
Poco pero bueno
En “La Pedre”, como la llaman los que la quieren como al cuadro de fútbol del barrio, parte del credo es cultivar el perfil bajo y el look informal. “Si te viniste con una valija de ropa para salir de noche, mejor no la uses. Acá no van las lentejuelas, ni los tacos altos”, advierte Marta Bello, una argentina que hace diez años construyó su casa en el bosque y vive allí todo el año.
“Si andás de zapatos estás overdress, si te ponés un Rolex tus amigos te pueden dar un sopapo por guarango”, coincide Elia.
Grande fue la sorpresa de Beatriz O`Neill administradora, junto a su marido Jorge Bialade, del appart hotel Terrazas de La Pedrera cuando aterrizó por primera vez en estas costas hace alrededor de veinte años. “Yo venía con mi valijón y el cuarto tenía una cortinita y tres perchitas. Lo primero que pregunté fue dónde había una peluquería. Después me di cuenta que todo eso era absurdo, que acá con cinco pilchas locas te pasás quince días”, agrega la empresaria que forma parte de una camada de uruguayos que huyó del bullicio de Punta del Este en busca de un lugar natural, seguro, y tranquilo donde veranear con sus hijos.
“Hace siete años Pancho Dotto quiso instalarse con su movida en Barrancas, aunque era una buena propuesta comercial, pensamos que eso podía cambiarle el perfil al balneario”, cuenta Miguel Arrospide.
No sólo los espejos y los relojes son olvidados en La Pedrera. Oscar Ferrigno hace casi treinta años que visita la zona y “no tiene teléfono, ni televisión, ni internet, por principio básico”, en cambio en el jardín hay una colchoneta estratégicamente ubicado bajo una palmera desde donde se pueden observar kilómetros de playas desiertas.
“Lo mejor es la mezcla de gente, el millonario se sienta a comer en la misma mesa que el albañil, el pescador, el artista. No hay muchos lugares en el mundo donde no existan diferencias entre los seres humanos”, agrega el hijo de la actriz argentina.
Para Bello, responsable de que La Pedrera este on line (www.lapedrera.com.uy) “la idea es que venga gente respetuosa del lugar, y no los que andan en las dunas con las cuatro por cuatro”.
Según Miguel Arrospide, este año marca una nueva etapa. “Por primera vez hemos tenido que reciclar nuestro inglés para alojar un montón de inquilinos, suecos, húngaros, ingleses, alemanes, griegos. Estamos sorprendidos de la cantidad de turistas europeos, nunca habíamos tenido tantos”
Luego de dos temporadas con precios muy por debajo de lo que estaban acostumbrados, las propiedades vuelven a cotizar en alza, aunque sin llegar a los valores de los noventa. A saber, las casas rondan los 35 dólares diarios.
El gran miedo de los que viven allí todo el año es que alguien pueda afear el lugar, depredar los bosques y descuidar las playas.
Todos quieren que la gente trabaje y los negocios prosperen, pero temen que la piqueta fatal no respete las casas de más de un siglo que hay en el pueblo, que las tiren abajo para construir galpones comerciales, como ya ha ocurrido. “Por fortuna, La Pedrera ha crecido en forma pareja, con casas que son un buen producto arquitectónico y –salvo algunas excepciones– no se han registrado grandes desastres. Todas las casas tienen una teoría arquitectónica atrás. Hay un aprovechamiento del sol, las vistas, y el viento. No es un carnaval como en La Barra de Maldonado. La Pedrera es de un lujo sobrio y discreto. El mayor placer es disfrutar del paisaje, de los ventanales enormes. Priman las construcciones que se integran al contexto. Hay una homogeneidad, mirás el conjunto y no se producen desniveles de calidad”, señala el arquitecto Arrospide.
El balneario rochense continúa siendo un lugar donde todavía es posible encontrarse con la naturaleza en todo su esplendor. De día los más jóvenes prefieren disfrutar del oleaje de la playa del Barco, mientras las familias optan por la tranquilidad del Desplayado, o las piscinas naturales del gran roquedal. También hay quienes se animan a realizar caminatas –de todo un día– hasta Cabo Polonio por playas enteramente desiertas, y quienes se adentran en los paisajes lunares de Santa Isabel, ideales para ser visitados las noches de luna llena.
Si algo queda claro es que los pedrerenses son más afines a los sucesos breves y silenciosos como las puestas de sol que a las estridencias del turismo local. El año pasado más de uno levantó una ceja cuando miles de jóvenes se dieron cita en Arachanes para ver a la banda argentina Bersuit Vergarabat.
Se desviven por preservar la identidad del lugar y su fisonomía de pueblito del interior. Les molesta terriblemente los focos que se instalaron en la rambla durante la dictadura, porque no les dejan ver las noctilucas, y tratan de mantener una luminosidad que no interfiera con la cuenta de estrellas fugaces. Todos se empeñan en conservar esa cualidad casi aldeana donde “parece que no pasa nada pero te podés cruzar con un cometa”, al decir de Roberto Fraquia propietario de Costa Brava.
En La Pedrera no se va a encontrar una gran movida. Los restaurantes son buenos pero modestos. No hay casinos, ni grandes fiestas, ni lugares donde mostrarse. Más concretamente, no hay estación de servicio, ni policlínica, ni farmacia; mucho menos cajeros electrónicos. Aunque algunos se quejan de esa falta de servicios, íntimamente prefieren mantener a raya las poluciones contaminantes del progreso. Prima el concepto de poco pero bueno. Menos oferta, pero más identidad de pueblo.

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