A
primera vista,
no parece nada cómodo. El piso jamás está quieto,
las estanterías tambalean de un lado a otro, el baño mide
menos de un metro cuadrado, y hay que seguir ciertas reglas a veces más
rigurosas que las impuestas por el más exigente reglamento de copropiedad.
Quienes eligen vivir a bordo deben resignarse a espacios muy reducidos,
pero paradójicamente afirman vivir "con mucho más aire",
y aseguran que sacrificar algunos pequeños lujos mundanos es un
precio muy pequeño a pagar por el placer de no perderse soles ni
lunas, y de dormirse acunados por el sonido del agua.
Predominan los hombres, pero también hay parejas, y hasta alguna
que otra mujer sola viviendo a bordo. En muchos casos, esta opción
de vida está relacionada con una reciente separación, un
divorcio aún no muy ventilado, o complicados vaivenes económicos.
Claro que también corren con ciertas ventajas. Quienes viven en
barcos no pagan alquiler, contribución inmobiliaria, ni tasas municipales,
aunque desembolsan una suma que oscila entre los mil y los 2 mil 500 pesos
por una amarra (dependiendo básicamente del puerto elegido y del
tamaño de la embarcación), que les da derecho a agua y electricidad.
Llevan un ritmo de vida bastante diferente al de la ciudad. En general
son más adictos a la lectura que a la televisión, pasan
horas cocinando con amigos (hay barcos que hasta tienen parrillero y horno
de pan), escuchando música, o tomando un aperitivo bajo las estrellas.
No saben de rejas, alarmas, o perros guardianes, y se jactan de que sus
vecinos más cercanos son los peces y los más ruidosos los
patos.
¿Suena pintoresco? Lo es. Pero la vida a bordo requiere de un tiempo
de adaptación. No son pocos los que intentaron transformar su hobbie
náutico en una forma de vida full-time y al poco tiempo huyeron
espantados por el exceso de frío, de calor, de mosquitos, de movimiento,
o de soledad. Otros tantos se siguen valiendo de sus barcos como garçonière,
pero ni locos trocan las comodidades de una casa en tierra firme para
otros menesteres más verticales. Los que vencen las dificultades
del período de adaptación eligen quedarse para siempre.
Y se sienten como pez en el agua.
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El
crucero del amor
Alfredo
Mallada se mudó a su barco, un pequeño velero
azul en el que apenas entraba parado, luego de su divorcio,
en 1994. "Si estás económicamente bien,
a lo mejor te podés ir a otro lugar mejor. Pero con
el 40 por ciento menos de sueldo, a mí no me daba
para otra cosa. Así que cuando me fui de casa, no
encontré mejor opción que mi barco".
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Al principio compraba comida hecha y amontonaba la ropa donde podía,
convencido de que vivir allí era un asunto pasajero. Un buen
día asumió que quedarse en un barco no estaría
nada mal, aunque necesitaba uno un poco más grande.
Compró una embarcación más espaciosa, le sacó
el motor, hizo cortinas y almohadones, la llenó de espejos para
multiplicar visualmente la capacidad interior, la equipó con
heladera, microondas, cocina, televisor, video, radio, una cama de dos
plazas, y se mudó. El barco se llama Princess, y en él
convive actualmente con su amada Rita, a quien llama cariñosamente
"mi princesa".
Rita
y Alfredo forman parte de un pequeño grupo que vive
en el Yacht Club de Montevideo. Además del Princess,
hay otros cuatro barcos habitados en forma permanente. Uno
de ellos está "al borneo", lo que supone
que para acceder a él hay que tomar una pequeña
lancha, y el barco no tiene conexión de luz, ni de
agua. |
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El de Rita
y Alfredo está amarrado en la segunda marina, y tuvo mucho que
ver en la historia de amor entre la estudiante de sicología y
el empleado del Banco República. Ella buscaba un lugar tranquilo
donde concentrarse, y cada día marchaba con sus apuntes al barco
de una compañera de clase, aunque se mareaba más de la
cuenta.
El la veía pasar desde su barco, y Cupido mediante, desde hace
un año y medio viven juntos en el Princess.
El nido de amor es más que pequeño, pero cada mañana
se levantan con una vista de la que sólo disfrutan los propietarios
de algunos de los edificios más caros de Montevideo. "Desde
acá no sentís ni el ruido de la rambla, estás retirado,
tenés una vista maravillosa y vivís en paz", resume
orgullosa Rita, que para colmo de bienes ya ni se marea. "Dormir
acá es lo más relajante que hay", asegura la estudiante.
En su hogar flotante todo es plegable, desarmable, rebatible. Si llegan
visitas, o cuando los hijos de Mallada van a quedarse a dormir, las
banquetas aparecerán como por arte de magia, al igual que el
parrillero que instalan en cubierta, el toldo para cuando pica el sol,
o las sillas de colores para tomar algo al fresco. El secreto de tanta
versatilidad es el orden, del que, como todo aquel que tiene barco,
Alfredo es maniático. "Acá hay que tener un orden
tremendo. No sabés en qué momento vas a tener que usar
las cosas", explica Mallada antes de contar que utilizan el baño
del barco como depósito y se valen de las instalaciones del club
para duchas y otros afeites.
Hay otros sacrificios, como cuenta Rita: "para limpiar algo tenés
que mover veinte cosas. Después hay que volver a acomodar. Y
a veces me desespero porque no me da el tiempo para todo". Aunque
se queje, una vez cada tanto decide correr todo y encerar el piso. A
ellos les gusta tenerlo siempre limpio para andar descalzos.
De lo contrario, sólo valen las suelas de goma. "Los tacos
están prohibidos dentro del barco", remata Alfredo.
A la hora de cocinar, o bien utilizan el parrillero que instalan en
cubierta, o el horno alemán que usan para cocinar carne, hacer
pan, pescado o pizzas. Y cuando no tienen ganas de cocinar, llaman por
teléfono como cualquier hijo de vecino y ordenan un pedido. "Hay
algunos lugares en los que ya nos conocen, que de a poco se acostumbraron
a nosotros, y nos traen el pedido hasta acá", cuenta el
capitán del Princess, quien asegura que le aceptan la tarjeta
de crédito sin chistar.
¿Y dónde va a pasear la gente que vive en un barco? Para
ellos dos, los programas de fin de semana consisten en salir a navegar
a La Barra de Santa Lucía, pero su gran sueño es hacer
un viaje por el Mediterráneo, previo paso por el Nilo. El único
momento en que Mallada abandona el barco es para pasar las vacaciones
de verano, cuando se muda a un rancho en Valizas.
"Mucha gente nos mira raro. Nadie tiene idea de cómo es
vivir en un barco. Se piensan que eso pasa solamente en películas",
dice Alfredo.
En rigor, "de película" también son las noches
de lluvia, viento o tormenta. "Aunque haga frío, tenés
que salir, atar los cabos para que el barco no se mueva, y la verdad
es que te empapás", cuenta Mallada, que sufre más
por el barco que por él. El resto del tiempo, vivir en el barco
es una "aventura inimaginable. Pero no hay que hacer mucha propaganda
porque se van a avivar otros", remata el orgulloso morador del
Princess.
Chanquete
a la uruguaya
Orosmán
Píngaro tiene 72 años. Trabaja en el Palacio
Legislativo hace más de 30, circula de aquí
para allá en moto, y vive en un barco. En el Yacht
todos lo conocen como "Oro", y a más
de uno le recuerda a aquel Chanquete de la serie televisiva
española Verano Azul, un veterano que vivía
recluido en su barco y lideraba a una pandilla niños
insufribles de vacaciones en el Mediterráneo.
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Su barco
tiene una forma extraña. De hecho se parece más a una
casa flotante, porque fue construido para vivir y no para navegar: hasta
tiene un pequeño jardincito. La puerta principal hace gala de
unos vidrios de colores comprados en una barraca, y del techo del pasillo
cuelgan un helecho y un llamador de ángeles.
A la izquierda está la cocina. Un piso de baldosas grandes conduce
al living-comedor, con tres sillones de cuero, lámparas, una
mesa, varias sillas, cuadros, y una biblioteca repleta de libros. Por
último, un baño y un dormitorio con ventana al cielo.
Esta vivienda, que flota en el puerto del Buceo, fue construida enteramente
por él. Le llevó tres años terminarla, y hace poco
más de uno y medio que vive en ella. "No tengo raíces
relacionadas con los barcos ni con el mar. Fue una opción de
vida que se fue dando con el tiempo", cuenta Oro, que de chico
hasta tenía miedo de ahogarse en la playa.
La curiosidad lo acercó más tarde hasta el mundo de la
náutica, y lo invitaron a participar de una regata. Poco después
se sumó a la directiva del Club Nautilus, y hasta participó
de competencias internacionales. Pero no tenía barco propio.
Cuando se acercó a los 50, decidió que era hora de tener
un velero para salir a pasear con su esposa y sus dos hijas.
Le llevó cinco años construir su barco, tarea que emprendió
en el jardín de su casa. Jamás se imaginó que,
con el tiempo, ese barco acabaría convirtiéndose en su
nuevo hogar. "La cosa no se dio. Se resquebrajó toda la
organización familiar, yo no podía mantener todo, y opté
por irme a vivir al barco ".
Al poco tiempo se vio "ahogado" por falta de espacio, pensó
en comprar un terreno y construirse algo, pero finalmente emprendió
la construcción de una nueva "casa flotante", ya sin
motor ni vela.
Como ex estudiante de arquitectura y amante de la construcción,
Píngaro se detuvo en cada detalle. La carpintería, la
sanitaria, cada clavo, cada ensamble, todo lo hizo él, que hoy
vive feliz en la segunda marina del Yacht. "No necesito teléfono.
No tengo ni freezer ni microondas. Y el que quiera verme, que venga
hasta acá", remata el Chanquete del Buceo.
Barco
chico, problemas chicos
Tangaroa
es el nombre que los polinesios dan al dios del mar. También
es el nombre del barco de Charly Michel, que nació
hace 36 años en una localidad argentina que no
podía estar más alejada del mar. "Una
isla de cemento en el medio de la llanura", bromea
Michel, que después de seis años de estudio
se recibió de kinesiólogo en Buenos Aires
y comenzó a atender algunos pacientes. Aunque vivía
en un apartamento grande, con amplios ventanales y espacio
más que suficiente para cuatro personas, recuerda
que un día le "faltó el aire".
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El remedio
fue mudarse a su velero de seis metros de eslora, donde aunque no entraba
parado, sintió que había aire, todo al aire, toda la naturaleza,
y toda la vida que quería.
El barco era regalo de un amigo argentino al que había conocido
en el puerto de Colonia, y que años después se desprendió
gratuitamente del Tangaroa con la única condición de que
su nuevo dueño no lo vendiera jamás.
Así las cosas, Michel se vio de buenas a primeras con un barco
lleno de libros, cartas de amor y objetos personales de su amigo. Le
fue tomando el gusto a la idea de dormirse mecido por el movimiento
del agua, y acabó alquilando aquel apartamento donde ya le faltaba
el aire.
Sólo había un problema: él no sabía nada
de barcos. "Aprendí a los golpes, con miles de errores",
avanza Michel, que con el tiempo convenció a Carina, su mujer,
para irse a navegar un año por Brasil.
"Juntamos dinero como para estar meses en Europa. Gastamos como
diez mil dólares para equiparlo". Hacia fines del '99 todo
estaba listo para emprender el periplo rumbo al norte, pero la pareja
decidió detenerse en medio del camino, y desde entonces viven
en aguas uruguayas. Han anclado su barco en Colonia, Riachuelo, Boca
del Rosario, Santa Lucía, Montevideo y La Paloma. Y por lo que
cuenta Charly, nada ni nadie los mueve de su velerito. Cuando se les
acaba el dinero, trabajan como kinesiólogos en Rocha o Montevideo.
Claro que no todo es tan sencillo. La vida dentro del velero también
los expone a ciertos roces. "Imagináte estar en un lugar
donde estás sentado frente al otro, con las piernas cruzadas,
mirándote la cara todo el tiempo", resume antes de dar cuenta
de ciertas separaciones temporales.
Sin embargo, está convencido de que las ventajas de vivir a bordo
suman más que las desventajas. "Empezás a vivir de
otra manera. En una casa, casi nunca ves la luna. Las pequeñas
cosas de todos los días a las que uno no les da bolilla, como
los atardeceres o los amaneceres, se potencian mucho viviendo acá.
Además, el barco te mantiene en buen estado físico, porque
todo te obliga a hacer ejercicio. Aprendí a no despilfarrar agua
potable, a clasificar los residuos, a escuchar radio, a vivir sin televisión
y sin heladera. Aprendí a descubrir el mundo del queso, a entender
que no hay que ponerlo en la heladera porque pierde aromas y gustos,
y aprendí a tomar la bebida natural". Y cuando quiere tomarse
una copa de champagne frío, ata la botella al cabo, la sumerge
en el agua, y ¡voilá!
Ahorrar energía -talón de aquiles de los navegantes- es
una tarea imperiosa. "Yo tengo que ser muy cuidadoso. Tengo dos
baterías de auto y un panel solar con el que las cargo",
cuenta el capitán.
Los navegantes con barcos a motor pueden recargar sus baterías
en un santiamén, y en general disponen de estufas de última
generación para calentarlos rápidamente. Michel, por su
parte, debe limitarse a calentar en la hornalla un ladrillo agujereado
para entibiar el ambiente.
"Estoy al límite de todo", admite. Cada tanto fantasea
con la idea de comprar un barco más grande para disponer de ciertos
"lujitos", pero rápidamente viene a su cabeza el consejo
de un ruso que, en mal inglés, le dio un sabio consejo: big boat,
big problems.
Tripulantes
de ocasión
J.C.C y
su mujer B.S. no viven en su barco, aunque religiosamente, cada fin
de semana, durante las vacaciones de verano, o apenas reúnen
24 horas libres, se instalan en él. Incluso una fractura de pierna
que una vez la aquejó a ella, les sirvió como excusa para
mudarse al barco "por un tema de comodidad", cuentan hoy.
El matrimonio no descarta la idea de mudarse al barco algún día,
ni la de salir de viaje sin rumbo fijo ni fecha de regreso, pero mientras
tanto, disfrutan de su pasión compartida: navegar y estar en
el barco aunque sea sin hacer nada. Él es marino retirado, y
ella se crió entre velas y motores. "Cuando nací,
esperaron a que tuviera cuarenta días, me subieron al barco de
mi padre y no me bajaron a tierra hasta veinte días después",
recuerda la dueña de casa.
Claro que, desde entonces, algunas cosas han cambiado. Hoy es posible
vivir en un barco con más comodidades que una casa. Como su crucero,
de 16 metros de eslora (largo), cinco de manga (ancho), y 29 toneladas
de peso, que tiene de todo: freezer, heladera, microondas, ice maker,
televisión, equipo de audio, vajilla de porcelana, cubiertos
de plata, adornos, plantas, ducha, aire acondicionado, minibar y hasta
una bodega muy bien alimentada.
Hay tres recámaras: dos con cuchetas y baño completo,
y una con cama de dos plazas y baño en suite; más un camarote
con baño en proa para el patrón. Además, el barco
tiene un living comedor alfombrado y decorado con adornos de bronce
y escudos, notas, y otras distinciones que el barco y su tripulación
fueron recibiendo a través del tiempo.
La embarcación funciona a gas oil y cuenta con dos motores y
un generador de corriente; radar, difusor de órdenes, sirenas,
bocinas, medidor de dirección y velocidad del viento, piloto
automático, posicionador satelital, y hasta una sonda para saber
cómo es el fondo del mar. No le falta nada.
Sin embargo, ellos también han de tener ciertos cuidados. En
este barco tampoco se admiten los zapatos de taco en cubierta ("acá
le hice sacar una vez los zapatos al edecán de un presidente",
recuerda ella divertida), están prohibidos los elementos sueltos
que entorpezcan la circulación o puedan ocasionar un accidente
con el movimiento del barco; los electrodomésticos deben envolverse
con papel y nylon, para evitar que los afecte la humedad; los adornos
están atornillados a paredes y mesas; y las ollas quedan trancadas
a la cocina para que no se muevan mientras el barco navega.
Cada cosa tiene su lugar: un placard esconde la heladera, y una tapa
de mármol oculta el freezer. Bajo el piso, se acumulan cajones
de agua y refrescos; y los motores están escondidos bajo unos
escalones. La cama matrimonial oculta los tanques de agua potable, y
bajo los sillones del living se guardan las sillas para sentarse en
cubierta.
La pareja, que prefiere mantener su anonimato, permanece en el barco
cada año desde el 6 de Enero hasta principios de Marzo, en el
puerto de Punta del Este.
El resto del año, el crucero descansa en Santa Lucía.
Todos los fines de semana, sin falta, ambos arriban con algo de ropa
y provisiones para dos días. Hacen asados en cubierta junto a
Francisco Pancho Dieguez, su compañero de viajes y patrón
del barco. Descansan. Charlan. Leen.
Miran el agua. Disfrutan del silencio. Hasta que llega el lunes, momento
de volver a la vida de la ciudad, a la ropa de fajina, al celular que
no deja de sonar. "Si supieras el trabajo que me da irme",
protesta él. Pero siempre queda el consuelo de los viernes, cuando
al caer la tarde, rigurosamente, ambos levan anclas y parten a su casa
en el agua.
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