Taco Larreta hace memoria
Al filo de los 80 años, y a punto de publicar el primer volumen de sus memorias, el gran caballero de la cultura nacional se asoma al jardín de sus recuerdos y empieza por confesar el niño que fue. ¿ Qué piensa, qué siente y quién es Antonio Larreta?
-Si no fuera por la vitalidad que delatan sus múltiples actividades, y porque su aspecto físico parece desmentir su edad, uno debería empezar preguntándole: ¿cómo es estar al borde de los ochenta años? ¿Cómo hace para verse tan bien?

-Debo confesarle que yo mismo no creo demasiado que tengo casi ochenta años. Tengo que repetírmelo varias veces por día, porque no me siento un hombre de ochenta años, o lo que yo me imaginaba que era un hombre de ochenta años. No siento ninguna diferencia, excepto que ahora uno sabe que el tiempo que le queda es menos. Yo siempre he tenido muchísima actividad, sólo que ahora escandaliza más. La gente se pregunta: ¿cómo este hombre de ochenta años sigue haciendo tanta cosa? He terminado por reconocer que soy un hiperactivo, y salvo dos o tres momentos muy marcados de mi vida en los que estuve bajo de tono, hasta el punto de atravesar una profunda depresión, siempre he tenido proyectos por delante. Hoy asocio la experiencia de la depresión a la falta de proyectos. La depresión es la muerte: uno no se proyecta ni al año siguiente, ni al minuto siguiente.

-¿Cuán a menudo lo aqueja la depresión? ¿Toma medicamentos para sobrellevarla? Una vez lo escuché decir que al regreso del exilio, caminando por la Plaza Cagancha, decidió que no tomaría más pastillas...

-Yo siempre he tenido una cierta tendencia melancólica, pero la depresión grave es otra cosa, y afortunadamente la he padecido sólo una vez. Fue como si mi cuerpo hubiera estado invadido por una sustancia oscura, venenosa, letal. Un día desapareció, lo que no quiere decir que no me haya dejado rastros, una cierta propensión a repetir el episodio que vigilo atentamente, porque tengo la profunda determinación de que eso no vuelva a sucederme. En cuanto a los medicamentos, yo tomé durante ocho años uno, el litio, que llegaron a decirme que debía tomar toda mi vida si no quería volver a enfermarme. Consulté en Madrid, Montevideo, Buenos Aires y New York, y el dictamen final fue que podía abandonarlo sin riesgo. En la época en que yo veía médicos en Madrid, cuando uno se despedía de la consulta le entregaban una lista con doce o trece medicamentos para distintas cosas, ¡porque uno siempre tiene algo en el organismo que no funciona perfectamente! Cuando sucedió aquella revelación montevideana, yo tomaba nueve medicamentos. Hubo un momento, caminando por la Plaza Libertad, en que me sentí magníficamente bien, me reconcilié conmigo mismo, y decidí que dejaría de tomar pastillas. Sentí que el mundo se coloreaba de otra manera. Durante ocho años yo lo había estado viendo... no diría en blanco y negro, pero sí muy bajo de color. Y el color es muy importante para mí.

-¿Y cómo le caen físicamente los ochenta? ¿Cómo le cae estar algo más sordo que antes, o tener más trabajo para memorizar un texto? ¿Cómo se siente frente al espejo?


-Yo descubrí mi sordera hace cuarenta años, pero es verdad que ha ido haciéndose cada vez más crítica. No me consuela, pero me tranquiliza saber que ahora hay tantos sordos entre los jóvenes. Pero hay varias respuestas a su pregunta. En primer lugar, el teatro exige un gran entrenamiento físico, y a mí siempre me costó mucho utilizar mi cuerpo: no era bastante flexible, tenía tiempos demasiado staccatos. Los que no hicimos escuela dramática nos arreglamos para contactarnos con los muchos profesores extranjeros que venían a dar aquí huyendo de la guerra en Europa, y aprendimos mucho de ellos. Yo puedo llegar agotado al teatro, caminando mal, arrastrando los pies, y sé que cuando salga al escenario estaré bien. Hay movimientos que no puedo hacer en la vida diaria y sí en el teatro, donde el cuerpo me responde de otra manera. En el escenario desaparecen desde la tos hasta el dolor por la muerte de una amigo.

-¿Y fuera del teatro, hace algo para estar bien físicamente?


-No. De dos años a esta parte no hago ni gimnasia. Voy a contarle una anécdota reciente. Yo nunca he sido deportista, aunque creo que no desarrollé habilidades que quizá tenía porque se me inculcó que yo era un hombre de escritorio y no de cancha. Hace muy poco tiempo estaba en Punta del Este con un amigo que, él sí, es un gran deportista. Estábamos caminando sobre unas rocas muy escarpadas, muy resbalosas, yo tres metros delante de él. De repente me resbalé, caí, y pensé que me deshacía. Instintivamente, hice lo que me pareció que debía hacer para no estrellarme, para caerme al menos con cierta elegancia. Mi amigo deportista, que estaba con un susto espantoso y creyó que me mataba, dijo: "fue increíble. Hiciste todo lo que tenías que hacer para caer bien. Moviste los brazos y la espalda como un atleta". El resultado fue que caí sentado, como la Pavlova en la muerte del cisne.

Pecados capitales


-¿La decisión de publicar El jardín de invierno, que constituye el primer volumen de sus memorias, se parece más a un desborde de vanidad, a una necesidad de reconciliarse con el pasado, o a un deseo de trascender en el futuro?

-Por mi temperamento esencialmente dubitativo debería decir que hay algo de las tres cosas...
-Me referí a la vanidad porque los actores, los escritores, los artistas, suelen ser muy generosos para hablar del lado luminoso de su tarea, pero son bastante mezquinos llegado el momento de referirse a soberbias, envidias y vanidades. ¿Cómo se lleva usted con esos pecados?
-Me llevo muy bien porque los controlo. Pero estoy muy dispuesto a admitir que esos sentimientos están en mí. Hace un par de semanas me referí a las vanidades en una charla en el Museo Blanes, delante de muchos artistas, y supuse que eso podría molestarlos o inquietarlos. Yo quise referirme a los tabúes que infestan nuestra cultura occidental, a esa suerte de victorianismo que se extendió incluso donde no llegaron los ingleses. Esa cultura del silencio según la cual hay cosas de las que no queda bien hablar, de las que no se debe hablar, que incluso llega a fingirse que se ignoran. Es un fenómeno eminentemente burgués, extendido desde Europa a países como los nuestros, donde se sumaron los prejuicios y miedos latinos a esa moral distorsionada de los países sajones y protestantes, según la cual queda mal hablar de cosas personales. La expresión inglesa "no personal remarks", es decir "no a las observaciones personales", sintetiza muy bien ese modo de pensar. Hace medio siglo que vengo diciendo que a nuestra sociedad le cuesta tremendamente aceptar que odia algo, excepto de una manera muy frívola y superficial, como quien dice: "odio a tal actriz". Es muy raro que alguien reconozca el odio como un sentimiento. Hay miedo a reconocer que uno es capaz de odiar y de envidiar.

-En su reciente novela El guante, usted retrata a un Juan Manuel Blanes atormentado por el avance de nuevas escuelas pictóricas y envidioso del genio de ciertos artistas en ascenso. ¿Qué envidia Taco Larreta?


-Yo envidio lo mismo que admiro. En cualquier terreno. La envidia no me parece un sentimiento negativo. Tampoco el odio. Debemos odiar, tenemos la obligación de odiar ciertas cosas. ¡Cómo no voy a envidiar a los escritores y a los actores que más admiro!

-¿Y en la lista de los odios, qué cosas deberían figurar?


-Estamos viviendo un momento tan terrible, es tan difícil mantener la esperanza sobre el destino de la Tierra y quienes la habitamos, que los odios más fuertes deberían circunscribirse a todas las fuerzas que conspiran contra el Hombre y la civilización. También puedo odiar las manifestaciones más crudas de la publicidad, o la falta de responsabilidad moral de la prensa, que en muchas partes del mundo ha pasado a ser el primer poder. Dejando de lado lo más banal, volvería al mundo tan cínico, tan impío en el que estamos viviendo, gobernado por unos pocos que han llegado a la impunidad total. Para nosotros, eso tiene la encarnación más dolorosa y más viva en lo que le está pasando a Argentina, con todas las culpas que se les pueda echar a los propios argentinos por haber sido tan confiados, tan frívolos, y tan ciegos políticamente. De todos modos, hay un crimen que se está cometiendo en nuestras narices, con un país que pudo haber sido maravilloso y que hoy no tiene otra salida que la humillación y la miseria.

-En El jardín de invierno usted cuenta que su familia conoció el esplendor y la ruina. Un niño que vio desembarcar candelabros, porcelanas y alfombras, que jugó bajo una claraboya tan ornamentada y vivió tan confortablemente, ¿está luego mejor o peor preparado que otras personas para afrontar crisis económicas y demás embates de la vida?


-Afectivamente está muy mal preparado. No puedo responder esa pregunta sin pensar en la figura de un amigo que también conoció el paso del poder económico a la ruina y fue destruido por esa experiencia, que no pudo superar. Con los años, ese amigo fue víctima de una crisis mental gravísima, de la cual no salió nunca.

-¿A qué le tiene más miedo hoy: a la decadencia del cuerpo, a la de la mente, o a la del bolsillo?


-A la del cuerpo no le tengo miedo, la acepto como algo inevitable. Le tengo mucho temor a la decadencia mental, y a veces pienso que uno debería estar obligado a tomar alguna medida preventiva para no sobrevivir al balbuceo y al descontrol de la mente. En cuanto a la decadencia del bolsillo, tengo mucha experiencia. Y he sabido defenderme: siempre he encontrado algún medio para salir de los muchos pozos económicos en que he caído. Quizá aquella experiencia infantil me haya dado un talento especial para encontrar la manera de no llegar a los extremos de la mendicidad.
-Hay otra escena de El jardín de invierno que simboliza muy bien las penurias económicas, en la que usted muestra una casa, que supo ser esplendorosa, con las luces apagadas. Salvando todas las distancias sociales y estéticas, mucha gente puede verse reflejada hoy en esa escena, y aquel ejemplo puede ser una metáfora sobre la relación entre las crisis colectivas y los despilfarros personales.


¿Qué opinión le merece esa hipótesis? ¿De quién cree que es la culpa de todo lo que está pasando hoy en materia económica?

-Creo que pagamos mucho la herencia española. También España fue contemporáneamente una potencia mundial y un país miserable. Creo que la gente del norte, y esto está muy unido al protestantismo, tiene una ética y un sentido de la responsabilidad y la solidaridad muy distintos. En consecuencia, tiene menos riesgo de caer en esos excesos de prodigalidad en los que pudimos haber caído nosotros y ahora estamos pagando. Aparte de las otras razones, y de los otros culpables.


Una escalera al cielo


-Juguemos un momento con el título de esta primera entrega de sus memorias. ¿Cuál es la estación del año más estimulante y cuál la más deprimente?

-Yo sé que la primavera es deprimente. Sé que las depresiones, como ocurrió con la mía, suelen suceder en primavera. Pero ese es apenas un dato. Siempre me gustó, sobre todo, el otoño. Yo me tomaba un ferrocarril, me iba a Colón y me pasaba horas y horas caminando por Lezica. También me gustaba mucho caminar por los cementerios. Sin que esto suponga una pasión por la necrofilia, creo que no hay cosa más linda que un cementerio bañado por el sol. El otoño siempre fue mi estación preferida.

-A riesgo de ponernos un poco freudianos, ¿cree que los primeros años son determinantes en la vida de un ser humano?

-Yo he visitado a Freud muchas veces, pero como no me gusta generalizar, diría que mis primeros años fueron determinantes en mi vida. Siempre lo sentí, y ahora que escribí El jardín de invierno, lo sé. No quisiera ser obvio, pero parece muy claro que mis inclinaciones artísticas tienen mucho que ver con el hecho de que mis padres me llevaran al cine, me llevaran al teatro, y me regalaran libros cuando era niño. Me intuyeron bien. Dicho sea de paso, es curioso que mi padre y su segunda mujer, que se resistieron un poco a que yo me dedicara al teatro, me regalaran, uno, cuatro tomos de las obras de Shakespeare; y la otra, tres tomos de teatro francés.

-¿Cuál es la primera imagen de usted mismo que guarda en su memoria?

-Es difícil, porque en la memoria se mezclan las fotografías que uno vio mucho tiempo después. Hay una en la que estoy sosteniendo un balde y una pala con un corte de pelo medio coup de vent. Mi hermana Carmucha dice que parezco Napoleón. Pero esa imagen es aprendida, yo no me visualizo así. Inevitablemente tendría que pasar al espejo, como Nicanor Blanes en El guante. Uno empieza a verse, a conocerse, y generalmente a juzgarse con mucha dureza, a través del espejo. Recuerdo uno, el de la puerta de un armario que había en el cuarto donde pasé a dormir después de la muerte de mi madre. En ese espejo recuerdo haberme empezado a mirar. Tendría nueve o diez años.


-Según sus propias palabras, usted era un niño con cierta tendencia agazapada a la melancolía. ¿Cuándo y cómo descubrió que era solitario, tímido, distinto a los demás?

-Fue muy progresivo. Primero no tuve esa sensación de diferencia. No me veía, ni me escrutaba. La muerte de mi madre aportó la mirada de los demás: empecé a ser mirado como un niño al que se le había muerto la madre. Y con ello, inevitablemente me echaban encima un velo de tristeza, porque a nivel consciente yo sobrellevé muy bien la muerte de mi madre. Todas las valoraciones de mi carácter deben haber empezado cuando conocí a otros niños, porque en tanto yo no tenía amigos, no tenía por qué pensar que tenía características particulares.


-¿Quizá por eso fue tan duro el aterrizaje tardío en la escuela, ese mundo real mucho menos protegido que el jardín de invierno donde había jugado hasta entonces?


-Sí, mis padres manejaron mal los tiempos. Hoy para los niños ir al colegio es un placer. Para mí fue un tormento muy duro. Sobre todo el primer año en el Elbio Fernández, porque debo decir que en el Seminario me entendí muy bien con los jesuitas, con su disciplina y con la socialización que nos fomentaban.

-Hablando de socializar, cualquier sicólogo se haría un festín con otra revelación de sus memorias, en las que confiesa que el mundo adolescente asomó para usted en una escalera, para colmo, roja...

-Esa escalera todavía existe. Cualquiera puede ir a Sarandí 528 y verla. Lo que desapareció es la seda roja y floreada de las paredes. Pero no hay mucho que contar, porque todo lo que pasaba en esa escalera era medio secreto...

-Como todo lo que sucede en el tránsito a la adolescencia y en el despertar de la sexualidad...
-Creo que en ese episodio del libro no uso la palabra sexualidad, pero está todo bastante insinuado en esos silencios, esas risas sofocadas, y en esa separación de mi mundo y el de mi hermana a la que aludo en El jardín de invierno.

-Hay otro pasaje en el que usted sí se refiere al tardío desarrollo de su sexualidad...


-Y digo claramente que eso es tema de otro libro...
-Sí, pero de todas maneras yo puedo preguntarle hasta qué punto cree que la vida de una persona, sus opciones profesionales, afectivas, vitales, están condicionadas por su sexualidad.


¿Qué cuota de poder le otorga al sexo en la vida?


-Es curioso, y hasta me sorprende la pregunta, porque yo no siento unida una cosa con otra. Siento que el camino que yo puedo haber recorrido sexualmente es algo cerrado en sí mismo. Y no piense que es porque me masturbaba mucho. Cuando en el segundo tomo de mis memorias cuente a qué edad me masturbé por primera vez, la gente se va a desmayar. Yo tuve un desarrollo lentísimo de la sexualidad, pero lo siento como una cosa muy secreta, muy cerrada, muy lineal.


-Hay en el libro una escena muy fuerte, en la que usted se describe en un barco, persiguiendo a un niño vestido de marinerito, y luego cuenta que su madre se sintió despechada por lo que entendió como una pequeña traición. Hay otra referencia a esos asuntos en una copla gitana que habla de una madre también traicionada por un hijo que se va detrás de otros amores. ¿Cuánto tiempo arrastró usted esa suerte de culpa, digamos, edípica?

-Como vivencia, eso me acompañó muchos años. Pero luego se transformó en memoria, en algo que yo podía hasta contárselo a mi pareja. Ya no sigo experimentando eso. Quedó atrás, pero duró muchos años.

De eso no se habla


-¿Cuáles eran las palabras y los temas prohibidos para la generación y la clase social que usted retrata en El jardín de invierno? Siempre se ha dicho que cierta clase de gente no habla de enfermedades, ni de dinero en la mesa...

-No había prohibiciones expresas, sino omisiones. Usted dio en el clavo con esos dos ejemplos. Hasta hoy me cuesta muchísimo hablar de dinero, y cada vez que tengo que hacerlo me siento muy incómodo. En cuanto a las enfermedades, el hecho de que mi madre muriera de cáncer precipitó un poco las cosas. Pero no se decía cáncer, sino tumor. Se buscaban muchos eufemismos, como "tiene aquello que sabés". Ese tabú duró fácilmente hasta los años sesenta. Pero al dinero y la enfermedad hay que agregar el sexo, por supuesto. Recuerdo perfectamente que un primo nuestro dio una conferencia en el Radio City sobre el aborto y toda la familia fue casi con pánico. La primera vez que oí la palabra aborto fue en boca de mi hermana Matilde, que tenía entonces catorce años (es veinte menor que yo), y la dijo en la mesa con total naturalidad.


-¿Cuáles son los mejores y los peores valores que cree haber heredado de aquella clase privilegiada?

-Creo que está claro en el libro, pero más que de una clase social, yo hablo de dos familias, sí emparentadas por su clase social, pero bastante excéntricas cualquiera de las dos. La palabra que en general utilizamos para referirnos a las familias de esa clase alta es "pitucos", y yo diría que los Ferreira, es decir mi familia materna, no eran pitucos en absoluto. Y creo que los Rodríguez Larreta tampoco. Eran muy engreídos, muy seguros de sí mismos, muy avasallantes, transgresores llegado el caso, gente bastante fuera de lo común. No estaban para nada sometidos a las formas canonizadas de la conducta y el lenguaje. Yo podría contar algunas anécdotas de pituquería grave en mi familia, pero nunca protagonizadas por alguien que llevara mi sangre: siempre por personajes laterales que se pudieron haber sumado a la familia.


-¿Qué palabra cree que le sienta mejor a usted: pituco, cajetilla, excéntrico?


-Ninguna de ellas, y no creo que la gente me vea así. Ni yo ni mis hermanos somos así. Nunca me he sentido asediado por eso.

-¿Y qué prendió más en el niño Gualberto José Antonio: el catolicismo de los Rodríguez Larreta, o el agnosticismo liberal de los Ferreira? O para poner tres caminos que usted mismo cita en sus memorias: ¿Taco Larreta cree en Dios, en el destino, o "en el simple y a menudo malvado azar"?

-Es una pregunta que nunca me he hecho y que sabría contestar mucho mejor por escrito que en una entrevista. Creo que vivimos en un mundo regido por el azar. Yo soy esencialmente agnóstico. Siento a Dios y al destino como corsés, lo que no quiere decir que en algunos momentos no sienta que hay un destino, e incluso eso que llamamos Dios. Pero habiendo sentido siempre una gran atracción por el pensamiento católico, más fuerte incluso que la que pude haber sentido en algún momento por el pensamiento marxista, diría que siento una cierta nostalgia afectiva por un mundo en el que se tengan todas las respuestas.


Relaciones peligrosas


-A un hombre de su sensibilidad estética, ¿Carlota Ferreira le parece una mujer linda o fea?

-Yo admito que el retrato de Carlota Ferreira es pictóricamente fantástico. Despide un vigor, una fuerza y una energía absolutamente fuera de lo común. Pero esa mujer no me gusta, su rostro no me gusta. Sus formas, acentuadas por el corsé y por las ballenas, son las de la época, pero no me gustan. Y menos su rostro, que no me inspira ningún pensamiento positivo.

-Le preguntaba sobre la belleza porque en sus memorias usted afirma, muy suelto de cuerpo, no haber tenido jamás amigos feos, ni amigas feas. ¿No le parece el colmo de la discriminación?

-¡Sí! ¡Lo sé! Me atreví a escribirlo en El jardín de invierno porque un día lo dije en mi familia y mis hermanas se horrorizaron. Es así: no soy racista, ni machista, ni sexista, pero soy...lindista, esteticista. Es una discriminación, pero es una discriminación inofensiva.


-Además de ser el apasionante relato de un triángulo amoroso, su novela El guante también es un apunte sobre la sociedad uruguaya del último cuarto del siglo XIX. ¿Cree que ciertos códigos de las relaciones humanas de aquella época siguen vigentes en el Uruguay de hoy?


-Quiero creer que no, quiero creer que la sociedad ha evolucionado, pero en estos tiempos globalizados es difícil sustraerse al aprendizaje, al mero contagio, o aún a la moda que nos lleva a todos a ser más tolerantes con la diferencia. Pero todavía me llevo sorpresas. De pronto escucho cosas que me llevan a pensar que no estamos tan lejos de aquel Uruguay. Hace unos pocos meses participé en la presentación del libro sobre el Prado que publicó Denise Caubarrère, y recité el himno al amor libre que Roberto de las Carreras pronunció ante el féretro de Celia Rodríguez Larreta. Tuve que explicarle al público, que mayoritariamente era del Prado, esa historia de pasión y asesinatos que había sucedido en ese mismo lugar en el que estábamos. Lo primero que dije fue que la famosa tragedia del Prado involucraba a alguien de mi familia, porque Celia Rodríguez Larreta era prima hermana de mi padre, y en ocho minutos resumí el asunto. Mucha gente no tenía idea de ese episodio, y les impresionó muchísimo. Después recité, medio caricaturescamente, la Oración Pagana de Roberto de las Carreras, y fue como una bomba. Aplaudieron mucho. A los pocos días, me encuentro con una señora y me dice: "te felicito, qué bien estuviste, todo el mundo quedó encantado. Pero eso sí, te advierto que mucha gente piensa que tu no debiste decir los nombres". Era una señora de cultura e inteligencia media, pero de clase alta. Lo de Celia Rodríguez Larreta pasó hace exactamente cien años, ¿y todavía no podemos decir los nombres?

-Hablando de parientes, hay un tío suyo, Carlos Alberto, que en sus memorias aparece diagnosticado como neurasténico y aferrado a un misterioso retrato femenino que guardaba en su biblioteca. ¿Se inspiró en ese tío para retratar al Nicanor Blanes de El guante?


-Ambos eran neurasténicos, palabra muy cómoda con que los siquiatras de la época involucraban mucha cosa: desde la esquizofrenia hasta el mal humor y la irritabilidad de carácter. Era casi un membrete bajo el cuál se metían todas las enfermedades mentales, salvo la locura manifiesta. Pero a diferencia de Nicanor, a mi tío yo nunca le escuché referirse a sí mismo con esa palabra.


-¿Y hay algo de la melancolía y la timidez del propio Taco Larreta en Nicanor, o esa hipótesis es demasiado arriesgada?


-Sí, yo le presté alguna cosa a Nicanor. Las circunstancias son diferentes, porque el despertar sexual de Nicanor es distinto al mío, pero le presté al personaje cosas laterales, como su tormento con los ruidos imaginarios, que yo mismo padecí a los once años. No sabía de otro caso parecido hasta que, mucho tiempo después, vi una película policial de segunda en el cine California, que contaba la historia de un asesino serial. También había un siquiatra que lo estudiaba, y uno de los síntomas que tenía aquel personaje era exactamente lo que me pasaba a mí con aquellas sensaciones que yo llamaba ruidos. Llegué a la conclusión que tal vez aquello fuera un brote esquizofrénico que se curó solo, pero no lo he consultado con nadie.


-¿Alguna otra cosa personal prestada a Nicanor?


-Sí, el robo de un espejo. Aunque yo no robé nunca un espejo, sino un payasito.


-Para terminar, ¿cuál diría que es el guante que le hace falta quitarse a los uruguayos?

-....¿No será que les hace falta ponerse...?


-Y a Taco Larreta, ¿qué guante le hace falta quitarse? ¿De qué cosas todavía no quiere hablar?

-Yo no quiero hablar de lo que no sé. Y hay muchas cosas que no sé. Incluso de mí mismo. Hay muchas preguntas para las que no tengo respuesta.


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