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Parece
la escena de una película surrealista, pero es apenas una anécdota
reciente del Uruguay real: Marta Penadés, gerente de marketing
de Montevideo Shopping, le pide a un empleado que arregle un pozo en el
parking del centro comercial antes que alguien se lastime una pierna.
La respuesta que recibe del operario no es muy alentadora: el agujero
en el pavimento no es lo suficientemente grande para ser arreglado. Lejos de contentarse, Penadés envía al responsable a la mercería. "Compre un centímetro, tome la medida del pozo actual, consiga un taladro, haga un pozo a la medida que usted quiere, lo rellena y mañana a las diez está arreglado". Pasa todos los días, y las víctimas de tanta mala voluntad se cuentan por miles: es necesario recorrer unas cuantas ventanillas antes de finiquitar ciertos trámites, perder media mañana para ponerse al día con algunos tributos, hacer largas colas para sacar el pasaporte, contratar a un arsenal de técnicos para que descubran de dónde viene la humedad, o llamar decenas de veces a oficinas donde todo el mundo está siempre en reunión de directorio o salió a almorzar y no vuelve hasta las 3 y media o cuatro si el cargo lo merece, o recién después de las 2 si se trata de una simple secretaria. Con su personaje de la empleada pública, el cómico argentino Antonio Gasalla caricaturizó a las mil maravillas los vicios en que incurren los trabajadores del sector estatal. "Es posible que exagerara un poco" -reflexiona hoy el contador Conrado Hughes- "pero lo cierto es que a usted no lo tratan ni como el dueño, ni como el patrón que en verdad es. Usted, el contribuyente, es el que paga los sueldos", resume el ex director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto. Es cierto que buena parte de los empleados de la administración pública han desarrollado en Uruguay una creatividad infinita y cuentan con los más variados recursos para hacer perder el tiempo a sus compatriotas, indefensos ante interminables mostradores y privados de "votar con los pies" yéndose a otra oficina donde contratar los mismos servicios. La patética galería incluye desde jerarcas que hacen lobby, hasta funcionarias que improvisan un picnic a vista y paciencia del público, por no mencionar a los empleados que exigen constancias en papel florete o mandan a los contribuyentes de oficina en oficina, como si fueran sus jefes y no sus empleados. No es novedad. Pero también es cierto que los 236 mil funcionarios públicos no son los únicos trabajadores uruguayos enviciados. Basta pensar en las filas interminables para hacer ciertos trámites o pagos en oficinas y bancos, en las salas de espera de médicos u odontólogos que se resisten a llegar en hora al consultorio, en las empleadas domésticas que faltan sin aviso o pierden el ómnibus dos por tres, o en los teléfonos que las recepcionistas de ciertas empresas dejan sonar y sonar sin atenderlos nunca. En Estados Unidos, donde todo lo miden, descubrieron que un ciudadano pierde semanalmente 23 minutos esperando que alguien conteste al otro lado de la línea. "Es un mal endémico que nos lleva a postergar el estar mejor. Así estamos, estancados, empantanados", resume en Montevideo la relacionista Marta Penadés. Mientras tanto, el mundo se mueve cada vez a mayor velocidad, y vicios y virtudes exceden las fronteras que separan a públicos y privados, empresas nacionales e internacionales, trabajadores de Montevideo o del Interior. Ya se sabe que toda generalización es injusta: siempre hay quienes sudan la gota gorda y extienden sus responsabilidades sin mirar el reloj, mientras otros hacen cebo o se limitan a marcar tarjeta; quienes desempeñan una tarea rutinaria con el mismo esmero que encararían un experimento de biotecnología, y quienes descuidan asuntos de real importancia, ya sea en una oficina o en una mutualista. Sin embargo, según el ministro de Trabajo y Seguridad Social, Alvaro Alonso, "es de honor reconocer que en la búsqueda de la eficiencia y competitividad el sector público se ha rezagado en relación a los esfuerzos que viene realizando el sector privado". A nadie escapa que el desempleo, que va rumbo al 16 por ciento, obligó a más de un peluquero a agarrar el martillo y a convertirse en carpintero, a unos cuantos profesionales a manejar taxis, y a otros tantos ejecutivos a preparar las valijas para dejar el país. En medio de una contagiosa ola de desánimo, y al vertiginoso ritmo de un mercado que exige cada vez más calificación y competitividad, parece claro que trabajar más y mejor es la única forma de salir adelante. ¿Están los uruguayos preparados para ese desafío? Manos a la obra
En cualquier caso, toda jornada laboral made in Uruguay comienza calentando agua e intercambiando alguna idea con los compañeros de trabajo. "Es muy difícil que alguien llegue a su oficina y se ponga a trabajar inmediatamente. Diez o quince minutos iniciales son como de acomodo, eso lo da el café, y el contacto con el otro que, en general, es el comentario de la noticia del día", explica Adriana Infante, asistente de recursos humanos de la consultora internacional Tea Deloitte & Touche. Varios estudios han demostrado que el rendimiento es superior en horas de la mañana, con la energía acumulada después del descanso nocturno, y disminuye sensiblemente después del almuerzo. Asimismo, una conversación informal entre dos empleados -infusión de por medio- suele durar sustancialmente menos si tiene lugar al inicio de la jornada laboral que si ocurre tras seis horas de trabajo, cuando el cansancio pide una distracción a gritos. El hábito del cafecito laboral ya había sido motivo de debate nacional hacia 1987, cuando el actual senador colorado Rúben Correa Fleitas dirigía la Oficina Nacional de Servicio Civil y prohibió tales placeres a la vista del público, al tiempo que cerró las puertas de las oficinas estatales a los vendedores de ropa, otros intrusos que roban tiempo y atención a los trabajadores. "Si el jerarca tolera estos vicios el empleado los aprovecha", resume el legislador oficialista. Contra reloj
Según el último informe sobre salarios y horas de trabajo de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en Alemania las jornadas oscilan entre 35 y 40 horas semanales, dependiendo del rubro; y en México entre 44 y 60, mientras la semana laboral de un coreano es de 44 horas. Los japoneses marcan un promedio de 47 horas semanales desde hace veinte años, y cuando quieren quejarse por algo, en lugar de hacer huelga trabajan doble, con lo que crean un verdadero problema por sobreproducción. ¿Imaginarían algo así los dirigentes gremiales en Uruguay? Si se compara el rendimiento de un trabajador uruguayo con el de un alemán, más efectivo y tabulado, o con el de los híper productivos japoneses, seguramente los charrúas no quedarán muy bien parados. "Uruguay tiene una productividad baja, aquí sale poco trabajo por día", sentencia sin pelos en la lengua Conrado Hughes, respaldándose sin duda en su experiencia al frente de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto en los años '90. "El trabajador industrial uruguayo es rápido, elástico, y trabaja lo que sea necesario, pero en el mundo de hoy una transferencia electrónica no puede demorar cuatro días. Acá se trabaja doble inútilmente, no porque el trabajador esté equivocado, sino porque el sistema está caduco. Tenemos una economía del siglo XXI, y un sistema político que rige con las normas del siglo XIX", opina a su vez un reconocido empresario del rubro de la confección, que exporta su mercadería a casi una quincena países, y prefiere no ser identificado "porque en este país cada vez que hacés publicidad o decís que te va bien, nadie te aplaude; al revés, te cae Impositiva, no para cobrar lo que corresponde sino para asestarte multas y recargos con una lupa". Es probable que los uruguayos no sean quijotes de la practicidad, pero según ciertos puntos de vista eso también puede tener sus ventajas. "Un latinoamericano se maneja mejor frente a una situación imprevisible, sin un action plan para todo", asegura la vicepresidenta residente de Citibank, Valerie Schuhl, cuya experiencia laboral la ha puesto en contacto con bancos de buena parte del mundo. Su impresión es que el trabajador uruguayo es "prudente, conservador, responsable, y bastante versátil". Menos diplomática, la gerente de marketing de Montevideo Shopping no tiene reparos para opinar que "es poco comprometido con su tarea, en muchos casos no ha entendido en qué negocio está o cuál es el objetivo del lugar donde trabaja, y básicamente lo que mira es su sueldo". Quizá sin proponérselo, Penadés toca así otro tema clave del trabajo en Uruguay. ¿Quién educa a los gerentes? ¿Cómo y dónde se forman los dueños de empresas? ¿Saben ellos trasmitir en general los fundamentos de acción de la empresa? ¿Conocen algo sobre liderazgo? Para el arquitecto Ricardo Weiss, es un tema de energía: "hay gente enchufada a 220 voltios y otra a 120", dice uno de los socios del estudio Atijas-Weiss, donde se jactan de tener una planilla de trabajadores excelentes "que no se distraen, ni pasan la tarde navegando por Internet".
De regreso de Japón y Corea, donde acudió a cubrir como periodista deportivo el Mundial de Fútbol, el empresario Julio Sánchez Padilla lamenta que el trabajador uruguayo "no siempre se ponga la camiseta. La mayoría entra en un conformismo aplastante y no defiende su puesto. Sólo el que pone más se destaca", observa el dueño de Cita, que, a pesar de todo, jura estar "feliz" con sus 238 empleados. Desde su estudio de Toronto, en Canadá, el célebre arquitecto uruguayo Carlos Ott quiebra una lanza por el trabajador nacional. "Es creativo, individual, y dada la oportunidad de desarrollar sus intereses y gustos es de los mejores en su profesión en cualquier parte del mundo. Desgraciadamente, tiene que hacer malabarismos para obtener el mismo resultado que sus colegas. En la segunda mitad del siglo XX los uruguayos fueron perdiendo paulatinamente las posibilidades de desarrollarse, y hoy sus potencialidades están prácticamente sin uso", sentencia el autor de la parisina Opera de la Bastilla. Relaciones peligrosas
"El problema no está en los funcionarios sino en sus jerarcas. Donde hay exigencia el trabajador responde", insiste por su lado el senador Correa Fleitas. Adriana Infante, asistente de recursos humanos de la consultora internacional Tea Deloitte & Touche, trabajó más de veinte años en la actividad pública y jura que allí los vínculos están desfigurados. "La sexualidad es más fuerte entre compañeros a nivel de la administración pública que de la privada. Se casan entre sí y a su vez tienen sus amantes entre ellos. ¿Por qué? No sé. Supongo que se relaciona con el tiempo libre y la necesidad de autoestima", arriesga la experta sin caer en cuenta -quizá- que los amantes surgen siempre del entorno tal cual lo atestiguan el jefe y la secretaria, el cirujano y la instrumentista, el profesor y la alumna, y demás historias conocidas. Lograr una buena relación no sólo implica mantener a los empleados en sus puestos sino ejercer un liderazgo que motive, supervise, y aliente la toma de riesgos. Si el jefe no sabe mandar es imposible que los empleados cumplan bien su tarea. "El liderazgo va de la mano del trabajo de equipo. Ser el cabecilla no siempre implica ser el líder, para eso hay que ser creíble, saber comunicar, y delegar", dice Beatriz Martínez, de KPMG. En el mundo moderno, la relación entre compañía y trabajador se ha reformulado: ser funcionario ya no es sinónimo de tener empleo de por vida, y cada vez es menos frecuente que un empleado ingrese a una firma decidido a hacer carrera en ella. "Hoy las empresas buscan personal con buenas dosis de adrenalina, energía, iniciativa, productividad, capacitación, compromiso, trabajo en equipo, y ganas de ir a más, lo cual está asociado a un nivel de ambición adecuado", resume Martínez. Se pasó del concepto de empleado al de empleable. "Una persona empleable tiene iniciativa propia, se capacita para ser un producto valioso", explica por su lado Geraldine Delfino, de Price WaterhouseCoopers, y deriva a preguntarse cuántos en Uruguay se proyectan a sí mismos de tal manera.
Los emigrantes judíos centroeuropeos son el caso paradigmático: llegaron a Estados Unidos y a varios países de América Latina desde aldeas pobrísimas y alcanzaron un gran éxito económico. Los uruguayos que se van hoy al Exterior lo hacen atraídos por la idea de ganar algo más que pan con el sudor de su frente. "Es probable que un lavacopas acá gaste su sueldo en la canasta familiar. En otro país tal vez pueda desarrollarse, e incluso ahorrar algo", opina Beatriz Martínez. En Uruguay, el límite superior de ingreso del quintil más pobre de la población es de 5.700 pesos, mientras que en Estados Unidos un sueldo de doce mil dólares anuales está considerado por debajo de la línea de pobreza. Por otra parte, con un 97.7 de población alfabetizada, el uruguayo mantiene fuera de fronteras una imagen de cultura europeizada muy apreciada en cualquier ámbito del trabajo. Los profesionales uruguayos son ampliamente reconocidos en el resto del mundo. Una compañía con filiales en varios continentes solicitó a Price Waterhouse Coopers personal rioplatense para ocupar altos cargos en Europa. "Con el proteccionismo existente en el Viejo Mundo, y con semanas laborales acotadas a cuatro días, los europeos tienen dificultades a la hora de encontrar personal dispuesto a cumplir un régimen de trabajo de diez horas diarias. El uruguayo no le hace asco al trabajo. Hay un prototipo de uruguayo de alpargata y mate, pero es más bien del domingo y en el Estadio. El uruguayo no deja el trabajo para ir a la Rambla", asegura Ana María Peluffo, gerente de recursos humanos de Price Waterhouse Coopers. Pero a la playa sí, le contestan muchos que viven en la Rambla de Pocitos y en el verano divisan estirándose sobre la arena a unos cuantos. |
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