarle a mil personas.
Es como si no fuera yo. Me pongo mi traje de conferencia, me subo y
me entrego a la gente, sin ningún pudor. Sin embargo, si hay
un evento social de 20 personas después de la conferencia, me
siento súper incomoda, no quiero estar ahí. Me siento
muy chica, muy baja, como que a los demás los tengo que mirar
para arriba.
-¿Cómo se explica eso, cuando toda esa gente está
ahí para usted?
-Tal vez porque siempre fui pueblerina. Cuando llegamos de Lima a
Santiago con mi mamá, después de su separación,
yo tenía tres o cuatro años, y ella fue completamente
rechazada, de una manera muy cruel, por su romance con su segundo marido,
el tío Ramón. Además no teníamos plata.
Me vestían con ropa heredada, no me invitaban a ninguna parte.
Yo crecí muy sola, encerrada en mi mundo y en los libros. He
trabajado esta cuestión en terapia y lo que aparece es esa gran
soledad, y una sensación de que todo había que ganárselo
con un esfuerzo sobrehumano. El amor había que ganárselo,
la aceptación había que ganársela, había
que ser muy buena para que a uno la aceptaran. Y no había nunca
que mostrar una debilidad. La idea era aparentar que las cosas estaban
muy bien. Viví mucho de las apariencias.
-¿Cuánto tiempo se conformó con eso?
-Desde muy chica empecé a decir las cosas que no había
que decir. Fui muy subversiva, me fui de la iglesia, me fui de la casa,
me fui de todo. Gracias a Dios sin pelearme con mi mamá. Pero
desafiando a todo. La primera vez que sentí que participaba en
algo, que era parte de un grupo, cuando empecé a trabajar en
la revista Paula de Chile. Nunca antes.
-¿Qué produjo en su vida la ausencia del señor
Allende, su padre genético?
-Lo he trabajado en terapia. Es el primer gran abandono. Ahí
me falló la imagen del hombre para siempre. Yo nunca más
he vuelto a confiar mi vida en las manos de un hombre. Eso me ha dado
una fuerza brutal. Yo trabajo como un burro para mantenerme sola y mantener
a mis hijos. Si el hombre se va, yo puedo mantener a flote ese buque,
como sea.
-¿En qué reconoce esa mitad de su genética que
es de su papá?
-En nada. La gente me ha dicho que era un hombre absolutamente brillante.
Irónico, malo, mentiroso, pero brillante.
-Usted cuenta en Paula que cuando las abandonó lo descubrieron
en una dudosa fiesta vestido con portaligas y sostén. ¿Da
a entender que era homosexual?
-Puede haber sido bisexual, yo creo. Debe haber sido una combinación
de cocaína, sexualidad rara, deudas. Pero mi mamá no me
habla nunca de eso.
-Usted hizo una jugada muy fuerte cuando todavía estaba casada
con Michael, y se fue con un amor a España dejando a sus hijos
en Venezuela.
¿Qué fibra le tocó ese hombre?
-Yo estaba en el desierto total, muy sola. Michael estaba por allá
lejos trabajando en la sierra mientras yo estaba en Caracas. Nuestro
matrimonio no funcionaba para nada. Cada vez que él venía
yo fingía que todo estaba bien pero no estaba bien. Me sentía
tremendamente insatisfecha con mi vida en Venezuela, con la soledad,
con la falta de trabajo.
La pobreza me botó. Los niños lo único que querían
era volver a Chile, lloraban porque querían volver. En esa desolación
apareció este señor. Era muy inteligente, un típico
bonaerense arrogante, con una lengua viperina, irónico, que conocía
el mundo de la música, el mundo del espectáculo, un gran
lector.
Me enamoré locamente de él. Teníamos una relación
sexual fantástica y él me inflaba, decía que yo
tenía talento. Pero él se quería ir de Caracas
y me decía: "vente conmigo, vente conmigo". "¿Pero
cómo me voy a ir sin los niños?", le decía
yo. Por fin tomé la decisión y partí con él
a España.
-¿Y cómo terminó?
-En España él no tenía trabajo, yo no tenía
trabajo, y no tenía plata ni para el pasaje de vuelta. Al final
tuve que decidir entre seguir en esa aventura o volver con los niños.
Volví.
-¿Cómo se las arregló para poder dejar a los
niños?
-No los dejé, en realidad. No les dije a lo que iba, un poco
como si me hubiera ido de vacaciones a España. Paula tenía
15 y Nicolás 13. Eran muy chicos todavía. En el avión
iba a encontrarme con mi amor pero iba llorando porque había
dejado a los niños.
-¿La perdonaron?
-No quisieron hablar del tema durante años. Cuando estaban en
la Universidad, grandes ya, lo hablamos.
-En su página de Internet hay una foto de Nicolás y
de Paula cuando eran chiquitos y usted dice que siempre le da pena cuando
mira esa foto. ¿Qué le da pena?
-Me da pena porque se me fue ese tiempo no sé como, entre los
dedos. Eran chiquitos y vulnerables y ¡yo los adoraba! ...pero
no los aproveché. Estuvieron mucho en manos de mi suegra, de
mis amigas, de empleadas, y yo trabajando, tan ocupada por estar haciendo
cosas.
Me da la impresión de que no los gocé como estoy gozando
a los nietos. No los vi, crecieron a mi lado como malezas. Y luego me
los llevé de Chile sin darles una explicación, sin decirles
adonde nos íbamos y por qué nos íbamos, y lo pasaron
pésimo allá. Todas esas cosas me dan pena. Cuando veo
la foto de Paulita me da pena también porque no la voy a ver
nunca con canas.
Hombres
y Amores
-¿Cómo
ve ahora su matrimonio con Michael?
-En los comienzos fue romántico, completamente idealizado, inventado,
como muchas cosas en mi vida. Yo me paso una película de cómo
las cosas deben ser y cuando no se ajustan a ese sueño, trabajo,
trabajo, trabajo y lo trato de meter en una camisa de fuerza para que
calce. Y no resulta, pues.
-¿Cómo fue su historia sexual con él, cuán
traumada llegó a la primera vez?
-No fue la primera noche de casados, fue antes. Al principio fue malo,
naturalmente, hasta que llegamos a conocernos bien. Después estuvo
muy bien por años.
Lo que nos separó no fue eso. Fue la vida. Y es que yo había
inventado un personaje y llegó el momento en que había
que aterrizar a la realidad: a las limitaciones mías y las limitaciones
de él.
Yo creo que mi historia con Michael es un cuento mío que nunca
lo chequeé con la realidad y nunca lo chequeé conmigo.
Me da la impresión de que no le permití desarrollarse
en muchas cosas: me adueñé de los niños, de la
maternidad, de la casa, de todo.
-En la época que usted trabajaba en Paula Chile, usted parecía
la esposa modelo. La más feminista de todas, pero lo esperaba
a su llegada del trabajo con un pisco sour a media luz.
-El feminismo era de los dientes para afuera, porque todo lo que ganaba
iba a parar a la casa, al supermercado, a la ropa de los niños.
O sea: este cuento de que había que ser independiente económicamente
lo decía pero no lo hacía. Y en esto de que no había
que servir al marido, yo era para la risa porque poco menos que le cortaba
la carne.
Lo atendía como una mamá, lo infantilicé completamente,
creyendo que yo era la mujer perfecta, que lo estaba haciendo fantástico.
Él tenía que estar muy feliz porque yo estaba haciendo
esto por él. Y como he sido siempre tan enérgica y compulsiva
y dinámica no me daba un respiro para verle la cara, a ver si
estaba contento o no. Nada. Pasaba como un tanque por encima.
-Con
esos antecedentes, ¿no ha pensado alguna vez que inventó
a Willie también?
-A veces me lo he preguntado, pero en él había la
materia prima, era potencialmente esa persona que yo creía
que podía ser. Además me ha dado mucho más
de lo que yo creía que me iba a dar. Mucho más. Nunca
me imaginé todo lo que me iba a ayudar: con las casas, con
los arreglos, con las compras ¡hasta con la cocina!
-¿Cómo han sido sus crisis con él?
-La peor fue después de que escribí Paula.
Escribir ese libro fue como una catarsis, pero cuando terminé
me vino una gran depresión. Willie estaba pésimo con
sus hijos, la casa era un horror. |
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Yo empecé
a hablar de divorcio porque la cosa no pegaba por ninguna parte. No
había ningún momento de paz ni de agrado. Y en esto se
muere la hija de Willie y deja a una beba prematura y con parálisis
cerebral.
Entonces comienza la tragedia de Willie. Yo estaba tan metida en la
mía que no vi que él estaba sufriendo lo mismo que yo.
Me parecía que era demasiado malo el karma, que no deberíamos
estar juntos porque nada nos resultaba. Además, no pude escribir
más. Se me secó la escritura, pensaba que nunca más
me iba a volver.
A mis sugerencias de divorcio, Willie dijo: "no, vamos a terapia".
Yo no había ido nunca a terapia, me pareció que la idea
era descabellada. Pero, a insistencia de Willie, fui.
-Fue a la rastra...
-Sí, porque estaba completamente encerrada en la rabia y en
el dolor. Llegamos a la primera sesión, nos sentamos prácticamente
dándonos la espalda, y el terapeuta nos preguntó por qué
veníamos. Cada uno le dijo su versión. Él se quedó
callado, durante un rato largo no dijo nada, mientras yo calculaba cuánto
nos estaba costando por minuto la sesión. Y de repente abrió
los ojos y nos dijo: "yo veo tanta tristeza".
Al oírlo decir eso se me empezaron a caer las lágrimas,
no podía parar, y me volteé y Willie estaba llorando también.
Al salir de ahí nos abrazamos y lloramos, llegamos a la casa
y seguimos llorando, no podíamos parar, llorábamos por
los hijos, él por los suyos, yo por Paula, por Nicolás
que se estaba separando dolorosamente de su mujer, y así, llorando
y llorando, empezó el camino de vuelta.
Fue una terapia fantástica, de varios meses, que terminó
porque el terapeuta se fue a Los Angeles. Nos dimos cuenta de que estábamos
los dos con el corazón roto. Y como somos muy fuertes y muy luchadores
y había mucho que hacer, no nos habíamos dado la pausa
para decir "estamos destrozados, no podemos más". Aprendimos
a hablar de otra manera, a entendernos mejor.
Y comenzó una etapa cada vez más expansiva y un encuentro
maravilloso con Willie. Cuando nos reconciliamos empezó rápidamente
a crecer la relación y a hacerse cada vez más íntima
y más calma.
-¿Cuál es el secreto de esa tremenda vitalidad suya,
esa capacidad para no dejarse vencer?
-Tengo la sensación de que muchas veces he estado de rodillas,
pero siempre estoy pensando cuándo y cómo me voy a volver
a parar.
-¿Y cuándo va a entregar la toalla de la juventud?
-Yo creo que eso es una cosa paulatina, que uno la va entregando de
a poco. Yo ya perdí la esperanza de verme bien en traje de baño,
perdí esa antena sexual que uno tiene en la juventud con la que
entras a una pieza y te das cuenta que alguien te está mirando.
Cuando veo fotos de antes y después de lo de Paulita, es impresionante
ver lo que me pasó. Envejecí de golpe y porrazo.
-¿A qué le tiene más miedo de la vejez?
-Tengo miedo de depender, de que llegue un momento en que no me pueda
valer por mí misma, porque la lucha de mi vida ha sido por no
depender de nadie. Por ahora me sigo tiñendo el pelo, me compro
buena ropa.
A Willie no le importa nada. Me puedo teñir el pelo de verde
y él no me va a decir ni una palabra. Sin embargo, si no me ve
sonriendo, o si me ve taimada o si me ve callada, enseguida empieza
a preguntar, me dice: "háblame". Me lleva a la pieza
y me dice: "háblame".
Porque yo cuando me enojo me callo, y puedo pasar callada una
eternidad.
-Me da la impresión de que le tiene una verdadera adicción
a la pareja,
¿cuánto tiempo no estuvo casada, entre Michael
y Willie?
-Tres meses. De julio a octubre. Después de separarme de Michael
yo tenía 45 años, los hijos grandes, y nada que perder.
Podía lanzarme de cabeza a la aventura.
-¿Y cuánto tiempo le ha durado la aventura?
-Quince años. Pero no es una adicción, está
equivocada. Tampoco es miedo a estar sola. A mí, realmente, me
duele estar separada de Willie. Por ejemplo: ayer se fue a Europa y
no me ha llamado todavía. Estoy pendiente del teléfono.
-Será porque el señor Allende la abandonó...
-Eso apareció mucho en la terapia, el miedo al abandono. Ese
abandono quedó en la siquis y, por suerte, no se ha repetido.
La otra cosa que traigo de mi crianza es eso que el amor había
que ganárselo. No te lo dan. No te lo mereces. Tienes que cumplir,
cumplir, cumplir. Yo creo que nada me va a caer gratis nunca.
-Ni el amor de Willie.
-El amor de Willie me lo tengo que ganar. No en el sentido de que
tengo que hacer cosas extraordinarias, pero tampoco puedo ponerlo a
prueba.
-Y afectivamente, ¿se siente llena con él?
-Lo más importante de mi vida es que tengo esa tremenda solidez
emocional con él. No necesito otro hombre, me siento satisfecha.
A veces veo un tipo que me encanta y digo "¡ay! Si le pudiera
echar el ojo aunque sea para decirle una cosa linda". Pero no lo
hago, porque para qué voy a herir a Willie. Él me dice
que no me preocupe de hacer dieta, de arreglarme, lo que quiere es poder
abrazarme, estar en la cama conmigo, sentir el calorcito.
-¿Por qué ha sido importante la sexualidad para usted?
-Porque en mi experiencia las únicas personas con que se tiene
intimidad física es con los niños chicos y con tu pareja
sexual. Yo necesito, me gusta esa intimidad física. Con Michael
fue muy importante hasta que dejó de serlo. Con Willie es fundamental.
Lo importante para mí va más allá de lo sexual:
es lo sensorial, el tocarse, la cercanía de los cuerpos.
-¿Qué ha descubierto en el ámbito sexual que se
pueda contar?
-Para mí lo que es más afrodisíaco, más
que cualquier cosa, es el espacio y el tiempo que le dediques a hacer
el amor. Me impresiona cómo tanta gente se da tiempo para hacer
ejercicio, para tomar vacaciones, pero no para estar a solas con la
pareja. Con Willie nos damos ese tiempo. No lo hicimos al principio
porque estábamos atorados con los hijos, pero cuando empezamos
a hacerlo cambió nuestra relación. Ahora nos damos cita.
Cualquiera de los dos invita, le dice al otro: "¿podemos
tener una cita hoy o mañana?". Entonces el otro dice sí
o no, de acuerdo a cómo se sienta anímicamente.
-¿No se lastima con un "no"?
-Nunca es "no", sino que es "no hoy", o "no
mañana", porque a los dos nos gusta estar juntos. Entonces
ese día llegamos temprano a la casa, comemos rico, nos tomamos
un vinito, ponemos música. Si te tomas el tiempo para ir con
un amante a un hotel, ¿por qué no haces lo mismo con tu
marido?, a lo mejor no necesitarías un amante.
-Va a cumplir 60 años y sigue siendo la misma romántica
de siempre.
-Yo no quisiera que se me acabara el romanticismo en la vida por ningún
motivo. Yo la quiero mantener romántica, viva, efervescente,
sexual. Si no, ¿para qué vas a estar con un señor
que es como un socio?
-¿Y van a seguir apareciendo en sus novelas esos deliciosos romances?
-Yo no tengo idea qué voy a escribir mañana, Delia, porque
depende de lo que pase en la vida. ¿Usted cree que alguna vez
pensé que iba a escribir un libro como Paula?
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